por Candela Saldaña - 15 sep 2019
Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo, hermana mayor de Silvina Ocampo (importante escritora de nuestro país), nació en Buenos Aires, en una familia de la alta sociedad argentina, el 7 de abril de 1890. Junto con sus padres, realizó a los seis años el primero de sus numerosos viajes a Europa. De sus estudios en la universidad parisina de la Sorbona surgió su respeto por la cultura europea y su obsesión por introducirla a nuestro país.
El contacto con intelectuales y artistas de su época fue algo que caracterizó la vida de Victoria. En 1916 conoció a José Ortega y Gasset, en una visita del intelectual español a Buenos Aires. También se codeó con Hermann Keyserling, Pierre Drieu La Rochelle, Eduardo Mallea y Waldo Frank, entre otros.
1960
La publicación en 1924 de su opera prima (De Francesa a Beatrice) impulsó a Victoria a continuar su obra literaria. Pero quizás la obra que más la caracterizaría sería la fundación, en 1931, de la revista Sur, que en sus inicios financió con su fortuna. En ella escribieron muchos de los escritores más importantes del siglo XX, como Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Thomas Mann y Henry Miller. El objetivo de Sur fue divulgar la mejor literatura de la época y, a su vez, tender un puente cultural entre los intelectuales argentinos y la vida literaria de Europa y los Estados Unidos. Dos años más tarde, también fundó la editorial del mismo nombre.
Los ’30 fueron una década bisagra para Victoria. En 1936, junto con María Rosa Oliver y Susana Larguía, participó de la fundación de la Unión Argentina de Mujeres (UAM), la primera agrupación feminista del país, cuyo objetivo era luchar por los derechos civiles de las mujeres. Expresando Victoria que “Lo que los hombres, fuera de una minoría que bendigo, no parecen comprender, es que no nos interesa en absoluto ocupar su puesto sino ocupar por entero el nuestro”. En su ensayo titulado “La mujer y su expresión”, la escritora reflexionó acerca de la marginación de las mujeres en el contexto patriarcal y sobre su dificultosa relación con la cultura moderna, aspectos que de algún modo sintetizaban el problema de la búsqueda de una expresión femenina autónoma. La UAM comenzó a expandirse y se formaron subcomisiones y filiales en ciudades del interior, a la vez que se ofrecían conferencias, reuniones públicas y se repartían panfletos donde se divulgaba la necesidad de obtener: Los derechos civiles y políticos de la mujer, el incremento de leyes protectoras de mujeres en la industria, la agricultura o el servicio doméstico; amparo a la maternidad, protección del menor, desarrollo cultural y espiritual de la mujer, la paz mundial y la disminución y prevención de la prostitución.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Victoria se identificó con la militancia dentro del campo antifascista. De hecho, al finalizar el conflicto fue una de las asistentes a varias de las sesiones del Juicio de Núremberg, convirtiéndose en la única latinoamericana en estar presente ese día. Por eso, la llegada al gobierno de Juan Domingo Perón despertó en ella un fuerte sentimiento opositor. Su fuerte militancia dentro del campo antiperonista llevó, incluso, a ser arrestada y allanada durante una estadía en Mar del Plata por cinco oficiales de policía y un comisario, y posteriormente remitida a Buenos Aires como presa política a la cárcel femenina de El Buen Pastor, en San Telmo. Ahí convivió con prostitutas y demás criminales femeninas recluidas, procesadas o condenadas por delitos comunes.
Ocampo, en referencia a ese episodio, comentó que “…en la cárcel uno tenía la sensación de que tocaba fondo, vivía en la realidad”. Dos días después de su arresto, su amiga Susana Larguía, compañera fundadora de la UAM, fue encarcelada; y con anterioridad, Norah Borges y su madre, Leonor Acevedo, de entonces 77 años, habían sido arrestadas acusadas de escándalo en la vía pública.
La noticia de su arresto llegó al extranjero y Aldous Huxley en conjunto con Waldo Frank, encabezaron el Comité Internacional para la Liberación de los Intelectuales Argentinos; mientras que The New York Times publicó una nota de protesta exigiendo la libertad no solo de Ocampo sino también de muchos autores como Francisco Romero, Adolfo Lanús y Roberto Giusti. El primer ministro de la India, Jawaharlal Nehru, insistió en la liberación de la escritora y Gabriela Mistral le envió un telegrama a Perón el 27 de mayo con el mismo fin. Finalmente, Ocampo fue liberada en la noche del 2 de junio luego de 26 días de arresto.
