por Diego Kochmann – 31 mar 2025

 Mensaje

Todas las mañanas, el chico iba a la playa con la esperanza de hallar una botella con un mensaje de algún náufrago de una isla lejana adentro. Al llegar se encontraba no con una, sino con cientos de botellas plásticas desparramadas por toda la arena.

El chico las abría una por una, y aunque no contenían ningún papelito en su interior, todas ellas en conjunto estaban mandando un claro mensaje: “Empiecen a cuidar el planeta antes de que sea tarde”.

 

Cuento ecologista

Tras terminar de preparar la ensalada de frutas, el muchacho salió de su casa con una bolsa llena de cáscaras de naranja, manzana, banana, pera, y otras, para dejarla en el cesto. Distraído como estaba, no vio ni oyó como una moto que circulaba por la vereda se le vino a toda velocidad y lo embistió. Por fortuna, gracia a Dios, la bolsa, tras dar cinco vueltas en el aire, cayó justo en el contenedor dispuesto para la basura orgánica.

Nada importan en este caso el joven tirado sobre el asfalto, su pierna quebrada ni sus gritos de dolor. Porque, como se aclaró al principio, se trata de un cuento ecologista.

 

Indios comechingones

–¿Y qué significa “chingones”? –le preguntaron al guía mientras el grupo de turistas recorría las Sierras de Córdoba.

–No te podría responder eso. Al parecer, estos indios se comieron hasta el último chingón, no dejaron ni uno, por lo que nunca nadie llegó a verlos. Así que no se sabe nada de cómo eran, qué forma tenían…

 

Cuento de un escritor feliz

Cric, cric, cric… (No existe obra de arte que haya nacido del interior de un corazón contento).

 

 

por Diego Kochmann – 07 feb 2025

 

La editora había sido directa con el autor: “Vayamos con un libro de microcuentos. Calculale al menos cien, que sean divertidos y originales. Los necesitaríamos para fines de este mes”.

 

El escritor, consciente del escaso tiempo con que contaba, puso de inmediato su cabeza en modo “tormenta de ideas”. O, como a algunos intelectuales les gusta decir, sembró en los surcos de su cerebro miles de semillas de ideas, las cuales no tardaron en germinar. Sin embargo, lo que suele suceder (salvo en el caso de un Borges o un Neruda) es que brotan muchos más yuyos que flores.

 

Ahora bien, si traducimos flores por grandes ideas y yuyos por simples pavadas, nos damos cuenta de que el pobre escritor estaba en serios problemas. Ya mismo tenía que ponerse a arrancar todo el yuyerío para dejar espacio a nuevas flores lo que, nuevamente traducido, significa que debía decir esas tonterías, contárselas a alguien. Era la única manera de poder extirpárselas de la cabeza.

 

Así fue como familiares, vecinos, los compañeros de fútbol de los jueves, el verdulero, el kiosquero, la portera, su profesora de inglés y algunos más tuvieron que soportar esas ridiculeces. Y todos pensaban mientras lo escuchaban: “¿Pero qué está diciendo este hombre? ¿Acaso se dio un golpe en la cabeza y se volvió turulo?”. Él sabía que lo miraban raro, ¡pero no podía parar!

 

Con los días, la lista de microcuentos fue creciendo en la computadora del escritor, aunque no tan rápido como la otra lista, la de conocidos y familiares que comenzaron a esquivar al bobín. Fue justo antes de que comenzara el siguiente mes cuando nacía un hermoso libro de microcuentos, apenas unos días después de que se hiciera famoso el tontuelo del barrio.

 

 

por Diego Kochmann – 23 sep 2024

 

Eso es lo que me diagnosticaron. Un trastorno que se da en una persona cada cincuenta millones, dijo el médico. ¡Y justo me tocó a mí!

 

El nombre es raro pero la enfermedad es fácil de explicar: tengo la mitad del cuerpo muy caliente y, la otra, súper fría. La derecha es la fría. Muchas veces la paso muy mal, y mamá también, pero no podemos hacer nada. No hay remedios para esto.

 

Hay momentos peores que otros, y siento que me estoy hirviendo y congelando al mismo tiempo. ¡Es una sensación horrible! En casa no es tanto problema porque, por ejemplo, duermo tapado solo la mitad, me pongo una sola media, y así. Pero también tengo que salir, y eso no me gusta. Y como mamá no puede verme sufrir, me confeccionó varios tipos de prendas, para que me pusiera. Por ejemplo, una mitad remera mitad pullover, un pantalón mitad jean mitad short, una bufanda que solo se agarra de un lado… Y me dijo que usara dos pares de medias más los zapatos de cuero en el pie derecho, y solo una ojota en el izquierdo.

