No tenemos derecho
por Salvador D’Aquila
19 sep 2017
Hace unos minutos comenzaron a difundirse las primeras imágenes del terremoto que castiga nuevamente a México. El segundo, con muy pocos días de diferencia. Y un tercero, podríamos decir, porque la información da cuenta de que hubo dos sismos simultáneos. Además de miles de réplicas, algunas de ellas de una intensidad tal que, en la práctica, les quita esa condición para igualarlas al original.
Apenas una semana atrás, nos atrapaba la naturaleza desatada de los huracanes en Centroamérica y el sur de América del Norte, con sus consecuencias inevitables y el consiguiente sufrimiento y despojo de cientos de miles de personas.
Circunstancias dolientes que en el mundo se multiplican a través de muy diversas maneras. Tierras yermas que no proveen alimento. Codicia, que arrasa con la riqueza de países sometidos a los que priva de salud, educación y desarrollo. Enfrentamientos a muerte entre etnias que se juramentaron la aniquilación del enemigo. Insensibilidad para con los migrantes. Y entre tantos otros males, la acción de gobiernos de todo tipo de ideologías que de distintas formas y en mayor o menor medida sojuzgan en nombre del bienestar de sus pueblos.
En nuestra Argentina podemos encontrar remedos de todas esas situaciones. La naturaleza nos es pródiga y benevolente, pero nosotros arrasamos nuestros suelos de distintos modos. No nos suceden huracanes, ni tifones ni tsunamis, pero nuestras tierras más fértiles están inundadas durante meses. Somos productores de alimentos por excelencia y muchos pasan hambre o sufren desnutrición. Tenemos libertad y somos irresponsables en su uso. Contamos con todas las posibilidades para educarnos y formarnos individual y colectivamente para crecer como Nación y las desaprovechamos.
Los argentinos somos como los chanchos a los que se les tira perlas y margaritas. Y no tenemos derecho a ser así.
No lo tenemos a nuestras desidias y negligencias. A generar y aceptar políticos que no gobiernan para el bien común; tampoco a desentendernos de nuestro voto, a la falta de exigencia. No tenemos derecho a ser manifestantes sin ton ni son, ni a “conducir” solo para defender y acrecentar nuestro propio poder. Tampoco lo tenemos cuando protestamos impertinentemente y sin un mínimo ejercicio de reflexión. O cuando los mayores no educamos ni formamos a nuestros menores; ni ellos cuando parecen perseguir un futuro de ignorantes. No tenemos derecho a ser egoístas ni al desprecio a los demás. Ni a un ejercicio tan rampante de necedad y mala fe, cuando exigimos derechos sin obligaciones o no cumplimos con nuestros deberes.
Y en medio de ese drama argentino, que cada tanto nos golpea como tragedia, no tenemos derecho a postergar in eternum a cantidad de los nuestros por generaciones.
No lo tenemos. Y si la Historia de la humanidad nos enseña algo, es que nada es para siempre: alcanza con ver los cambios en los mapas políticos de los últimos tres siglos para darnos cuenta de que lo que hoy se tiene, mañana se puede perder. Y que antes o después, las consecuencias de nuestros comportamientos como sociedad son inevitables y el que a hierro mata a hierro muere.
Otra razón no menor por la que deberíamos cambiar el rumbo de nuestros desatinos, es porque la Argentina, con todas sus ventajas y potencialidades, también debiera ser más para los demás. Ser una de las locomotoras y ejemplos del mundo, en lugar de ir a la cola.
Por otra parte, ante tantas calamidades y cataclismos que cada vez parecen ser más severos y que no sabemos en qué situación van a poner al planeta, ¿tendremos derecho a lo que hoy damos por sentado que es nuestro para siempre, pero al mismo tiempo no cuidamos, no protegemos, ni desarrollamos? Cuando a muchísimos otros les toque sobrevivir en estado de desesperación, ¿no tendrán esos otros, derecho a que les compartamos lo que poseemos y que a ellos les falta en demasía? Si no asumimos nuestras responsabilidades individuales y colectivas, no nos extrañe que algún día vengan por nosotros; pero de verdad, eh. Y sea nuestra indefensión la que los tiente y les permita hacerlo.
En definitiva, no tenemos derecho a tanta incompetencia e irresponsabilidad para con nosotros mismos. Y también para con aquellos que, aunque nunca los conozcamos, tienen derecho a esperar algo de nosotros.