Victoria Ocampo
La caída del peronismo en 1955 fue vivida por Ocampo y por los intelectuales de Sur como un momento de liberación. En el famoso Nº 237 de la revista, con el lema “Por la reconstrucción nacional”, un conjunto de hombres de la cultura dio su interpretación sobre el régimen recientemente derrocado, considerándolo fascista y totalitario.
Hasta su muerte, ocurrida en 1979 a causa de un cáncer bucal, Victoria Ocampo siguió preocupada por la cultura nacional y por el futuro del país. “En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo… dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente… personalmente le debo mucho a Victoria, pero le debo más como argentino”. Palabras de Jorge Luis Borges, luego de la muerte de Victoria Ocampo.
por Candela Saldaña - 06 sep 2019
En los años que prosiguieron a la década de 1850, la política en la Argentina se transformó. Creció el lugar del debate, los “doctores” desplazaron a los “caudillos” y se formó una nueva ciudadania. De esa nueva ciudadanía, se destacaron los grandes proyectistas como Alberdi y Sarmiento. El país se vinculó con el mundo capitalista en expansión y comenzó a transformarse con la inmigración, la colonización, la agricultura, la producción de lana, la construcción de los ferrocariles y la modernización de las ciudades.
Pero a pesar de la fragorosa construcción del Estado, la vieja Argentina seguía presente y los conflictos en torno a las relaciones entre el poder central y las provincias aún causaban tensiones de todo tipo. Un personaje particular de la escena conflictiva porteña de la época buscaba el orden y la paz, ya que constituian la garantía de expresión legítima del pueblo y de la ciudadanía. Domingo Faustino Sarmiento creía fervientemente que la educación constituía un elemento clave para la formación de ciudadanos actívos y conscientes de sus derechos y deberes políticos y electorales. Propuso extender la alfabetización mediante un programa de educación popular. 80% fue el índice de alfabetismo de la población que logró la presidencia de Sarmiento desde 1868 a 1874.
Domingo Faustino Sarmiento
Este renombrado actor social de la historia nacional nació en San Juan el día 15 de febrero de 1811. Hijo de José Clemente Cecilio Quiroga Sarmiento y Paula Zoila Albarracín Irrazábal. Su padre y su tío, José Manuel Eufrasio Quiroga Sarmiento, le enseñaron a leer a los cuatro años. En 1816 ingresó a una de las llamadas “Escuelas de la Patria”, fundadas por los gobiernos de la Revolución. Cuando terminó la primaria tramitó una beca para estudiar en Buenos Aires. No la consiguió y tuvo que quedarse en San Juan, donde fue testigo de las guerras civiles que asolaban la provincia. Marchó al exilio en San Francisco del Monte, San Luis, junto a su tío, José de Oro. Allí fundaron una escuela que sería el primer contacto de Sarmiento con la educación. En 1827 se produjo un hecho que marcaría su vida: la invasión a San Juan de los montoneros de Facundo Quiroga. Decidió oponerse a Quiroga incorporándose al ejército unitario del General Paz. Con el grado de teniente, participó en varias batallas. Pero Facundo parecía por entonces imparable: tomó San Juan y Sarmiento decidió, en 1831, exiliarse en Chile. Es aquí que comienzan los romances escandalosos de los que muy pocos saben, los cuales ya son las cenizas del polvo viejo de los cuerpos de sus protagonistas. En el padre del aula, detrás de esa figura formal e impecable que altivamente enarbolaba, se escondía un hombre que no podía controlar el impulso de dejarse llevar por el deseo de la carne y la tentación arrolladora de las pasiones desenfrenadas. Era un hombre que poseía un excelente poder de oratoria que atraía a las jovencitas idealistas de la época, ya que lo cierto es que su apariencia no lo ayudaba demasiado.
En Chile, Sarmiento comienza a trabajar como maestro en San Francisco del Monte, donde conoce a una joven chilena de tan solo 16 años llamada Jesús del Canto. El fugaz amor de la pareja dejó una marca indisoluble en el tiempo, ya que tuvieron una hija, quien fuera bautizada como Faustina. La pareja no volvió a verse jamás, y la pequeña niña fue criada y educada por Doña Paula Albarracín, la madre de Sarmiento, con la ayuda de sus hermanas, en la humilde casa de San Juan. Aquella pequeña se convertiría con el transcurrir de los años en la única compañía de Sarmiento durante sus últimos días de vida en el Paraguay.
