por Darío Domínguez – 10 ago 2020
Husmeando en las redes sociales, encontré una frase adjudicada a Foucault, que dice: “Los locos y los niños son los únicos que siempre dicen la verdad. Por eso, a los locos se los encierra y a los niños se los educa”. Me gustó tanto que no tardé en compartirla con mis contactos. Esa misma noche, surgió una charla breve, aunque relativamente profunda, con un amigo. “Entonces, qué hacemos, ¿dejamos a los chicos sin educación?” –me escribió sin reparos. Mi primera reflexión fue que el problema no consiste en qué hacemos con las Escuelas, sino en preguntarnos si en tal caso Foucault tiene razón. Pero lejos de estar conforme con mi respuesta, mi nocturno interlocutor insistió en que debía hacerme cargo del eco que estaba haciendo e indicar, en tal caso, cuál sería el camino: “¿Entonces renunciamos a educarlos?” –escribió con tono desafiante.
Para ponernos en contexto, consideremos que cuando Foucault dice que a los niños "se los educa", hace referencia a la Escuela, aquel dispositivo que los Estados-Nación diseñaron para construirse y fortalecerse como tales, en relación a los paradigmas y necesidades vigentes al tiempo de sus constitución como tales, allá por el siglo XVIII. Y en ese sentido, hay suficiente evidencia para afirmar que la institución escolar ha sido utilizada por gobiernos de ideologías diversas -incluso y sobre todo por aquellos que más restringieron las libertades y los derechos personales-, para intentar moldear los pensamientos y las conductas de los ciudadanos. Por eso, según el filósofo, junto con la cárcel y el manicomio, la escuela se encuentra en el podio de la vigilancia y el control social. Ahora bien, a partir del siglo XX, con el advenimiento de la cultura de masas, los medios de comunicación comenzaron a jugar un rol protagónico en este sentido, desplazando muchas veces a las escuelas y a las familias, sobre todo, en la construcción de imaginarios sociales. Un ejemplo de ello es el fenómeno que se conoce como “la opinión pública” y donde los medios jugaron -y juegan- un papel preponderante. Y si bien podríamos decir que esa no es la única causa de la crisis institucional que atraviesa la educación formal en –digamos– casi todo el mundo, sabemos que, para bien o para mal, se fue desdibujando la misión original que supo tener aquel lugar tan caro a los sentimientos de quiénes vivieron una escuela diferente a la actual y a la memoria histórica que hizo que, por un momento, nuestro país pudiera proyectarse como una de las potencias mundiales debido a los niveles extraordinarios de alfabetización y las posibilidades de movilidad social que la escolarización prometía. Pero en tal caso, esa fue una breve anécdota del pasado, porque la realidad actual nos desafía, obligándonos a pensar en otro modelo para un mundo completamente diferente.
Mi última respuesta a la pregunta inquisidora de mi querido amigo fue que para que nuestros chicos tengan verdaderas oportunidades de insertarse en el contexto que emerge, debemos cambiar de manera urgente y con cierta valentía el paradigma que guía a la Educación. Si me preguntaras qué hacer con todo esto –le dije- yo cambiaría el verbo educar por otros más potentes, tales como: acompañar, sostener, inspirar o posibilitar el desarrollo de eso único e irrepetible que ocurre en cada ser que se asoma a la vida.
Los ojos curiosos de mis hijos confirman esta y otras intuiciones, interpelándome constantemente, sobre todo aquellas veces que los veo encarar con alegría y curiosidad la aventura del conocimiento frente a las novedades del mundo que allí afuera los espera y los sorprende. Pero siempre con la costumbre de los locos o de los niños, diciendo las cosas sin vueltas ni eufemismos, porque conservan la impertinencia de aquel que ignora el entramado de poder que se juega cada vez que alguien pregunta cuánto falta para que abran las escuelas.
"Educar" se suele utilizar en general para referirse a normalizar, estandarizar, minimizar las diferencias. Intuyo que el futuro necesita que con valentía nos animemos a construir en el sentido opuesto.
por Darío Domínguez – 12 jul 2020
Hace tiempo, me tocó ingresar por primera vez a un aula a dar clases de Música. Allí me estaba esperando, con excesivo entusiasmo, un numeroso grupo de niños para comenzar la hora de Educación Artística. Con muy pocos recursos didácticos me adentré en la aventura de intentar dar mis primeras clases de Música en una Escuela. Después de saludar de forma coordinada con un “buenos días profesor”, sacaron sus flautas dulces con un orgullo y una ilusión imposible de disimular. El problema era que yo no tenía idea de cómo se tocaba, ni mucho menos de cómo se enseñaba a tocar ese instrumento. Para ganar tiempo, se me ocurrió intuitivamente la estrategia de formar pequeños grupos, secundado por un niño que dominase la técnica y pudiera enseñársela a los demás… El experimento tuvo resultados sorprendentes y se ganó el reconocimiento de directivos y supervisores. Pero lo más curioso es que, sin saberlo, había resucitado lo que alguna vez fue conocido con el nombre de método mutuo.
