por Candela Saldaña - 27 jul 2019
Ser actriz en el Río de la Plata en los primeros años del siglo XIX, no era tarea sencilla. En general, se asociaba esta actividad a aquellas personas que no tenían ningún oficio, gozaban de dudosa reputación moral y se ganaban la vida trabajando en teatros callejeros. Para las mujeres fue una profesión más difícil aún. No obstante esto, algunas actrices lograron vencer limitaciones y prejuicios y convertirse en profesionales de la escena porteña. Cuando el Río de la Plata luchaba por la independencia, una actriz hacía teatro en medio de las bombas, paría hijos de padres distintos y sacudía las tablas con una mirada propia, femenina y escandalosa.
Una nueva mujer, adelantada a su época, cruzaba el umbral de la ética y la moral para escandalizar a la sociedad porteña de aquel entonces. Trinidad Guevara nació en Santo Domingo de Soriano, actual Uruguay, el 11 de mayo de 1798, siendo hija de la criolla Dominga Cuevas y del actor oriental Joaquín Ladrón de Guevara. Es considerada una de las primeras actrices argentinas. Tuvo un estilo propio y de avanzada, porque logró imponer la naturalidad en sus caracterizaciones, en oposición a la sobreactuación imperante de la época. Durante la década de 1820 se convirtió en “la favorita” de los teatros porteños.
Llegó a Buenos Aires en febrero de 1817 en compañía de Manuel Oribe, con quien tuvo a su hija Carolina Martina a los 18 años, en pleno estado de soltería. Al poco tiempo de la llegada a Buenos Aires, el militar volvió a Montevideo a poner sitio a la ciudad contra la ocupación portuguesa. Trinidad pudo incorporarse al elenco del Teatro Coliseo de Buenos Aires y se fue metiendo en el bolsillo al público porteño. A los 21 años reincidió en la maternidad sin tener un marido y, mostrando su cercanía con las ideas revolucionarias, bautizó Caupolicán a su hijo, en honor a un toqui mapuche que lideró la resistencia de su pueblo contra los conquistadores españoles.
A pesar de su exitosa carrera, su vida no fue fácil. En esos tiempos, las actrices eran poco dignas del respeto social. El público solía aplaudirlas pero, al mismo tiempo, ponía en duda su moralidad: para los parámetros sociales de la época, el ambiente teatral era considerado un “antro de perdición”; y dejar al descubierto los pies o representar papeles masculinos, se veía como una deshonra.
Trinidad Guevara representó papeles muy polémicos para el momento en que vivió, los cuales le valieron los elogios de la crítica y, a su vez, la censura moral de la sociedad porteña. Cuando se encontraba en la cúspide de su carrera, uno de sus principales enemigos fue el padre Castañeda; este sacerdote la atacaba en la prensa poniendo en tela de juicio su honorabilidad. En una ocasión, la acusó de utilizar en el escenario un medallón con el retrato de un hombre casado. “La Trinidad Guevara es una mujer que por su criminal conducta ha excitado contra sí el odio de las matronas y la execración de sus semejantes. Su impavidez la arroja hasta presentarse en el teatro con el retrato al cuello de uno de sus aturdidos que, desatendiendo los sagrados deberes de su legítima esposa y familia, vive con esta cómica […] esta Ana Bolena.”
Trinidad no era mujer de quedarse callada y decidió publicar un volante para responder a tales infames acusaciones. “Se me ha calumniado en un papel que bien podría servir de tumba a la libertad de imprenta en el país más fanático de ella. Según el autor, yo pertenezco a las furias, no a las mujeres. Pero, ¿he dicho yo alguna cosa en contra de ella o ha sido el mismo público? Y aunque fuera justo vengarse en mí, ¿sería preciso que un sacerdote periodista fuera el sacrificador y la gran Buenos Aires el templo donde yo fuera sacrificada? Yo soy acusada, más bien diré calumniada: hambre rabiosa con que despedazan a una mujer que nunca los ofendió. El pueblo ilustrado la reputará, no como una mujer criminal, sino infeliz”. Cuando reaparece en escena, después de varias noches, es recibida por el público con calurosos aplausos.
Además de los cuestionamientos a su moral, debió afrontar una coyuntura de crisis del teatro argentino. Por un lado, las formas de representación y las obras vinculadas al período colonial eran consideradas contrarias a los ideales revolucionarios. Por otro, la creación de un nuevo estilo dramático tardó más de una década en popularizarse; el teatro lirico que se aplica a las obras teatrales cantadas, en parte o en su totalidad, como la ópera, comenzó a ser incorporado como novedad artística proveniente de Europa.
Trinidad Ladrón de Guevara, 1860
Luego de una extensa y elogiada carrera artística, Trinidad Guevara se destacó como la interprete preferida del público: sabía dar vida y expresividad a sus personajes; era aplaudida y aclamada. Realizó destacadas interpretaciones en obras como “Hamlet”, “Otelo”, “Hernani”, “Pablo y Virginia”. En esta última, asombró al público al desempeñar un papel masculino. Audaz y llena de energía, en su vida privada desafío la moral impuesta a las mujeres de su tiempo: fue amante de un hombre casado, lo que escandalizó a la Iglesia porteña.
Fue censurada y acusada de ser una mujer prostituida. A raíz de esto, suspendió su actuación por un corto tiempo, pero se defendió con valentía y dignidad. Su reaparición en escena fue recibida con elogios y aplausos. Triunfó en los teatros de Córdoba, Mendoza, Santiago de Chile y Montevideo, donde actuó nuevamente en 1848, retornando siempre a Buenos Aires. Su carrera prosiguió con éxito. Afrontó la censura durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, razón por la cual tuvo que dejar de actuar. Su última interpretación fue en 1856, con “La Cisterna” de Albi, en el Teatro el Porvenir.
Trinidad Guevara, una gran actriz del teatro rioplatense, falleció en Buenos Aires en 1873, a los 75 años, olvidada, sin ningún comentario en la prensa porteña. Pero aun así, recordada por las generaciones que le siguieron, no solo como una increíble e incomparable intérprete en el medio artístico, sino como una precursora en la lucha del posicionamiento de la mujer, tanto en lo personal como en lo profesional. Su presencia marcó una huella indeleble en una sociedad que, surgida de la colonia y de los avatares de las guerras de independencia, avanzaba hacia un rompimiento de los cánones de su tiempo. Fue una actriz que se rebeló sin miedo frente a los paradigmas sociales, culturales, familiares y escénicos de la época. Supo hacer frente a la falsa moral y se dejó guiar por su intuición, convirtiéndose en una líder de la escena teatral de aquel caótico y agitado Virreinato del Río de la Plata.