Benita Agustina Martínez de Sarmiento
Más de una década después de su primer amor, precisamente en 1845, y luego de un largo viaje por Europa, Estados Unidos y África, Sarmiento regresa a Chile, esta vez a Valparaíso, donde comienza una relación clandestina con Benita Martínez de Pastoriza, una mujer casada. Por aquella época, Benita da a luz a su único hijo, del cual siempre se ha dudado la identidad de su padre biológico, ya que muchos aseguran que se trata del hijo legítimo de Sarmiento. Lo cierto es que en 1848 el Padre del Aula regresa a Valparaíso con el objetivo de contraer matrimonio con Benita, además de adoptar al pequeño niño y darle su apellido, quien pasa a llamarse Domingo Fidel Sarmiento.
Luego de muchos años, Sarmiento regresa a Buenos Aires con 34 años de edad y se ve envuelto en la fina elegancia de una jovencita de 14 años. A quien había conocido de niña, pero que el paso de los años la habían convertido en una adolescente hermosa, inteligente y amante de la política: Aurelia Vélez Sársfield, hija de Dalmácio Vélez Sársfield, quien fuera amigo de Sarmiento. Aquella era la mujer ideal para él, pero lamentablemente aún estaba casado, y Aurelia también, ya que había contraído matrimonio con su primo Pedro Ortíz Vélez.
“Te amo con todas las timideces de una niña y con toda ia pasión de que es capaz una mujer. Te amo como no he amado nunca, como no creía que era posible amar. He aceptado tu amor porque estoy segura de merecerlo. Sólo tengo en mi vida una falta y es mi amor a ti. Perdóname encanto mío, pero no puedo vivir sin tu amor. Escríbeme, dime que me amas, que no estás enojado con tu amiga que tanto te quiere”. Aurelia Vélez Sarsfield da cuenta en estas palabras de un desgarrador amor, las de una jovencita tal vez ingeniua y embelezada por la formalidad de un hombre de ideales educativos oratorios de grandes alcances.
Aurelia Vélez
Dos años después de separse definitivamente de Benita Martínez, Sarmiento parte a Estados Unidos para desempeñarse como Embajador. Y a pesar de seguir enamorado de Aurelia, mantiene allí un romance con una joven profesora de inglés llamada Ida Wickersham, quien también estaba casada. Aquella aventura perdura por mucho tiempo, incluso mantuvieron el contacto a través de cartas; incluso en 1868, cuando regresa a la Argentina habiendo sido elegido Presidente de la República. Al cumplir los 77 años, Sarmiento parte hacia el Paraguay. Una vez allí, le escribe a su gran amor para que se reúna con él; a lo que Aurelia, quien también se confesó enamorada del Padre del Aula, responde de manera positiva viajando a su encuentro. Pero el destino cruel y castigador les jugaría una mala pasada, ya que Aurelia no alcanzó a hallarlo con vida, quien daría su último respiro el 11 de septiembre de 1888.
Sarmiento, el escritor, educador y estadista argentino, abrió muchas puertas capitalistas y culturales del mundo para la sociedad argentina de aquel entonces. Pero lo cierto es que podemos contar infinitas puertas de habitaciones de jovencitas que con esa misma facilidad abrió y cerró durante el despertar de sus pasiones. Tras esa figura de respetado educador quedaron acallados romances tan bien ocultos como escandalosos y verdaderos, que después de muchos años tenemos el poder de desempolvar.
por Candela Saldaña - 05 ago 2019
Entre 1814 y 1824 se desarrolló la segunda etapa de la lucha por la independencia de la América española. San Martín y Bolívar dirigieron acciones militares coordinadas que permitieron poner fin al dominio español en América del Sur. El primero emprendería sus campañas militares desde las Provincias Unidas al sur; y Bolívar, desde Venezuela al norte. Ambas fuerzas debían converger en el principal bastión realista, el Perú. Para llevar a cabo este plan continental tuvieron que organizar ejércitos más disciplinados y coordinar sus acciones.
Ante los sucesivos fracasos de las campañas al Alto Perú, San Martin concibió el plan de derrotar a los españoles primero en Chile y luego, por medio de una expedición marítima, en el Perú. Así se lograría aislarlos en el Alto Perú, región que quedaría como el último lugar a liberar en América del Sur. Para formar el ejército que cruzaría la cordillera de los Andes hacia Chile, asumió como gobernador de Cuyo en 1814. Desde 1816, el nuevo director supremo, Juan Martin de Pueyrredón, colaboró activamente, enviando dinero y recursos materiales para equipar a las tropas.
