por Diego Kochmann – 23 abr 2024

 

El tercer Chanchito corrió desesperado hacia su casa de ladrillos, seguido por el Lobo, que traía una cara de hambre a más no poder. Justo a tiempo logró cerrar la puerta, ¡pero el Lobo no se iba a quedar de brazos cruzados! Empezó a soplar y a soplar, sin embargo la casita, ni cosquillas. Tanto sopló que se puso todo violeta y tuvo que sentarse un rato a descansar sobre un tronco.

 

De pronto se le ocurrió una excelente idea. Sacó su ametralladora y comenzó a disparar a lo loco hacia la pobre cabañita. En eso salió el Chanchito, súper enojado.

–¡¿Pero qué te pasa, Lobo?! ¡¿Acaso te volviste loco?!

 

El Lobo se detuvo, justo cuando estaba por lanzar una granada sobre la casa.

–¿Pero, por qué me decís así? Es lo que decía el guion…

–¡Vos estás loco en serio! ¡En el guion no aparecen disparos ni granadas!

 

El Lobo, sorprendido, se alejó del set de filmación y se puso a hojear el libreto que le habían dado.

–¿Ves, Chanchi? Acá dice: “… tomó la ametralladora y disparó…”.

 

Con el ceño fruncido, el Chanchito le sacó las hojas de las manos.

–¿Pero no te das cuenta de que estas páginas no son de acá? Algún bromista las pegó con cinta adhesiva, pertenecen a otra película. ¿Ves? Acá dice: Rambo.

 

El Chanchito aceptó de muy mala gana las disculpas del Lobo. Lo importante es que no había sucedido nada grave. Entonces volvieron  los protagonistas a ubicarse en sus lugares y…

–Toma 5, retomamos desde la persecución. ¿Listos? 1, 2, 3… ¡Acción!

 

 

por Diego Kochmann – 05 mar 2024

Parece un relato para niños, pero

está dedicado a los argentinos adultos

 

El reloj despertador se había quedado dormido, por eso cuando abrí los ojos era recontra tarde. Corrí hasta el baño, agarré el cepillo y me restregué los dientes con tanta furia que se me prendió fuego una muela. Menos mal que la pude apagar con un sorbito de agua. A toda prisa me puse los zapatos que me había comprado para mí cumpleaños el lunes pasado, y que no me di cuenta de que me quedaban chicos. Por eso me costó una barbaridad calzármelos y, con las uñas filosas de un par de meses, les agujereé las puntas sin darme cuenta: ¡me quedaron los dedos gordos al aire libre!

 

Ya en la entrada del edificio me crucé con el encargado. Estaba tan acelerado que se me borró su nombre de la cabeza y tuve que arriesgar uno cualquiera para saludarlo. No me llamo María Luisa, me dijo ofendido mientras se peinaba su gordo bigote negro con los dedos.

 

Ya en la calle vi cómo pasaba el 571 violeta, ¡mi colectivo! Lo corrí y le grité. Pero no paró por eso, sino por la luz roja del semáforo. Lo alcancé y me quise subir, pero el chofer me frenó en seco: prohibido subir sin pantalones, me dijo mientras me señalaba un cartel que colgaba del techo del colectivo, que advertía, justamente: “Prohibido subir sin pantalones”. ¡Qué vergüenza! Con el apuro me había olvidado de ponérmelos. Volé de vuelta a casa y agarré los jeans azules, pero me temblaban tanto las manos por los nervios que se me cayeron al piso y se hicieron añicos.

 

No me quedó otra que ponerme el pantalón pijama. ¡Y salí! No podía esperar otro 571 así que me largué a correr, en realidad mi corazón aguantó apenas media cuadra de galope, después tuve que seguir al paso. Al ratito nomás se largó una lluvia torrencial que habrá durado algo más de medio minuto, y me regó entero, de los dedos gordos de los pies hasta las orejas. Incluso se me había inundado el bolsillo de la camisa. Por eso, cuando entré en la panadería y pagué con el billete todo empapado, la señorita no me dijo nada. Solo sumergió las dos medialunas en una jarra de agua antes de envolverlas en un papel y entregármelas.

 

Corrí con el paquete chorreando en la mano unos metros más y al fin llegué a la oficina. Hice sonar la campanita y me abrió la cara de odio del jefe. Llegaste ocho segundos tarde, me gruñó. Yo no le contesté nada, pero sabía que de ahora en más me esperaba un día muy, muy complicado.

 

 

por Diego Kochmann – 07 oct 2023

 

Una de dos

No sé si fui un mal cantante o un buen cantante con mala suerte, no dejaba de atormentarse el hombre con esa duda, mientras terminaba de preparar las medialunas antes de ponerlas en el horno.

Ya estaba a punto de jubilarse tras casi toda una vida trabajando en aquella panadería, la que, por supuesto, nunca formó parte de sus sueños de juventud.

 

La historia de siempre

¡Tremendo puntapié encajó el televisor al libro!

–¡Andate de acá, que ya nadie te quiere!

Y el libro se marchó nomás, rengueando, no sin antes advertirle:

–No te confíes tanto, algún día te sucederá lo mismo.

Una carcajada despectiva fue toda la respuesta del aparato.

Solo unos años después, el teléfono celular se acercó al televisor con aires de grandeza y le dio una patada monumental en el trasero.

–¡Andate de acá, que ya nadie te quiere!

Y el televisor se alejó nomás, dolorido, no sin antes prevenirle:

–No te confíes tanto, algún día te sucederá lo mismo.

El celular lanzó una sonora risotada por sus diminutos altavoces.

