por Patricia Grau-Dieckmann - 27 abr 2024

 

Policleto, el escultor griego más famoso e innovador, activo a mediados del siglo V a.C., cambió para siempre la estatuaria helena al crear la que probablemente sea la estatua griega más famosa: el Doríforo (440 a.C.). Descubierta en 1797 en un gimnasio de Pompeya, la copia en mármol del original en bronce de Policleto fue inmediatamente reconocida —pese a hallarse en pedazos— como el modelo descrito por Policleto en el Kanon. Se trataba del Doríforo, el “portador de lanza” (del griego δορυφόρος), actualmente alojada en el Museo Nacional de Nápoles.

 

Policleto recurre a un artilugio que a partir de ese momento adoptarán la mayoría de los escultores para lograr el equilibrio: el contrapposto, que alterna miembros tensos con relajados. Todo el peso descansa sobre la pierna derecha, por lo que la cadera correspondiente se eleva. Esta pierna está trabada en la rodilla para permitir el libre movimiento de la pierna izquierda que, al no tener que soportar ningún peso, hace que la cadera izquierda caiga y el pie pueda moverse hacia atrás, apenas apoyando la punta. El hombro izquierdo se eleva ligeramente. El brazo derecho cuelga relajado y el hombro correspondiente cae. Para lograr una mayor estabilidad en esta copia de mármol de 750 kilos se recurre a lo que simula ser un tronco de árbol, lo que le da la solidez necesaria. La creación del recurso del contrapposto permitió experimentar con nuevas poses que muestran un contraste muy marcado con la simetría estática de los kuroi.

 

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Policleto, Doríforo, s. V a.C., 213,3 cm, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Copia romana en mármol del original griego en bronce.

 

En su Kanon, Policleto consolidó el canon de las proporciones en siete cabezas, expresando la belleza vital del cuerpo, eternizándolo en su perfección. Este joven de 213,5 cm, ideal en su magnificencia masculina, está en actitud de marcha y sus brazos se encuentran cada uno en diferente posición.

 

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Policleto, Doríforo, s. V a.C., 213,3 cm, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

 

Se ha especulado que, por la posición de los dedos de la mano izquierda, doblados hacia la palma, podría haber sostenido un escudo y una lanza al mismo tiempo. Otros estudiosos afirman que la lanza la portaba en su mano derecha.

 

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Reconstrucción del Doríforo original, de Policleto. (Imagen tomada de https://www.alamy.es/imagenes/doryphoros.html?blackwhite=1&sortBy=relevant)

 

El Doríforo se encuentra en actitud de avanzar y aparentemente acaba de realizar una pausa momentánea en la que se pueden observar, simultáneamente, dos situaciones opuestas. Por un lado, hay una detención en la marcha, en una dilación que le otorga estabilidad. Y por otro, se capta la existencia de un movimiento en potencia, la continuación de su andar. Hay una combinación de músculos tensos y relajados, lo que se consigue por el contrapposto: la pierna diestra está extendida y en tensión, lo que produce que el lado derecho del torso se contraiga, mientras que el izquierdo se extienda, relajado, permitiendo a la pierna correspondiente que pueda apoyar tan sólo los dedos del pie pues no es la que soporta el peso del cuerpo. La cabeza, levemente inclinada hacia la derecha, permite que la estatua presente una suave curva en forma de “s” invertida. De ahí en más, los rostros abandonaron su “sonrisa arcaica”, pero son plácidos y neutros, sin signos de esfuerzo, objetivos e idealizados.

 

Policleto abrió la puerta para que los escultores se volcaran a innovar en las estatuas, siendo pionero del tesoro que los artistas helenos legaron a la humanidad. Al día de hoy, el Doríforo, con su calma posición, se ha convertido en el representante de una postura que —aunque artificial— es absolutamente armónica al ojo del observador.

 

(Mi agradecimiento a Sofía M. Bontempo)

 

 

por Patricia Grau-Dieckmann - 19 mar 2024

 

Los kuroi representaban a jóvenes desnudos en posición rígida, con la vista al frente y el peso repartido entre ambas piernas, con un pie adelantado y ambos brazos cayendo a los costados del cuerpo, con los puños cerrados. Intenta dar la sensación de avance, con el pie separado, pero su rigidez hace que quede sólo en la idea, no se transmite la sensación de movimiento, sino la de estatismo. Durante mucho tiempo se mantuvieron prácticamente iguales pues el éxito de un escultor consistía en la repetición exacta de una pose segura. El kouros descubierto en 1936 en Anavyssos, Ática, datado por el Museo Arqueológico de Atenas como proveniente de 520 a.C., presenta detalles que serán característicos de la escultura griega, cuyo interés primordial era representar la belleza ideal más absoluta.