En el campamento de El Plumerillo, en Mendoza, fray Luis Beltrán dirigió un taller en el que hacían y reparaban armas. Se reunieron provisiones para alrededor de un mes: ganado en pie, galletas, harinas de maíz tostada, charqui (carne saldada), queso, vino, yerba mate, azúcar y ají picante. Para el mareo que provoca la altura llevaban ajos y cebollas. Se prepararon mantas y ponchos para abrigar a hombres y animales. Como el cruce debía ser hecho a lomo de mula, se alistaron 7.359 mulas de silla, además de las 1.922 para carga; y para cuando hubiera que pelear, 1.600 caballos. Atento a la salud de sus hombres, San Martín llevo 47 médicos de campaña. El Ejército de los Andes llegó a reunir más de 5.000 hombres.
A mediados de enero de 1817, el Ejército de los Andes comenzó el cruce de la cordillera por seis pasos diferentes. Dos columnas principales atravesaron por los pasos de Uspallata, al mando de Gregorio de Las Heras, y de Los Patos, bajo las órdenes de San Martin y del militar Bernardo de O’Higgins. Por los otros pasos –dos al norte y dos al sur de los principales- marcharon pequeños grupos de cien y doscientos hombres. A principios de febrero, las tropas llegaron a tierra chilena. Con el fin de confundir a los españoles de Chile, San Martin preparó un sistema de espionaje, al que denominó “guerra de zapa”.
Cuando faltaba poco para el cruce, dio información falsa sobre la cantidad de soldados y las rutas que seguirían a los pehuenches, los indígenas que controlaban los pasos al sur de los Andes. Tal como esperaba, estos vendieron esta información a los españoles. También envió al ingeniero Álvarez Condarco a Santiago de Chile para que averiguara datos sobre las fuerzas enemigas y reconociera los pasos cordilleranos.
El 12 de febrero de 1817, el Ejercito de los Andes derrotó a los españoles en la batalla Chacabuco. San Martin distribuyó su ejército en dos divisiones: la que debía avanzar por la derecha, la confió a Soler; y la de la izquierda, a O’Higgins. Ambas debían efectuar un ataque simultáneo y convergente sobre las posiciones enemigas. O’Higgins avanzó sin dificultad y olvidando la consigna, atacó de inmediato a las tropas realistas, pero fue rechazado. Advertido San Martín de que el combate se había iniciado antes de tiempo, ordenó a Soler que apurase su avance y luego embistió personalmente al enemigo con sus granaderos. En esas circunstancias, la división de Soler atacó el flanco izquierdo y los soldados enemigos buscaron su salvación en la huida.
Los españoles tuvieron 500 muertos, 600 soldados cayeron prisioneros y dejaron en el campo de batalla gran cantidad de armas, municiones, varias banderas y estandartes. Las pérdidas de los patriotas fueron escasas: 12 muertos y 120 heridos. En la mañana del 14 de febrero, San Martin entró con su ejército en la ciudad de Santiago, entre las aclamaciones de la multitud, aunque con su acostumbrada modestia eludió todos los homenajes. Igual actitud asumió cuando un Cabildo Abierto le quiso entregar el gobierno: entonces fue designado Director Supremo del Estado de Chile el general O’Higgins, quien declaró de inmediato la independencia chilena. Después de la derrota de Chacabuco, los realistas se agruparon al sur del territorio chileno. En marzo tomaron el campamento patriota de Cancha Rayada. A pesar de los esfuerzos de Mariano Osorio al frente de una flota con tropas de refuerzo y el ejército argentino-chileno comandado por San Martin la derrota fue inevitable. Sería la única batalla perdida del Ejército de los Andes.
Sobre la base de la división que había salvado de Las Heras, el general San Martin reorganizó su ejército y a mediados de abril contaba con 5.500 hombres, agrupados en nueve batallones: cinco chilenos y cuatro argentinos. La batalla de Maipú se libró el 5 de abril de 1818. San Martín dividió su ejército en tres cuerpos. La derecha, a las órdenes de Las Heras; la izquierda, al mando de Alvarado; y la reserva, dirigida por el general Hilarión de la Quintana. El triunfo del ejército unido aseguró la libertad de Chile y consolidó al mismo tiempo la independencia de la Argentina, amenazada por los realistas a través de los Andes. Permitió contar con una base segura para la expedición al Perú y sembró el desconcierto entre quienes apoyaban aún la causa del rey en tierras americanas.
Batalla de Maipú
En 1820, una flota al mando del irlandés Thomas Cochrane partió de Valparaíso rumbo al Perú, donde se libró la guerra contra los realistas por mar y por tierra. El dominio de las aguas era indispensable para llevar la guerra al Perú, el fuerte baluarte realista en América del Sur; y de acuerdo con un plan concebido por San Martin, se fue materializando en Chile la formación de una escuadra. Finalmente, logaron equiparse ocho naves de guerra y dieciséis transportes con 1600 tripulantes a las órdenes del almirante Cochrane. En ellas embarcaron 4300 soldados, de los cuales 2.300 eran argentinos del Ejército de los Andes y 1.800 pertenecieron al ejército de Chile. Mandaba con carácter de jefe supremo la expedición el general San Martin y lo acompañaban como integrantes del Estado Mayor los generales Las Heras y Antonio Álvarez de Arenales y el ex gobernador de Cuyo, Toribio Luzuriaga.
