por Candela Saldaña - 22 dic 2019
Nuestro histórico cementerio de la Recoleta es un lugar lleno de un sinfín de historias. Algunas de ellas cuentan pasiones desenfrenadas, amores trágicos, odios miserables y traiciones que transcienden la muerte. Bóvedas realmente preciosas, con influencia de las arquitecturas francesa e inglesa, pertenecientes a las familias más ricas de la socialité argentina, que mandaron a construir verdaderas maravillas para sus hijas, hijos, madres, esposas etc. Yacen en los fríos mármoles los restos de escritores, héroes de guerra y hasta presidentes. Los sucesos que envuelven las muertes de estos personajes de nuestra historia, resuenan entre las callecitas y diagonales estrechas del cementerio.
He aquí una de las incontables historias que demuestran que los mitos transmitidos de generación en generación, que perduran entre estos rincones llenos de bóvedas y ataúdes, son verdaderos relatos cautivantes de la vida cotidiana.
Rufina Cambaceres
Rufina Cambaceres pasó por esta vida casi como en un suspiro, en una amarga mezcla de amor, horror y tragedia. Fue la hija del escritor argentino Eugenio Cambaceres y la bailarina italiana Luisa Bacichi. Único fruto de este matrimonio a quien desde la más tierna edad persiguió la censura de la que fue víctima su madre, quien era apodada por la "gente bien" como "La Bachicha", en burlesca alusión a su apellido y origen. Tiempo después, cuando Rufina era niña, su padre murió enfermo de tuberculosis, y así Luisa y ella quedaron solas, en un palacete sito en la calle Montes de Oca; y una estancia, "El Quemado", como parte de su herencia.
La niña desarrolló un carácter contenido y solitario. Mientras que su madre, un par de años después de la muerte de Cambaceres, pasó a convertirse en "la querida" de Hipólito Yrigoyen, el único presidente soltero que tuvo la Argentina; y con quien tuvo luego un segundo hijo, Luis Herman, el cual solicitó autorización para usar el apellido Irigoyen, anteponiéndolo a su apellido materno, lo que fue aceptado por la Justicia. Luisa Bacichi estuvo en silencio junto a Yrigoyen desde la primera presidencia, sin que esto tomase estado público oficial. Para ese entonces, Rufina ya había cumplido catorce años, era muy agraciada y cantidad de pretendientes rondaban la antigua casona de Montes de Oca.
Corría el año 1902. El 31 de mayo Rufina cumplía sus diecinueve años, y Luisa había dispuesto una importante celebración para terminar luego la noche en el Teatro Colón disfrutando de una función lírica. Sin embargo, el destino movió los hilos en un sentido diferente. Ese día del cumpleaños diecinueve de Rufina, mientras ella se estaba arreglando para dirigirse al teatro, recibió de labios de su amiga íntima una revelación que desencadenaría los hechos subsiguientes. Esta le confesó un secreto que había mantenido bajo resguardo durante largo tiempo y sintió el momento de revelarlo. El hombre a quien Rufina le había entregado su corazón y alma era el amante de su propia madre. Hipólito Yrigoyen se encontraba entrando y saliendo de las habitaciones de madre e hija. El impacto que le produjo esta confidencia ocasionó a Rufina tan lacerante dolor, que su corazón literalmente se destrozó y le provocó la muerte en el acto.
Ese fue el momento en que Luisa oyó el aullido pavoroso de la mucama que halló a Rufina, corrió a su recámara y la halló tendida en el suelo, inmóvil, muerta. Uno de los médicos presentes diagnosticó un síncope. Tres médicos certificaron que Rufina había muerto. Hipólito Yrigoyen se cuidó de acompañar a Luisa e inhumar sus restos en la Recoleta. Sin embargo, esta funesta historia no había acabado aún; el espanto recién comenzaba. Un par de días más tarde, el cuidador de la bóveda de los Cambaceres debió comunicar a Luisa que descubrió abierto y con la tapa quebrada el féretro de Rufina. El cajón se había movido; y cuando lo abrieron, encontraron a la joven con el rostro y las manos arañados y amoratados.
Se cuenta que Rufina habría sido víctima de un ataque de catalepsia y despertó en la oscuridad del sepulcro para rendirse y volver a morir después de una desconsolada y estéril pelea. Una versión más resonada del suceso relata que la madre de Rufina le proporcionaba un somnífero a su hija para poder encontrarse clandestinamente con su amante, que era verdaderamente el pretendiente de la hija. Parece que esa noche, la joven tomó una dosis más fuerte e ingresó en un coma profundo, del que despertó, pero en la oscuridad de su propia tumba.
Entonces este sería el motivo por el cual en el monumento que recuerda a Rufina se la representa tratando de abrir el picaporte de una puerta. Imagen dolorosa y trágica, de un escape que no pudo concretar.