por Patricia Grau-Dieckmann - 13 nov 2023

 

Es sabido que los antiguos artistas griegos buscaban el equilibrio entre la belleza del diseño y la apariencia de naturalidad. Se cree que partían de una cuidada reproducción de un hombre real e iban eliminando los aspectos que no les gustaban, lo hermoseaban y quitaban las irregularidades. Los rostros de sus obras no traducían jamás algún sentimiento determinado: eran inexpresivos, ya que cualquier movimiento de las facciones podía destruir la sencillez regular de la cabeza.

 

Muchos pueblos de la Antigüedad recurrieron a un “canon particular” para obtener proporciones tendientes a lograr la armonía en sus creaciones. Se trataba de un módulo o unidad que servía de base para calcular todas las medidas de un cuerpo humano y relacionarlas entre sí.

 

Los egipcios mantuvieron un canon invariable hasta el siglo VII a.C. El módulo básico egipcio era el puño cerrado, medido sobre los nudillos a través de la anchura de la mano, incluyendo el dedo pulgar. Tres puños equivalían a un pie y seis pies (o dieciocho puños) a un cuerpo entero.

 

23 11 13 PGD La eterna belleza de los griegos Parte 1 1

Reconstrucción del canon de una figura humana egipcia. Cada cuadrado representa un puño.

 

Los artistas griegos se inspiraron en los egipcios para crear diseños equilibrados en sus propias esculturas. Sin embargo, a diferencia de ellos, el canon griego estaba basado en una cabeza como medida de referencia: entraban exactamente siete en un cuerpo. Durante el clasicismo (siglo V a.C.) se elevó la altura del hombre ideal a siete cabezas y media y en el siglo IV a.C. se alargó a ocho, lo que dio como resultado figuras más estilizadas y menos realistas.

 

Galeno, el famoso médico griego del siglo II d.C., escribió que la belleza del ser humano “(…) no surge en la proporcionalidad o simetría de sus partes constituyentes, sino en la proporcionalidad de partes tales como la de dedo a dedo y la de todos los dedos con respecto a la palma y la muñeca, y la de éstas con el antebrazo, y la del antebrazo con el brazo y, de hecho, de todo con respecto a todo lo demás” (Galeno, De temperamentis). Y Policleto, escultor griego del siglo V a.C., escribió el libro Kanon (hoy perdido) explicando los principios canónicos en que se basaba. Pero también fue creador de una técnica que cambiaría para siempre la apariencia de las estatuas griegas: el contrapposto. Pasará a la historia como uno de los artistas más geniales del mundo griego.

 

(Continuará)

 

 

por Patricia Grau-Dieckmann - 12 sep 2023

 

En el siglo IV a.C., el griego Apeles alcanzó su gloria como pintor en la corte del rey Filipo II de Macedonia y de su hijo Alejandro Magno. Ninguna de sus obras sobrevivió aunque existe una descripción de su pintura La Calumnia según el relato del escritor Luciano de Samósata (s. II d.C.). La intención de Apeles fue denunciar una calumnia de la que había sido objeto y por la cual estuvo a punto de ser ejecutado por el faraón Ptolomeo IV Filopator.

 

Botticelli, que consideraba idealmente a la Antigüedad como un objetivo de perfección que no había vuelto a repetirse, quiso recrear esta obra basándose en las palabras del escritor. Ubica la escena en una arquitectura clásica de arcos de medio punto, con estatuas y relieves de personajes mitológicos y del Antiguo Testamento. Los protagonistas de la escena principal están dotados de una intensa angustia, típica del fuerte sentimiento religioso despertado por el ascetismo pregonado por el monje Savonarola. Esa fase de inquietud espiritual provocó en Botticelli que pintara escenas irreales, aunque dramáticas.

 
23 09 12 PGD Brillo y oscuridad en Botticelli Parte 3 1

Sandro Botticelli, 1495, 62 x 91, óleo sobre madera, Galería de los Uffizi, Florencia.