En 1821, San Martin logro apoderarse de Lima. El 28 de julio declaró la independencia peruana y fue nombrado Protector del Perú. En ese cargo, tomó medidas liberales como la abolición de la esclavitud y del tributo indígena y la difusión de la educación pública.
A más de 200 años de la mayor operación político-militar efectuada en el marco del proceso revolucionario y las guerras por la Independencia americana en el siglo XIX, nos encontramos con un personaje que se inmortalizó con un coraje que supo plasmar en el sentir de sus tropas y canalizó en vastos territorios americanos los ideales de la libertad. Dejando ver que hace más ruido un hombre gritando que cien mil que están callados.
por Candela Saldaña - 15 ago 2019
“Estos gallegos creen que nuestras bayonetas ya no cortan ni ensartan. Vamos a desengañarlos. Si nos faltan dinero y uniformes, vamos a pelear desnudos, como nuestros paisanos los indios. Seamos libres, que lo demás no importa nada.” Gral. José de San Martín
José de San Martín nació en Yapeyú, pueblo de las antiguas misiones jesuíticas, el 25 de febrero de 1778. Era hijo del oficial Juan de San Martín y de doña Gregoria Matorras, de igual nacionalidad. A los ocho años de edad, fue llevado a España por sus padres y estudió en el Seminario de Nobles de Madrid. Allí aprendió latín, francés, castellano, dibujo, poética, retórica, esgrima, baile, matemáticas, historia y geografía. En 1789, a los once años, ingresó como cadete al regimiento de Murcia. “El uniforme –escribe el historiador Mitre- era celeste y blanco y el joven aspirante vistió con él los colores que treinta años después debía pasear en triunfo por la mitad de un continente.” Con su regimiento, San Martín debió trasladarse al África y allí hizo su bautismo de fuego al defender valerosamente la ciudad de Oran contra un sitio de los moros (término para designar, sin distinción clara entre religión, etnia o cultura, a los naturales del noroeste de África o norte árabe). Entre 1793 y 1795, durante la guerra entre España y Francia, San Martín tuvo una actuación destacada en todos los combates en los que participó; y ascendió rápidamente en sus grados militares hasta llegar al de segundo teniente. En la guerra contra las fuerzas napoleónicas, y ya con el grado de Teniente Coronel, fue condecorado con la medalla de oro por su heroica actuación en la batalla de Bailén, el 19 de julio de 1808.
Después de este último combate, San Martin dio un nuevo rumbo a su existencia al seguir el llamado de su patria, que se había levantado contra su metrópoli. Decidió abrazar la causa de la emancipación americana. Había combatido por mar y por tierra veintiún años al servicio de España, pero juzgó llegado el momento de obedecer al dictamen de su conciencia. “Sin tener más que una vaga idea del verdadero estado de la lucha en América -escribe su contemporáneo, el general Guillermo Miller- resolvió marchar a serle tan útil como pudiera”. San Martin solicitó su retiro del Ejército Español; y al mismo tiempo, la autorización para trasladarse al Perú, con el pretexto de atender intereses personales. Concedida la baja, a mediados de septiembre, zarpó de Cádiz pero con destino a Inglaterra, luego de aceptar la valiosa ayuda del noble escocés lord Macduff. En Londres trabó amistad con varios americanos, entre ellos Manuel Moreno, Tomas Guido y el venezolano Andrés Bello. Estos jóvenes pertenecían a la sociedad secreta fundada por Miranda, que era matriz de la que funcionaba en Cádiz.
A fines del verano de 1812, el día 9 de marzo, arribó al puerto de Buenos aires, procedente de Londres, la fragata inglesa “Jorge Canning”, trayendo a su bordo a un varón de epopeya, el entonces teniente coronel José de San Martin, quien más tarde sería apellidado con justicia “el más grande de los criollos del nuevo mundo”. Soldado genial, abnegado y austero, sin más fortuna que su espada, llegaba a su patria para entregarse entero a la causa de la emancipación de medio continente. No trajo otros títulos que no fueran su destacada actuación militar en la península. Por tal causa, su presencia en Buenos Aires despertó recelos en los miembros del Triunvirato.