En los albores de la modernidad, los sistemas educativos fueron de algún modo una de las herramientas que se desplegaron para construir y consolidar Estados nacionales. En ese contexto, se pusieron a consideración dos métodos de enseñanza bien diferenciados: el método simultáneo y el método mutuo. El método simultáneo, vigente hasta el día de hoy, parte básicamente de una secuenciación de contenidos que se deben aprender al mismo tiempo bajo la guía del maestro, quien además es el representante de la autoridad central (de ahí la importancia que tiene en el sistema educativo actual la disciplina y el orden). Este método, impulsado por los Hermanos de La Salle, garantizaba la ejecución de programas de estudio con contenidos bien definidos hacia el plano moral, religioso e intelectual. El aprendizaje era un hecho individual, que ocurría de uno a todos, de manera simultánea, en grupos organizados por la edad de sus miembros.
Casi al mismo tiempo, los pastores Bell y Lancaster, desarrollaron lo que sería conocido como el método mutuo, bajo la necesidad de aprovechar al máximo los escasos recursos disponibles y transferir la mayor cantidad posible de saberes a una población que se expandía con rapidez en sectores vulnerables de las grandes ciudades. El método mutuo consistía básicamente en agrupar a los niños por niveles de aprendizaje y, en cada caso, según las áreas del conocimiento. Toda la actividad estaba detalladamente regulada y programada de antemano por el docente y era llevada a cabo por un grupo de monitores (estudiantes avanzados en algún área específica). De este modo, cada uno ascendía o descendía de rango, según el desempeño; por lo cual, cada conocimiento o habilidad adquirida lo convertía al alumno en un potencial multiplicador.
A esta altura, cabe preguntarnos por qué el método mutuo no prosperó como práctica habitual para la enseñanza y el aprendizaje. Hay quienes afirman que aquello se debe a que, en términos políticos, esta manera de concebir y estructurar la educación podría ser un inconveniente, ya que de algún modo otorgaba un lugar preponderante al individuo, al mérito y alentaba en la práctica a la organización colectiva, hecho que en el contexto histórico no terminaba de armonizar ni con las pretensiones del centralismo del poder estatal, ni con los mandatos morales de la Iglesia.
Pero volviendo a la anécdota inicial, todavía recuerdo las caras de esos niños, especialmente a la hora de dar esos “miniconciertos” de flauta para el curso. Casi sin querer, se había generado una dinámica donde era habitual compartir las emociones. Desde la ansiedad, la preocupación o la alegría… cada logro era celebrado como una conquista de cada grupo de trabajo, casi siempre con aplausos y la increíble sensación de corresponsabilidad respecto de lo que le sucede al otro.
El método mutuo, alguna vez proscrito por la historia, se había hecho presente en esa aula, casi de forma inconsciente. En aquel tiempo, fue la solución espontánea a un problema, pero ahora puedo decir que se trata de un modo específico de concebir la enseñanza. Al momento que promueve la integración, rescata el principio antropológico de la unicidad, donde cada uno se nos presenta como un ser único e irrepetible; y por ende, con distintos tiempos y posibilidades de futuro.
por Darío Domínguez – 20 may 2020
En estos tiempos de pandemia parece que se dice mucho sobre cualquier cosa y sobre cualquier ítem de nuestra vida. Mucho se dice sobre la educación también. Muchas voces, mucho ruido. Mucho ruido y pocas nueces.
La Escuela era una especie de artefacto que hasta hace tiempo seguía funcionando de forma defectuosa, a la cual se le seguían perdonando sus pecados, a pesar del alto costo social que esto implicaba, entre ellos, los niveles obscenos de desigualdad con que habitualmente convivimos. Y si desconfían en la tesis que la educación es una herramienta poderosa para procurar una sociedad más equilibrada, prueben hacer el ejercicio de pensar en algún país desarrollado que acaso no haya orientado el mayor de los esfuerzos en mejorar su sistema educativo. Verán que prácticamente no existen. Todos los casos nos remiten a esfuerzos de décadas centrados en la Educación como punto de partida para una sociedad más justa e inclusiva.