 

El artista respetó la descripción de Luciano e ilustró a los protagonistas como sigue: a la derecha, representando a un mal juez, está sentado un hombre con corona y con grandes orejas de burro, aludiendo al rey Midas. De uno y otro lado, susurrándole consejos malignos, están Ignorancia y Sospecha.

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Se aproxima la Calumnia, una bella mujer con una antorcha encendida y arrastrando por los cabellos a un hombre joven que representa a la Inocencia, falsamente acusado. La Calumnia es guiada de la mano por la Envidia -un hombre macilento con ropas raídas con estilo monjil- que encenderá el fuego del rencor. Dos mujeres acompañan a Calumnia: son Traición y Engaño, quien trenza flores en el cabello de la Calumnia para hacerla más atractiva a los ojos del juez.
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A continuación, aislada del grupo, se encuentra una anciana vestida con harapos negros que mira hacia atrás, llorando. Es el Arrepentimiento, que gira la cabeza para contemplar a la última figura del conjunto. Esta es la Verdad, que se presenta desnuda, apuntando con su dedo hacia el cielo, invocando la justicia celestial. Pero estos dos últimos personajes parecen haber llegado demasiado tarde para salvar a la Inocencia.

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La imagen de la Verdad desnuda nos remite a la Venus del Nacimiento, aunque no sólo las separan once años sino una concepción religiosa diferente. El neoplatonismo del Nacimiento ha dado paso a un fanatismo cristiano ascético.

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La Venus primitiva, cuyos detalles anómalos en su cuello, brazo y pie en el aire no advertimos a simple vista, luce perfecta en su aparente equilibrio. La Verdad desnuda, perfecta en sus proporciones, se ha apropiado de los pies de la Venus y, en una réplica exacta de los mismos, los ha apoyado firmemente en el suelo. Sandro ha abandonado los rostros calmos y lánguidos de sus primeros tiempos, pero no ha podido evitar retornar a esos pies que fueron la base de su pintura cumbre.

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por Patricia Grau-Dieckmann - 11 jul 2023

 

Alessandro di Mariano Filipepi (1445-1510) pasó a la historia como Sandro Botticelli. Está considerado entre los más grandes artistas del Renacimiento y de la historia del arte. Fue criado por su hermano mayor Juan, a quien le decían Boticello. No se sabe si el apodo se debía a que era un gran bebedor, a que fabricaba botijos de cuero o a que era bajito y gordo como un botijo. El pequeño, a quien Juan le llevaba 25 años, recibió el diminutivo de Sandro y el apodo de Botticelli.

 

Vivió siempre en su nativa Florencia, salvo por un corto período en el que fue a pintar a la Capilla Sixtina, en Roma. Su dibujo es neto y ligero, sin interés en representar paisajes. Sus desnudos son “virginales” y castos, absolutamente carentes de cualquier referencia al sexo. Creó un tipo de mujer florentina rubia extraordinariamente bella y lánguida. Se cree que se inspiró en la mujer que logró cautivar a toda Florencia con su hermosura, discreción y encanto: Simonetta Vespucci, muerta de tuberculosis a los 23 años, sumiendo a toda la ciudad en una desoladora tristeza. Sus obras son pletóricas de claridad y paz, equilibrio y perfección.

 

El Nacimiento de Venus es considerada una de sus obras cumbre. Representa a la Venus Urania nacida de la fecundación de la espuma del mar por el miembro castrado de Urano. Empujada hacia la costa de Chipre por el soplo del viento Céfiro -quien sostiene a la ninfa Chloris-, es recibida y envuelta con un manto por la Hora de la Primavera. Su mirada está ausente y su pose es la de la Venus Púdica, en la que se tapa los pechos y el pubis.

 

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Sandro Botticelli, El nacimiento de Venus, 1484, 278,5 x 172,5, Temple s/lienzo, Galería de los Uffizi, Florencia.

 

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Venus Capitolina o Púdica, copia romana s. II d.C. de un original griego, Museos Capitolinos, Roma.