Y así estuvo sus buenos años, creyéndose el rey de la humanidad. Su soberbia era tal que ni de casualidad advirtió lo que el libro y la tele estaban observando desde allá lejos: la extraña silueta de un artefacto nunca antes visto, se le acercaba con cara de pocos amigos y toda la intención de propinarle el patadón de su vida.

 

A lo Monterroso

Cuando apagó la Playstation, el dragón escupefuego todavía estaba allí. (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, Augusto Monterroso).

 

Memorizol 500

Son buenísimas. Te tomás una todas las noches y…, esteeee… ¿Qué estaba diciendo?

 

 

por Diego Kochmann – 05 ene 2024

 

Por supuesto que el problema de Karina no era de los más graves, pero tampoco había que ignorar que algo andaba mal con ella. Es que no le gustaba el chocolate, ni siquiera el blanco, el que viene con almendras o en rama. Ninguno. Cada vez que le ofrecían, en lugar de que se le abrieran los ojos como platos y se le hiciera agua a la boca, como a cualquier otro chico, ella giraba la cabeza para uno y otro lado. No había caso, ¡no le interesaba!

 

Como dijimos, no era peligroso, pero al mismo tiempo se trataba de algo que no debía ser. A todos los niños del mundo les encanta el chocolate, hasta chillan, se pelean y hacen berrinches por una mísera tableta.

 

Según varios especialistas, el trastorno de Karina podía estar en sus papilas gustativas. Entonces le rasparon la lengua con un aparato filoso, que hasta hizo llorar a la pobre niña, para tomarle muestras de sus células. Pero, al parecer, eran totalmente normales. ¿Entonces, qué era lo que le pasaba? Los padres, siempre angustiados, la llevaron a infinidad de médicos y le realizaron estudios de todo tipo, algunos muy molestos. Hasta la internaron un par de días para tenerla en observación.

 

Y ahí continuaban los científicos, intentando descubrir el mal de la pequeña, que no comprometía para nada su salud. Sin embargo, había que encontrarle la solución. ¡Karina debía ser una niña como todas las demás!

 

 

por Diego Kochmann – 09 sep 2023

 

Maestro

Afirmó el escritor: “El principio de un cuento debe ser como una rampa con una cáscara de banana en el medio. Después de semejante porrazo, el lector no va a volver a distraerse hasta el punto final”.

También dijo: “Resulta muy fácil saber cuándo un libro está terminado. Hay que sujetarlo por el lomo y sacudirlo con fuerza. Si no cae ninguna palabra sobre la mesa, significa que ya está listo”.

Continuó el maestro: “Escribir es zambullirse de cabeza en el interior de uno mismo. Todos esos mundos nuevos y maravillosos por descubrir no están afuera, sino dentro de uno. Y hacia allí hay que viajar, llevando dos bolsos por todo equipaje: uno cargado con todas las lecturas y, el otro, con las vivencias propias”.

Y siguió desparramando sabiduría: “Muchas veces me preguntaron cómo se me ocurren las ideas, pero lo cierto es que a mí no se me ocurre nada. Resulta que en mi casa viven unas mariposas prácticamente invisibles, que todo el tiempo revolotean a mi alrededor, cargando una idea en el lomo. Como son casi ciegas, y un poco torpes también, a cada rato se chocan conmigo y se les caen las ideas dentro de mi cabeza”.

La sala quedó sumergida en un silencio absoluto. ¿Sería por asombro? ¿Por admiración? ¿O tal vez por indiferencia y aburrimiento?  Eso nunca lo sabremos.

 

Cautivos

Observando a toda esa gente en la calle, hablando con sus celulares, mandando mensajitos, jugando o comprándose algo, sentí que estos aparatos eran como esas bolas de acero súper pesadas que llevan los presos a cuestas, de las que es imposible desprenderse.

Entonces, con horror, y también con bronca, me di cuenta de que yo estaba en la misma que todos. ¡Pero no! Yo quería ser libre. Con rabia, lo saqué de la mochila y pensé arrojarlo lo más lejos posible. Y ya estaba tomando impulso con el brazo, cuando se me ocurrió que quizás podría llamarme mi mamá, o mi novia, o Delfi, que me tenía que contar cómo le fue con su amigo nuevo. Además estaba esperando un llamado importante de la oficina… Y también teníamos que arreglar con los chicos para salir el sábado, y con los de la facu, para reunirnos para el parcial del jueves… Y me iba a comprar unas zapatillas por Mercado Gasto…

Juro que intenté deshacerme de esa horrible bola de acero, pero no pude. La cadena que la tiene atada a mí es indestructible.

 

Se acumulan los años, ¡y los kilos también!

Se detuvo ante aquella fotografía, flanqueada por un original marco de madera tallada que colgaba en una de las paredes del comedor. Esbozó una sonrisa dado que no recordaba haber sido tan delgado. Pero, claro, habían pasado al menos cuarenta años. Y aunque aquel retrato le traía buenos recuerdos, decidió que era tiempo de reemplazarlo por uno más actual. Buscó una foto de sus últimas vacaciones en la computadora ("la menos desastrosa"), la imprimió en el tamaño adecuado e hizo el cambio.

Tras colocarle el vidrio protector, fue a su habitación a descansar un rato, y estuvo a punto de conciliar el sueño cuando un fuerte ruido lo despabiló. Aturdido, corrió hasta el comedor y se encontró con el cuadro en el piso, boca abajo y, entre los pedacitos de vidrio desparramados por todos lados, yacía moribundo el clavito, todo retorcido de dolor. Lógico. El pobre había sostenido ese nuevo peso todo lo que pudo, ¡hasta que no aguantó más!