por Diego Kochmann – 03 ago 2024
John, Xiao, Juan y Hans resultaron finalmente los cuatro elegidos para el experimento. El australiano, el chino, el argentino y el alemán, todos con ya cuarenta años sobre el lomo, no pobres pero sí de los que llegan a fin de mes con el último aliento, habían aceptado sin pestañar aquella más que interesante propuesta: un millón de dólares a cada uno por vivir cinco años en una isla apartada del Pacífico. Otra característica que tenían en común era que no sabían otro idioma que el propio. Y ahí estaba la clave. Estando aislados durante tanto tiempo, el interrogante que se habían planteado los sociólogos era cuál idioma se impondría sobre los demás: el señorial inglés, el espinoso chino, el ardiente español o el rudo alemán.
Una vez estampadas las firmas de los contratos, los embarcaron en una avioneta y, cuando sobrevolaban aquel solitario islote, se despidieron de ellos con un empujoncito. Antes, por supuesto, habían tenido la amabilidad de colocarles sendos paracaídas. También les habían dejado, para su subsistencia, un galpón medianamente grande con alimentos, bebidas y algún que otro medicamento.
Y así fue como a los sesenta meses exactos, ¡se cumplieron los cinco años! Los sociólogos volaron hacia el puntito perdido en medio del océano y, apenas islotizados (aterrizados en una isla), se acercaron al cuarteto cuatrilingüe con sus orejas estiradas para escucharlos.
Pero no oyeron sus voces, tampoco los vieron. Después de deambular un rato encontraron, eso sí, cuatro esqueletos tirados en el suelo, ya amarillentos. Claro, quienes habían ideado el experimento eran sociólogos, no nutricionistas. Y, evidentemente, habían calculado mal la cantidad de comida.
Pero, como siempre conviene ver el cielo medio despejado antes que medio nublado, los científicos lograron sacar al menos dos conclusiones positivas de todo esto.
1. La experiencia no fue en vano. Si bien no pudieron confirmar ninguna hipótesis en cuanto a la superioridad de un idioma sobre otro, sí concluyeron que cuatro personas adultas necesitan al menos tres toneladas de alimentos para sobrevivir durante cinco años.
2. Se habían ahorrado cuatro millones de dólares.
por Diego Kochmann – 23 may 2024
”Cuando entro en una cancha me transformo,
hasta me olvido de cómo me llamo”
John P. Mc Enroe
Agazapadas, las dos fieras blancas esperan el momento. De pronto una, que estaba más retrasada, comienza una rápida carrera. La otra salta estirando todos sus músculos, mientras que la primera flexiona sus piernas casi hasta el suelo y, de inmediato, su enemiga vuelve a saltar. Sus movimientos son vertiginosos, alocados, pero nada ocurre al azar.
Andan detrás del animal, curioso bicho de zigzagueante vuelo, al que no quieren cerca ni demasiado lejos; y mucho menos atraparlo en la red.
Hay veces en que lo acarician, en otras lo golpean con rabia. Todo esto, con la parte más viva y metálica de sus cuerpos. Parecería, por sus rostros de dolor, que son ellas las que sufren los azotes.
Celosas guardianas de su territorio rectangular, nada importa fuera de este; ni el vuelo de los pájaros, ni el de un ocasional avión, ni siquiera los murmullos cercanos.
El odio se escapa por sus ojos, sus dientes y puños apretados. Y la lucha continúa, las carreras cortas, las patinadas, el sudor, la falta de aire y los corazones cada vez más calientes.
Al fin, el bicho, ya sin sus cabellos rubios, deja de volar. Las fieras, ni tan enteras, ni tan blancas, ya sin odio, se acercan para saludarse. Pero ese frío apretón de manos para nada refleja lo sucedido. Y recién cuando cruzan los blancos límites, regresan a su condición humana.
por Diego Kochmann – 05 mar 2024
Parece un relato para niños, pero
está dedicado a los argentinos adultos
El reloj despertador se había quedado dormido, por eso cuando abrí los ojos era recontra tarde. Corrí hasta el baño, agarré el cepillo y me restregué los dientes con tanta furia que se me prendió fuego una muela. Menos mal que la pude apagar con un sorbito de agua. A toda prisa me puse los zapatos que me había comprado para mí cumpleaños el lunes pasado, y que no me di cuenta de que me quedaban chicos. Por eso me costó una barbaridad calzármelos y, con las uñas filosas de un par de meses, les agujereé las puntas sin darme cuenta: ¡me quedaron los dedos gordos al aire libre!
Ya en la entrada del edificio me crucé con el encargado. Estaba tan acelerado que se me borró su nombre de la cabeza y tuve que arriesgar uno cualquiera para saludarlo. No me llamo María Luisa, me dijo ofendido mientras se peinaba su gordo bigote negro con los dedos.