 

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Kouros de Anavyssos, 520 a.C.,1,94 m., Museo Arqueológico de Atenas.

 

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Kouros de Anavyssos, vista posterior, 520 a.C.,1,94 m., Museo Arqueológico de Atenas.

 

A diferencia de los kuroi anteriores, que presentaban una anatomía levemente insinuada mediante líneas grabadas en la superficie, el joven de Anavyssos exhibe una talla de aspecto tridimensional, lo que lo aleja del hieratismo. Sus brazos están levemente doblados y los puños apenas separados del cuerpo, posee la cara redondeada y los ojos almendrados, animados y atentos: la estatua destila vivacidad. El artista no ha innovado en la pose pero sí en la apariencia. Aparentemente proviene de la tumba de un joven guerrero llamado Kroisos, ya que en la base se lee el conmovedor epigrama: “Detente viajero y laméntate junto a la tumba del difunto Kroisos, a quien el furioso Ares mató mientras luchaba entre los primeros”.

 

El kouros de Anavyssos presenta rastros de pintura de color rojo en los ojos y en el cabello. Hoy en día resulta difícil imaginar a las estatuas cubiertas de colores pero originariamente estaban pintadas. El paso del tiempo y el largo enterramiento al que fueron sometidas borraron los pigmentos y nuestros ojos se acostumbraron a apreciar la belleza pura del blanco mármol. Kroisos marca el momento en que las estatuas griegas comienzan la búsqueda de su camino, alejándose de la rigidez y buscando jugar con las formas y significados propios.

 

(Continuará)

 

 

por Patricia Grau-Dieckmann - 13 nov 2023

 

Es sabido que los antiguos artistas griegos buscaban el equilibrio entre la belleza del diseño y la apariencia de naturalidad. Se cree que partían de una cuidada reproducción de un hombre real e iban eliminando los aspectos que no les gustaban, lo hermoseaban y quitaban las irregularidades. Los rostros de sus obras no traducían jamás algún sentimiento determinado: eran inexpresivos, ya que cualquier movimiento de las facciones podía destruir la sencillez regular de la cabeza.

 

Muchos pueblos de la Antigüedad recurrieron a un “canon particular” para obtener proporciones tendientes a lograr la armonía en sus creaciones. Se trataba de un módulo o unidad que servía de base para calcular todas las medidas de un cuerpo humano y relacionarlas entre sí.

 

Los egipcios mantuvieron un canon invariable hasta el siglo VII a.C. El módulo básico egipcio era el puño cerrado, medido sobre los nudillos a través de la anchura de la mano, incluyendo el dedo pulgar. Tres puños equivalían a un pie y seis pies (o dieciocho puños) a un cuerpo entero.

 

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Reconstrucción del canon de una figura humana egipcia. Cada cuadrado representa un puño.

 

Los artistas griegos se inspiraron en los egipcios para crear diseños equilibrados en sus propias esculturas. Sin embargo, a diferencia de ellos, el canon griego estaba basado en una cabeza como medida de referencia: entraban exactamente siete en un cuerpo. Durante el clasicismo (siglo V a.C.) se elevó la altura del hombre ideal a siete cabezas y media y en el siglo IV a.C. se alargó a ocho, lo que dio como resultado figuras más estilizadas y menos realistas.

 

Galeno, el famoso médico griego del siglo II d.C., escribió que la belleza del ser humano “(…) no surge en la proporcionalidad o simetría de sus partes constituyentes, sino en la proporcionalidad de partes tales como la de dedo a dedo y la de todos los dedos con respecto a la palma y la muñeca, y la de éstas con el antebrazo, y la del antebrazo con el brazo y, de hecho, de todo con respecto a todo lo demás” (Galeno, De temperamentis). Y Policleto, escultor griego del siglo V a.C., escribió el libro Kanon (hoy perdido) explicando los principios canónicos en que se basaba. Pero también fue creador de una técnica que cambiaría para siempre la apariencia de las estatuas griegas: el contrapposto. Pasará a la historia como uno de los artistas más geniales del mundo griego.

 

(Continuará)

 

 

por Patricia Grau-Dieckmann - 09 ene 2024

 

Los griegos antiguos consideraban que la belleza ideal encontraba su más cabal expresión en la representación del cuerpo humano armónico. En la Grecia arcaica (650 a 490 a.C.) el kouros era el tipo de estatua más difundida tallada en mármol. Se trata de hombres jóvenes desnudos que miran al frente en una postura simétrica, el peso repartido entre ambas piernas, con un pie adelantado y los dos brazos -los puños cerrados- cayendo a los costados del cuerpo, posición claramente inspirada en las esculturas egipcias, con los que mantenían un trato comercial. Los músculos y otros detalles corporales están tenuemente insinuados. Estas estatuas podían ser la representación de un dios o un atleta, una ofrenda a una divinidad o un homenaje en la tumba de un joven. No eran retratos pues presentan rostros idealizados y todos mostraban la llamada “sonrisa arcaica”.

