por Candela Saldaña - 16 oct 2019

 

Existe en el diccionario una palabra tan controvertida y evocadora que su sola mención conjura una gran profusión de imágenes y sensaciones; esa palabra es “brujería”.  Durante el período de la baja Edad Media, el cual duró diez siglos, las brujas eran consideradas como hechiceras.  Elaboraban pócimas, predecían el futuro, provocaban el naufragio de barcos y eran las culpables de las tormentas de viento.  Para el resto del mundo, estas eran razones suficientes para justificar su persecución y ejecución en la hoguera; eran consideradas como instrumento del caos y autoras de todos los males.  Entonces, se creía que el único modo de librar al mundo de tal malignidad era por medio del fuego purificador.

 

Esta tarea estuvo a cargo de la Iglesia Católica Apostólica Romana de la Edad Media, con la introducción, de la llamada Santa Inquisición, en 1184.  La cual fue un sistema de medidas represivas de orden espiritual promulgadas simultáneamente por el poder eclesiástico, en defensa de la ortodoxia religiosa y del orden social, amenazados por las doctrinas de la herejía.

 

Por esta razón, la Santa Inquisición dictaminó un texto llamado Malleus Maleficarium (“El Martillo de las brujas”) que representó para la época un verdadero registro de la existencia de brujas y las maneras efectivas de su eliminación.  Esta mitigación de la maldad debía ser por medio de procedimientos de tortura o muerte en la hoguera.  Las principales víctimas de la aplicación de este tratado fueron las mujeres, ya que el texto estaba impregnado de una profunda misoginia.

 

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Para obtener la confesión de las brujas que se mostraban reacias a hablar, se inventaron muchos instrumentos de tortura.  Algunos implementados durante la época fueron el garrote vil, la doncella de hierro, la máquina aplasta senos y muchos otros más.  El método de tortura mayormente utilizado, y a la vez el más controversial, fue el de la silla de las brujas de Gamber, la cual estaba fabricada en hierro y cubierta de clavos.  El acusado era obligado a estar sentado en la silla, mientras esta se calentaba al rojo vivo.  A la consiguiente confesión solía seguir la ejecución en la hoguera; pero en algunos condados de Inglaterra se recurría al ahorcamiento en plazas públicas.  Se llevaron a cabo un gran número de juicios y procesos para identificar a muchas mujeres como practicantes de brujería.

 

En Europa, el terror de la herejía se convirtió en una epidemia y se alcanzaron las cifras más altas de procesos contra brujería y prácticas de tortura.  Señores feudales y campesinos se convirtieron tanto en acusadores como en acusados.  La obsesión paranoica alcanzó proporciones inmensas.

 

Como se promulgaba que por una antigua tradición las brujas sobrevivían si estaban unidas bajo una fuerte autoridad y se organizaban en aquelarres de 12 miembros, en algunas ciudades la población femenina fue prácticamente exterminada.  Fueron tantos los afectados a medida que pasaba el tiempo en la Edad Media que, sobre todo en aquellos pequeños pueblos donde no existía ningún tipo de autoridad, los mismos habitantes se encargaban de matar a aquellos que ellos sospechaban del algún tipo de sacrilegio.  Estudios actuales, han demostrado que a lo largo de la Edad Media más de 100.000 mujeres fueron condenadas; y en torno a este número, 50.000 ejecutadas.

 

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Con la instauración de la Santa Inquisición se dejó de pensar en las brujas como hechiceras que adoraban a la madre naturaleza y que se encontraban arraigadas a los poderes curativos de la tierra, sino más  bien a caracterizarlas como esclavas de Satán.

 

Según la Iglesia, las mujeres eran las que mayor contacto tenían con estas prácticas debido a que sucumbían fácilmente a la maldad del diablo y a los placeres carnales que este les ofrecía.  Para incrementar la creencia y el temor del pueblo, la Iglesia definió a la brujería como herética e inició una desmedida persecución de 1000 años.

 

Diablos, brujas y hechiceros eran los que atentaban contra la fe y la ley divina que enarbolaba el cristianismo.  Para combatirlos, no solo era necesario que dieran por sentado su existencia, sino también contar con todos los medios para exterminar su influencia sobre la vida de las personas.  Esta malignidad culminaría con el juicio final emanado por el fuego de los ángeles divinos, quienes castigarían las almas pecadoras y adúlteras de estas herejes bajo la intensa mirada acusadora de la Santa Inquisición.