Sin embargo, disipadas las dudas, el 16 de marzo fue reconocido en su grado de teniente coronel. A mediados de noviembre se casó con María de los Remedios Escalada, nacida en Buenos Aires, el 20 de noviembre de 1797, hija de Antonio José de Escalada y Tomasa de la Quintana y Aoiz. Su familia era rica y prestigiosa y estaba vinculada a la causa patriota. Contrajo matrimonio con José de San Martín en Buenos Aires, el 12 de noviembre de 1812, cuando tenía 14 años de edad. Más adelante, ya en Mendoza, Remedios de Escalada fue la fundadora de la Liga Patriótica de Mujeres, con el objetivo de colaborar con el naciente Ejército de los Andes. Para ello, entre otros gestos, donó todas sus joyas. Falleció en Buenos Aires, el 3 de agosto de 1823. Antes de embarcar rumbo a Europa en 1824, su marido le hizo construir un sepulcro en el Cementerio de La Recoleta, cuyo epitafio reza: “Aquí yace Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”.
El gobierno encomendó a San Martín la organización de un escuadrón de caballería. Así surgió el más tarde famoso regimiento de Granaderos a Caballo, cuyo cuartel se estableció en el Retiro, al norte de la ciudad. San Martín eligió uno a uno los oficiales y soldados, todos ellos jóvenes de alta talla, física y moralmente sanos. Les enseñó en persona el manejo de las armas y su experiencia guerrera, a la vez que los dotó de un vistoso uniforme. “El jefe -escribe Ricardo Rojas- viste uniforme de paño azul con vivos rojos, botas de cuero opaco, sable corvo, espuelas y falucho forrado de hule.” Inculcó en sus hombres el culto de la dignidad y del coraje, para lo cual reglamentó un código de honor destinado a los oficiales del regimiento y que castigaba, entre otras faltas, la cobardía en acción de guerra. De esta manera, se forjó el heroico cuerpo que debía derramar su sangre en las luchas por la independencia, que tuvo su bautismo de fuego en el combate de San Lorenzo. Más tarde, se le encargó la jefatura del Ejército del Norte, en reemplazo del general Manuel Belgrano. Allí concibió su plan continental, comprendiendo que el triunfo patriota en la guerra de la independencia hispanoamericana solo se lograría con la eliminación de todos los núcleos realistas, que eran los centros de poder leales a mantener el sistema colonial en América. Nombrado gobernador de Cuyo, con sede en la ciudad de Mendoza, puso en marcha su proyecto: tras organizar al Ejército de los Andes, cruzó la cordillera del mismo nombre y lideró la liberación de Chile, en las batallas de Chacabuco y Maipú. Luego, utilizando una flota organizada y financiada por Chile, y luego de recibir instrucciones del Senado de Chile, atacó al centro del poder español en Sudamérica, la ciudad de Lima, y declaró la independencia del Perú en 1821. Finalizó su carrera de las armas luego de producida la Entrevista de Guayaquil con Simón Bolívar, en 1822, donde le cedió su ejército y la meta de finalizar la liberación del Perú.
Batalla de San Lorenzo
Tras regresar a Mendoza en enero de 1823, pidió autorización para regresar a Buenos Aires y reencontrarse con su esposa que estaba muy enferma. Bernardino Rivadavia, Ministro de Gobierno del gobernador Martín Rodríguez, se lo negó argumentando que no sería seguro para San Martín volver a la ciudad. Su apoyo a los caudillos del Interior y la desobediencia a una orden que había recibido del Gobierno de reprimir a los federales, le valió que los unitarios quisieran someterlo a juicio. Al empeorar la salud de su esposa, decidió viajar a Buenos Aires. Al llegar, su mujer ya había fallecido el 3 de agosto de 1823.
Al llegar a Buenos Aires, se lo acusó de haberse convertido en un conspirador. Desalentado por las luchas internas entre unitarios y federales, decidió marcharse del país con su hija, quien había estado al cuidado de su abuela. El 10 de febrero de 1824 partió hacia el puerto de El Havre (Francia). Tenía 45 años y era generalísimo del Perú, capitán general de la República de Chile y general de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Luego de un breve período en Escocia, se instalaron en Bruselas y poco después en París. Su mayor preocupación era la educación de su hija. En 1825 redactó las Máximas para Merceditas, donde sintetizaba sus ideales educativos. En marzo de 1829 intentó regresar nuevamente a Buenos Aires, al saber que había vuelto a estallar la guerra civil. Permaneció a bordo de incógnito, aunque fue descubierto. Su antiguo subordinado, el general Juan Lavalle, había derrocado y fusilado al gobernador Manuel Dorrego, pero ante la imposibilidad de vencer en la contienda, ofreció a San Martín la gobernación de la provincia de Buenos Aires, pero este juzgó que la situación a que había llevado el enfrentamiento solamente se resolvería por la destrucción de uno de los dos partidos. Respondió a Lavalle que: “el general San Martín jamás desenvainará su espada para combatir a sus paisanos”. Se trasladó a Montevideo donde permaneció tres meses para finalmente volver a Europa.