 

Es considerada la más hermosa de las mujeres pintadas por Botticelli. Aunque sus proporciones no son del todo naturales y, al admirar su belleza, no nos damos cuenta del tamaño desproporcionado de su cuello, de la pronunciada caída de sus hombros y del extraño modo en que cuelga del torso el brazo izquierdo. Sin embargo, en su totalidad, es absolutamente armónica y equilibrada. Es probable que se trate del retrato real de Simonetta Vespucci.

 

Pero esta claridad compositiva y la serenidad de los personajes cambiarán cuando Sandro caiga bajo el influjo del monje dominicano Girolamo Savonarola. Su exaltada y violenta predicación contra las vanidades, impulsarán a Botticelli a producir obras plenas de sombría tristeza.

(Continuará)

 

 

por Patricia Grau-Dieckmann - 15 ago 2023

 

La influencia del monje dominicano Girolamo Savonarola en la pintura de Botticelli se manifestó en el abandono de su típico estilo lánguido y pleno de belleza, gracia y gallardía. En su nueva expresión prevalecieron el dramatismo, el amontonamiento de personajes y un cierto caos. Sus obras se tornaron trágicas y desbordantes de patetismo. Las figuras se muestran amontonadas, dificultando la separación visual entre ellas.

 

El dominico predicaba la austeridad extrema y la lucha contra la vanidad, organizando quemas públicas de elementos suntuarios (vestimentas, muebles, obras de arte). Los seguidores del monje, los “piagnoni” o plañideros, asaltaban en bandadas las residencias florentinas y robaban objetos para arrojarlos a la “hoguera de vanidades”.

 

En la cúspide de su devoción hacia el monje, el pintor llegó incluso a arrojar algunas de sus propias obras a las fogatas populares. Esta etapa calamitosa para el arte terminó en 1498 con la ejecución en la hoguera de Savonarola. Botticelli pintó un tiempo más y luego cesó su actividad.

 

En 1495, bajo la plena influencia del predicador, Sandro pintó la Piedad de Milán, o Compianto, que refleja una angustiosa tensión de los personajes doblegados por el dolor, formando entre sí una masa compacta, imbricados unos con otros.

 

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Sandro Botticelli, Piedad, 1495, 107 x 71, temple sobre tabla, Museo Poldi Pezzoli, Milán.

 

El núcleo central ocupa prácticamente todo el espacio de la obra. En la zona inferior, un arco lacerante describe el cuerpo de Cristo apoyado en el regazo de su madre. La Virgen María, exánime, está sostenida por San Juan Evangelista y una de sus hermanas, María Salomé o María de Cleofás. La otra hermana se encuentra en el lado opuesto y, encorvada, cubre su rostro con desesperación. La estructura de la composición es piramidal, culminando con un personaje vistiendo un disruptivo color naranja y portando la corona de espina y tres clavos, al que identifican con José de Arimatea.

 

En ese mismo año, 1495, Botticelli pinta una de sus más enigmáticas obras, La calumnia de Apeles. Sorprendentemente, esta confusa recreación de una pintura del siglo IV a.C. termina reconectando inesperadamente al oscuro Botticelli de Savonarola con el luminoso pintor de El nacimiento de Venus.

 

(Continuará)

 

 

por Patricia Grau-Dieckmann – 19 mar 2023

 

Las primeras descripciones del unicornio se conocen desde principios del siglo V a.C.. A partir de ese entonces, el extraño animal comenzó a formar parte de numerosos escritos, incluyendo referencias en el Antiguo Testamento.

 

Pero el verdadero auge del unicornio fue en la Edad Media, con textos que describen sus características, su comportamiento, sus propiedades curativas, sus amores por las mujeres vírgenes y su odio por los elefantes, entre otros relatos extraños.

 

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Tapiz del Unicornio: El Unicornio purifica el agua envenenada, The Cloisters, Nueva York. Proveniente del sur de los Países Bajos, 1495/1505 (3,683 m x 3,785 m)

 

Su cuerno era un alexifármaco, un contraveneno: actuaba como antídoto contra todos los venenos y enfermedades. Era un remedio contra la fiebre, curaba la mordedura de los perros rabiosos y la picadura de los escorpiones, resultaba efectivo contra la pérdida de memoria, prolongaba la juventud y era un freno eficaz contra las plagas.