Seamos sinceros: muy poco de lo que se le había encomendado a la institución escolar en sus inicios, hace dos siglos, sigue hoy en pie. Y esto, por dos razones. En primer lugar, porque sabemos que la Escuela dejó de ser hace rato esa institución garante de la igualdad. En segundo lugar, porque muchos de los mandatos –que curiosamente la escuela sigue conservando hasta el día de hoy– están basados en paradigmas de una sociedad que ya no existe.
De este modo, ocurre la extraña paradoja de una institución escolar que no cumple la función encomendada (educar al soberano), pero que a la vez conserva estrictamente alguno de los dogmas en lo que se centró su metodología específica: acatar, obedecer, cumplir horarios, producir, replicar conocimientos premoldeados.
Lo cierto es que nuestras escuelas siguen funcionando, aun defectuosamente y bastante alejadas de los desafíos que nos presenta este siglo. Sigue funcionando, a pesar de sus vicios, a pesar de nosotros mismos y a pesar de esta crisis sanitaria inédita. Pero tal vez esta sea también, y de una vez por todas, la oportunidad de que funcionarios, educadores y padres nos atrevamos a pensar en una educación que mejore las perspectivas de desarrollo de manera fehaciente y nos encamine hacia un escenario donde una mejor calidad de vida sea posible, no sólo para los que nacen con mejores oportunidades. Tal vez para eso será preciso despojarnos de aquello que, en términos culturales y emocionales, no nos ha permitido hasta ahora avanzar hacia la construcción de otra Escuela y por ende de una sociedad más justa.
por Darío Domínguez – 12 jun 2020
¿Alguno de ustedes aceptaría sacarse una muela con los métodos y herramientas del siglo XVII? Si la respuesta es un llano y rotundo no, entonces, ¿por qué envían a sus hijos al colegio? Leí en algún lugar que si alguien despertase después de haber estado en coma por varias décadas, el lugar más seguro para esa persona -por lo habitual, por lo conocido, por lo poco expuesto al cambio-, sería sin dudas una escuela.
Este tiempo de confinamiento nos obligó a conocer más de cerca algunos de los mecanismos y prácticas habituales de la Institución escolar, y no porque hemos entrado en ella, sino porque la Escuela vino a nosotros, con sus usos y costumbres más comunes. A la vez, quedó expuesta la crisis que atraviesa la educación formal gestionada por los Estados, con la misma dificultad con que suelen administrar otros ámbitos de sus respectivas incumbencias. En este período quedó a la vista la dificultad que tiene el sistema educativo para garantizar aquello que promete: enseñar para que otros aprendan. Y al margen de los desafíos técnicos que supone la educación virtual, otras de las cosas que evidenció es el hecho de que la Escuela, en su esencia, no es capaz de motivar a los chicos a emprender la aventura del conocimiento con alegría, curiosidad y relativa autonomía. La vetusta institución no puede deshacerse del reflejo que buscar convertir a nuestros niños en una especie de hormiguitas obreras que acumulan y reproducen –casi siempre de manera superficial– aquellos contenidos que fueron prescriptos por los estados nacionales hace más de dos siglos y que para muchos colegas siguen teniendo un status de sacralidad injustificada.
Pero el problema real es que los dogmas con que se construyó la Educación moderna fueron pensados y establecidos en el siglo XVII y en respuesta para los desafíos y necesidades de una sociedad que ya no existe. Por eso, resultó tan importante enseñarles a los chicos a cumplir horarios, repetir rutinas, obedecer a un superior, y tantas otras cosas que aún perduran… Se sabe que los Estados-Nación diseñaron con la Escuela un dispositivo ideal para formar ciudadanos dispuestos a dar la vida por la Patria, convivir en la ciudad y entregarse a la dinámica del mundo productivo. Que las escuelas se parezcan tanto a los liceos militares, las fábricas, los hospitales y las cárceles, no parece ser una simple coincidencia del destino.
Si miramos a nuestro alrededor, es evidente que la misma realidad nos interpela; y tal vez, a pensar algunas cosas de forma diferente… Dicen que el rey está desnudo y pocos se animan a declamarlo. Cuando termine el confinamiento quizás debamos reformular muchas cosas que hacen a nuestro estilo de vida, como algunos dogmas o mandatos que parecían incuestionables. Entre ellos, tal vez, la idea de que nuestros hijos deben ir, sí o sí, ir a la Escuela. O bien la idea de que en ella se encuentra la única opción para el desarrollo de las competencias que necesitan forjar para construir su futuro.
Es cierto que hay mucho para pensar, pero tal vez podríamos comenzar por preguntarnos ¿qué queremos para el presente y futuro de nuestros hijos? Y ahí mismo es posible que la mejor respuesta no se encuentre con facilidad en lo que actualmente ofrecen nuestras escuelas.