San Martín en su vejez
Durante los años que duró su exilio, San Martín mantuvo contacto con sus amigos en Buenos Aires, tratando de interiorizarse de lo que sucedía. En 1831 se radicó en Francia, en una finca de campo cercana a París. Por esos años tuvo lugar su encuentro con su antiguo compañero de armas en el ejército español, Alejandro Aguado, marqués de las Marismas del Guadalquivir, quien convertido en un exitoso banquero, lo designó tutor de sus hijos, con una buena paga. Tres años más tarde, gracias al dinero ahorrado con este trabajo y a la venta de las fincas con que lo habían premiado el Gobierno de Mendoza y el de Perú, se mudó a una casa que compró en la villa de Grand Bourg, actualmente parte de la ciudad de Évry, departamento de Essonne, a corta distancia de París.
José de San Martín fechó su testamento ológrafo en París el 23 de enero de 1844, en el que deja como única heredera a su hija. Entre sus cláusulas establecía:
1. Que Mercedes otorgue a su tía María Elena una pensión hasta su fallecimiento.
2. Que a la muerte de María Elena le otorgue una pensión a la hija de esta, Petronila.
3. Que su sable corvo favorito, el de las batallas de Chacabuco y Maipú, fuera entregado al gobernador porteño Juan Manuel de Rosas “como una prueba de la satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.
4. Prohibió la realización de funerales y de acompañamientos hasta el cementerio, “pero sí desearía que mi corazón fuese sepultado en Buenos Aires”.
5. Declaraba como su primer título el de generalísimo del Ejército del Perú.
En marzo de 1848, al estallar la revolución en París, se trasladó a una habitación alquilada en la ciudad costera de Boulogne-sur-Mer. Allí falleció a la edad de 72 años, a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850, en compañía de su hija, de su yerno y sus nietas. Finalizaba así, la vida de quien fue sembrado de laureles a su paso triunfal, llevando a cuestas los ideales de emancipación y libertad impartidos con orgullo, altivez y dignidad.
por Candela Saldaña - 27 jul 2019
Ser actriz en el Río de la Plata en los primeros años del siglo XIX, no era tarea sencilla. En general, se asociaba esta actividad a aquellas personas que no tenían ningún oficio, gozaban de dudosa reputación moral y se ganaban la vida trabajando en teatros callejeros. Para las mujeres fue una profesión más difícil aún. No obstante esto, algunas actrices lograron vencer limitaciones y prejuicios y convertirse en profesionales de la escena porteña. Cuando el Río de la Plata luchaba por la independencia, una actriz hacía teatro en medio de las bombas, paría hijos de padres distintos y sacudía las tablas con una mirada propia, femenina y escandalosa.
Una nueva mujer, adelantada a su época, cruzaba el umbral de la ética y la moral para escandalizar a la sociedad porteña de aquel entonces. Trinidad Guevara nació en Santo Domingo de Soriano, actual Uruguay, el 11 de mayo de 1798, siendo hija de la criolla Dominga Cuevas y del actor oriental Joaquín Ladrón de Guevara. Es considerada una de las primeras actrices argentinas. Tuvo un estilo propio y de avanzada, porque logró imponer la naturalidad en sus caracterizaciones, en oposición a la sobreactuación imperante de la época. Durante la década de 1820 se convirtió en “la favorita” de los teatros porteños.
Llegó a Buenos Aires en febrero de 1817 en compañía de Manuel Oribe, con quien tuvo a su hija Carolina Martina a los 18 años, en pleno estado de soltería. Al poco tiempo de la llegada a Buenos Aires, el militar volvió a Montevideo a poner sitio a la ciudad contra la ocupación portuguesa. Trinidad pudo incorporarse al elenco del Teatro Coliseo de Buenos Aires y se fue metiendo en el bolsillo al público porteño. A los 21 años reincidió en la maternidad sin tener un marido y, mostrando su cercanía con las ideas revolucionarias, bautizó Caupolicán a su hijo, en honor a un toqui mapuche que lideró la resistencia de su pueblo contra los conquistadores españoles.