 

Justamente esta propiedad para neutralizar o detectar venenos hacía que el cuerno del unicornio fuera tan codiciado. Papas, reyes, nobles, abadías, todos tenían por lo menos un cuerno para protegerlos contra los envenenamientos. Carlomagno poseía uno que le había regalado Harún-al-Raschid, el califa de las Mil y Una Noches. La abadía de St. Denis, la catedral de San Marcos en Venecia, la catedral de Milán, la de San Pablo en Londres, la abadía de Westminster y todas las sedes importantes, tenían (y algunas aún lo conservan) su propio cuerno.

 

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Supuesto cuerno de unicornio, Musée de Cluny/ Musée National du Moyen Âge, París

 

En épocas en que el envenenamiento era una práctica común entre aliados y parientes, en los banquetes se llevaba a cabo “une épreuve de licorne”, la “prueba del unicornio”, en la que un funcionario de la casa daba la vuelta alrededor de la mesa tocando alimentos y bebidas con el cuerno. Si este comenzaba a sudar, es que algún veneno se encontraba cerca.

 

Un “verdadero” cuerno de unicornio costaba diez veces su peso en oro cuando se vendía en pequeños fragmentos o en polvo. Una pieza completa costaba el doble. El que poseía Lorenzo el Magnífico se vendió a su muerte por unos 480.000 dólares actuales. El elevado costo promovió las numerosas falsificaciones fabricadas con cuernos comunes quemados, barbas de ballena, arcillas, huesos de perros, de cerdos y de animales fósiles.

 

A pesar de estos fraudes, existían varios métodos para verificar la autenticidad: se colocaba el elemento en un recipiente junto con tres escorpiones grandes y vivos y se tapaba. Si a las cuatro horas los escorpiones estaban muertos, era auténtico. También se envenenaba a dos palomas con arsénico y a una se le daba polvo del cuerno. Si esta revivía, el material era auténtico. Y, por último, se encerraba a una araña en un círculo dibujado en el suelo con un cuerno de unicornio. Si la araña no podía cruzar la línea y moría de hambre, era un cuerno genuino.

 

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Tapiz de La Dama del Unicornio, Sentido de la Vista, Musée de Cluny/ Musée National du Moyen Âge, París

 

Pero la gran falsificación se hacía con lo que se conocía como el “auténtico cuerno de unicornio”, que poseía todas las características que atestiguaban su legitimidad: era recto, largo y espiralado. Y, por encima de todo, existía en realidad. Esos objetos milagrosos que tanto enorgullecieron -y costaron- a sus poseedores, eran colmillos de narval, un gran cetáceo del Ártico cuyos machos presentan un cuerno muy largo y retorcido helicoidalmente que puede llegar a medir hasta tres metros.

 

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Cuerno de narval, Metropolitan Museum, Nueva York, 2, 44 m

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Narval

 

A pesar de todas las fantasías y falsificaciones que se tejieron acerca del unicornio, su existencia no fue puesta en duda ni aún por las grandes mentes de la historia. En rigor de verdad, no hay ninguna razón para creer que no existiera, especialmente si se lo compara con otros animales extraños como el camello, la jirafa, el oso hormiguero. Aunque en la Europa medieval nadie hubiera visto un unicornio, creían igualmente en ellos, así como no dudaban de la existencia de leones y elefantes sin siquiera haber divisado uno de lejos.

 

Aunque casi nadie conoce sus otras historias -mucho más cruentas y enjundiosas que su relación con el veneno aquí relatada- lo cierto es que este animal ha subsistido hasta nuestros días básicamente como imagen de ternura, especialmente en juguetes y vestimentas infantiles. Se podría concluir que, pese a todos los enigmas que rodean su equívoca existencia, si hubo un animal que mereció existir para conformar las fantasías de muchas generaciones, ese fue el unicornio.

 

"Exista o no un unicornio real (…), no puede ser tan fascinante o tan importante como las cosas que los hombres soñaron, pensaron y escribieron sobre él." (Odell Shepard)