 

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Kouros de Melos, 550 a. C., Museo Arqueológico Nacional, Atenas.

 

Los kouroi (el plural en griego de kouros) no presentan innovaciones pues la repetición exacta del modelo aseguraba el éxito del escultor. Experimentar con una nueva pose era sumamente arriesgado ya que muchas piezas se rompían o desplomaban. Si bien el mármol es un material pesado, tiene poca fuerza tensora y se rompe simplemente por su propio peso si algún segmento (por ejemplo, un brazo extendido) sobresale del bloque y no está debidamente sostenido por puntos de apoyo.

 

Los artistas griegos creaban sus esculturas con un concepto abstracto de la belleza ideal. Creían que no sólo debía representar a un hombre real sino más bien crear un objeto bello en sí mismo. Para lograrlo recurrían a la simetría y a la repetición exacta de las formas. Los kuroi, sin embargo, comenzaron a ser representados cada vez con mayor naturalismo. La razón por la cual lograron modificar esa postura y cambiar la expresión de los rostros es que no estaban delimitados por su ideología religiosa, que necesitaba que las esculturas perduraran eternamente. Se despegaron de la norma cultual de los egipcios y así consiguieron alcanzar su objetivo de belleza.

 

(Continuará)

 

 

por Patricia Grau-Dieckmann - 12 sep 2023

 

En el siglo IV a.C., el griego Apeles alcanzó su gloria como pintor en la corte del rey Filipo II de Macedonia y de su hijo Alejandro Magno. Ninguna de sus obras sobrevivió aunque existe una descripción de su pintura La Calumnia según el relato del escritor Luciano de Samósata (s. II d.C.). La intención de Apeles fue denunciar una calumnia de la que había sido objeto y por la cual estuvo a punto de ser ejecutado por el faraón Ptolomeo IV Filopator.

 

Botticelli, que consideraba idealmente a la Antigüedad como un objetivo de perfección que no había vuelto a repetirse, quiso recrear esta obra basándose en las palabras del escritor. Ubica la escena en una arquitectura clásica de arcos de medio punto, con estatuas y relieves de personajes mitológicos y del Antiguo Testamento. Los protagonistas de la escena principal están dotados de una intensa angustia, típica del fuerte sentimiento religioso despertado por el ascetismo pregonado por el monje Savonarola. Esa fase de inquietud espiritual provocó en Botticelli que pintara escenas irreales, aunque dramáticas.

 
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Sandro Botticelli, 1495, 62 x 91, óleo sobre madera, Galería de los Uffizi, Florencia.

 

El artista respetó la descripción de Luciano e ilustró a los protagonistas como sigue: a la derecha, representando a un mal juez, está sentado un hombre con corona y con grandes orejas de burro, aludiendo al rey Midas. De uno y otro lado, susurrándole consejos malignos, están Ignorancia y Sospecha.

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Se aproxima la Calumnia, una bella mujer con una antorcha encendida y arrastrando por los cabellos a un hombre joven que representa a la Inocencia, falsamente acusado. La Calumnia es guiada de la mano por la Envidia -un hombre macilento con ropas raídas con estilo monjil- que encenderá el fuego del rencor. Dos mujeres acompañan a Calumnia: son Traición y Engaño, quien trenza flores en el cabello de la Calumnia para hacerla más atractiva a los ojos del juez.
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A continuación, aislada del grupo, se encuentra una anciana vestida con harapos negros que mira hacia atrás, llorando. Es el Arrepentimiento, que gira la cabeza para contemplar a la última figura del conjunto. Esta es la Verdad, que se presenta desnuda, apuntando con su dedo hacia el cielo, invocando la justicia celestial. Pero estos dos últimos personajes parecen haber llegado demasiado tarde para salvar a la Inocencia.

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La imagen de la Verdad desnuda nos remite a la Venus del Nacimiento, aunque no sólo las separan once años sino una concepción religiosa diferente. El neoplatonismo del Nacimiento ha dado paso a un fanatismo cristiano ascético.

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La Venus primitiva, cuyos detalles anómalos en su cuello, brazo y pie en el aire no advertimos a simple vista, luce perfecta en su aparente equilibrio. La Verdad desnuda, perfecta en sus proporciones, se ha apropiado de los pies de la Venus y, en una réplica exacta de los mismos, los ha apoyado firmemente en el suelo. Sandro ha abandonado los rostros calmos y lánguidos de sus primeros tiempos, pero no ha podido evitar retornar a esos pies que fueron la base de su pintura cumbre.

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