Ya en la calle vi cómo pasaba el 571 violeta, ¡mi colectivo! Lo corrí y le grité. Pero no paró por eso, sino por la luz roja del semáforo. Lo alcancé y me quise subir, pero el chofer me frenó en seco: prohibido subir sin pantalones, me dijo mientras me señalaba un cartel que colgaba del techo del colectivo, que advertía, justamente: “Prohibido subir sin pantalones”. ¡Qué vergüenza! Con el apuro me había olvidado de ponérmelos. Volé de vuelta a casa y agarré los jeans azules, pero me temblaban tanto las manos por los nervios que se me cayeron al piso y se hicieron añicos.
No me quedó otra que ponerme el pantalón pijama. ¡Y salí! No podía esperar otro 571 así que me largué a correr, en realidad mi corazón aguantó apenas media cuadra de galope, después tuve que seguir al paso. Al ratito nomás se largó una lluvia torrencial que habrá durado algo más de medio minuto, y me regó entero, de los dedos gordos de los pies hasta las orejas. Incluso se me había inundado el bolsillo de la camisa. Por eso, cuando entré en la panadería y pagué con el billete todo empapado, la señorita no me dijo nada. Solo sumergió las dos medialunas en una jarra de agua antes de envolverlas en un papel y entregármelas.
Corrí con el paquete chorreando en la mano unos metros más y al fin llegué a la oficina. Hice sonar la campanita y me abrió la cara de odio del jefe. Llegaste ocho segundos tarde, me gruñó. Yo no le contesté nada, pero sabía que de ahora en más me esperaba un día muy, muy complicado.
por Diego Kochmann – 23 abr 2024
El tercer Chanchito corrió desesperado hacia su casa de ladrillos, seguido por el Lobo, que traía una cara de hambre a más no poder. Justo a tiempo logró cerrar la puerta, ¡pero el Lobo no se iba a quedar de brazos cruzados! Empezó a soplar y a soplar, sin embargo la casita, ni cosquillas. Tanto sopló que se puso todo violeta y tuvo que sentarse un rato a descansar sobre un tronco.
De pronto se le ocurrió una excelente idea. Sacó su ametralladora y comenzó a disparar a lo loco hacia la pobre cabañita. En eso salió el Chanchito, súper enojado.
–¡¿Pero qué te pasa, Lobo?! ¡¿Acaso te volviste loco?!
El Lobo se detuvo, justo cuando estaba por lanzar una granada sobre la casa.
–¿Pero, por qué me decís así? Es lo que decía el guion…
–¡Vos estás loco en serio! ¡En el guion no aparecen disparos ni granadas!
El Lobo, sorprendido, se alejó del set de filmación y se puso a hojear el libreto que le habían dado.
–¿Ves, Chanchi? Acá dice: “… tomó la ametralladora y disparó…”.
Con el ceño fruncido, el Chanchito le sacó las hojas de las manos.
–¿Pero no te das cuenta de que estas páginas no son de acá? Algún bromista las pegó con cinta adhesiva, pertenecen a otra película. ¿Ves? Acá dice: Rambo.
El Chanchito aceptó de muy mala gana las disculpas del Lobo. Lo importante es que no había sucedido nada grave. Entonces volvieron los protagonistas a ubicarse en sus lugares y…
–Toma 5, retomamos desde la persecución. ¿Listos? 1, 2, 3… ¡Acción!
por Diego Kochmann – 05 ene 2024
Por supuesto que el problema de Karina no era de los más graves, pero tampoco había que ignorar que algo andaba mal con ella. Es que no le gustaba el chocolate, ni siquiera el blanco, el que viene con almendras o en rama. Ninguno. Cada vez que le ofrecían, en lugar de que se le abrieran los ojos como platos y se le hiciera agua a la boca, como a cualquier otro chico, ella giraba la cabeza para uno y otro lado. No había caso, ¡no le interesaba!
Como dijimos, no era peligroso, pero al mismo tiempo se trataba de algo que no debía ser. A todos los niños del mundo les encanta el chocolate, hasta chillan, se pelean y hacen berrinches por una mísera tableta.
Según varios especialistas, el trastorno de Karina podía estar en sus papilas gustativas. Entonces le rasparon la lengua con un aparato filoso, que hasta hizo llorar a la pobre niña, para tomarle muestras de sus células. Pero, al parecer, eran totalmente normales. ¿Entonces, qué era lo que le pasaba? Los padres, siempre angustiados, la llevaron a infinidad de médicos y le realizaron estudios de todo tipo, algunos muy molestos. Hasta la internaron un par de días para tenerla en observación.
Y ahí continuaban los científicos, intentando descubrir el mal de la pequeña, que no comprometía para nada su salud. Sin embargo, había que encontrarle la solución. ¡Karina debía ser una niña como todas las demás!