A pesar de su exitosa carrera, su vida no fue fácil. En esos tiempos, las actrices eran poco dignas del respeto social. El público solía aplaudirlas pero, al mismo tiempo, ponía en duda su moralidad: para los parámetros sociales de la época, el ambiente teatral era considerado un “antro de perdición”; y dejar al descubierto los pies o representar papeles masculinos, se veía como una deshonra.
Trinidad Guevara representó papeles muy polémicos para el momento en que vivió, los cuales le valieron los elogios de la crítica y, a su vez, la censura moral de la sociedad porteña. Cuando se encontraba en la cúspide de su carrera, uno de sus principales enemigos fue el padre Castañeda; este sacerdote la atacaba en la prensa poniendo en tela de juicio su honorabilidad. En una ocasión, la acusó de utilizar en el escenario un medallón con el retrato de un hombre casado. “La Trinidad Guevara es una mujer que por su criminal conducta ha excitado contra sí el odio de las matronas y la execración de sus semejantes. Su impavidez la arroja hasta presentarse en el teatro con el retrato al cuello de uno de sus aturdidos que, desatendiendo los sagrados deberes de su legítima esposa y familia, vive con esta cómica […] esta Ana Bolena.”
Trinidad no era mujer de quedarse callada y decidió publicar un volante para responder a tales infames acusaciones. “Se me ha calumniado en un papel que bien podría servir de tumba a la libertad de imprenta en el país más fanático de ella. Según el autor, yo pertenezco a las furias, no a las mujeres. Pero, ¿he dicho yo alguna cosa en contra de ella o ha sido el mismo público? Y aunque fuera justo vengarse en mí, ¿sería preciso que un sacerdote periodista fuera el sacrificador y la gran Buenos Aires el templo donde yo fuera sacrificada? Yo soy acusada, más bien diré calumniada: hambre rabiosa con que despedazan a una mujer que nunca los ofendió. El pueblo ilustrado la reputará, no como una mujer criminal, sino infeliz”. Cuando reaparece en escena, después de varias noches, es recibida por el público con calurosos aplausos.
Además de los cuestionamientos a su moral, debió afrontar una coyuntura de crisis del teatro argentino. Por un lado, las formas de representación y las obras vinculadas al período colonial eran consideradas contrarias a los ideales revolucionarios. Por otro, la creación de un nuevo estilo dramático tardó más de una década en popularizarse; el teatro lirico que se aplica a las obras teatrales cantadas, en parte o en su totalidad, como la ópera, comenzó a ser incorporado como novedad artística proveniente de Europa.
Trinidad Ladrón de Guevara, 1860
Luego de una extensa y elogiada carrera artística, Trinidad Guevara se destacó como la interprete preferida del público: sabía dar vida y expresividad a sus personajes; era aplaudida y aclamada. Realizó destacadas interpretaciones en obras como “Hamlet”, “Otelo”, “Hernani”, “Pablo y Virginia”. En esta última, asombró al público al desempeñar un papel masculino. Audaz y llena de energía, en su vida privada desafío la moral impuesta a las mujeres de su tiempo: fue amante de un hombre casado, lo que escandalizó a la Iglesia porteña.
Fue censurada y acusada de ser una mujer prostituida. A raíz de esto, suspendió su actuación por un corto tiempo, pero se defendió con valentía y dignidad. Su reaparición en escena fue recibida con elogios y aplausos. Triunfó en los teatros de Córdoba, Mendoza, Santiago de Chile y Montevideo, donde actuó nuevamente en 1848, retornando siempre a Buenos Aires. Su carrera prosiguió con éxito. Afrontó la censura durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, razón por la cual tuvo que dejar de actuar. Su última interpretación fue en 1856, con “La Cisterna” de Albi, en el Teatro el Porvenir.
Trinidad Guevara, una gran actriz del teatro rioplatense, falleció en Buenos Aires en 1873, a los 75 años, olvidada, sin ningún comentario en la prensa porteña. Pero aun así, recordada por las generaciones que le siguieron, no solo como una increíble e incomparable intérprete en el medio artístico, sino como una precursora en la lucha del posicionamiento de la mujer, tanto en lo personal como en lo profesional. Su presencia marcó una huella indeleble en una sociedad que, surgida de la colonia y de los avatares de las guerras de independencia, avanzaba hacia un rompimiento de los cánones de su tiempo. Fue una actriz que se rebeló sin miedo frente a los paradigmas sociales, culturales, familiares y escénicos de la época. Supo hacer frente a la falsa moral y se dejó guiar por su intuición, convirtiéndose en una líder de la escena teatral de aquel caótico y agitado Virreinato del Río de la Plata.