 

Sin embargo, aquella solución causaba un problema mayor. Porque ya en el colectivo, y ni hablar en el colegio, era el centro de todas las miradas. Y no solo de las miradas, porque siempre me llovían burlas desde todos los rincones. No había ni una vez que entrara en el aula sin que un chiste me golpeara en plena cara. Y los profesores no decían nada, algún “shhhh”, a lo sumo, cuando estallaban las risas de mis compañeros.

–Pero no podés salir así a la calle –me retó mamá una vez que me había puesto ropa normal–. Vas a tomar frío, y calor… Esos cambios de temperatura te van a enfermar. Ya sabés eso, querido.

 

Y sí, lo sabía muy bien. Sin embargo, cada mañana me preparaba un bolso con el uniforme tradicional de la escuela y, apenas me alejaba una cuadra de casa, iba atrás de un árbol y me lo ponía. Y pese a que vivía sufriendo tremendos fríos, o calores, o ambas cosas al mismo tiempo, fue una buena decisión. Con el tiempo logré acostumbrarme. Lo que no hubiese podido aguantar por mucho tiempo son el rechazo y las cargadas de los demás. Eso me hubiese enfermado de verdad.

 

 

por Diego Kochmann – 27 oct 2024

 

Ya desde hacía un tiempo que el ascensor del edificio andaba para la mona. Apretabas el 3 y se mandaba al 8, apretabas el 12 y apenas si subía al 4, y así todos los santos días. Hicimos venir a un técnico pero no le encontró nada, según él tenía sus achaques por los años, pero andaba joya. Y según nosotros, ¡el tipo no cazaba una de ascensores! Pero llamamos a otro, y a otro más, y los dos nos dijeron lo mismo: “Está viejito, pero se lo ve perfecto”.

 

Evidentemente no tan perfecto, porque seguía yendo para donde se le cantaba la gana. Entonces una tarde, así de la nada, se me vino a la cabeza una película que había visto hace mucho. Era sobre una carreta que iba siempre para donde se le ocurría, sin que le importaran los gritos del tipo que iba sentado arriba de ella. Estaba piola, porque no se podía saber si el jodido era el carromato o los caballos que tiraban de él. ¡Carruaje indomable! Así se llamaba.

 

Me puse a pensar que algo así podría estar pasando con nuestro ascensor al que, obvio, ya casi nadie subía. Pero yo vivía en el 11, y por la escalera se me hacía una tortura. Para bajar no tanto, pero con cada escalada quedaba destruido. Por eso seguí peleándosela, ese maldito aparato no me iba a ganar tan fácil. ¡Pero no había caso! Se mandaba al 6, al 2, al -1, ¡pero nunca al 11! ¿Sería un ascensor bromista? ¿O un vago, que con esa jugarreta conseguía que nadie quisiera montarlo y así se pasaba todo el día descansando en la planta baja? Podía ser cualquiera de las dos.

 

Una mañana le advertí, mientras apretaba el 11 en el tablero:

–En este vaso tengo café caliente. Si no me hacés caso, se me puede llegar a resbalar de las manos.

El aparatejo empezó a subir, bien despacio, como siempre. Y también como siempre haciendo un barullo que parecía que se estaba desarmando en el camino. ¿Y qué hizo el muy zorro? ¡Exacto! Se paró justo en el 11.

–Muchas gracias –me despedí con una sonrisa triunfante.

 

Y al otro día lo mismo, o parecido. Porque me le subí con el café y apreté el 11. Él arrancó, sin protestar, asustado de que lo quemara. Pero…

Llegamos al 11 y el maldito no abrió las puertas. ¡¿Qué caranchos…?! Estuvimos así un buen rato, sin hablarnos. O sea, yo no decía nada y él ya no largaba esos ruidos tan latosos. Lo amenacé inclinando el vaso, pero no aflojó.

–¿Así que sos de los duros, eh? –lo apuré mientras le volcaba un chorrito de café en el piso.

 

Pero él, como si nada. Entonces le tiré un poco más. Y era duro de verdad, porque no abría y no abría. Terminé de gastar la única arma que tenía girando el vaso por completo, y enseguida se formó una lagunita de café humeante sobre el piso. Pero él, en lugar de rendirse y dejarme salir, se le dio por bajar. Otra vez los ruidos horribles… y llegamos a la planta baja.

 

Ya loco por tanto tiempo encerrado, me puse a patear la puerta como un trastornado. Al rato nomás escuché una voz del otro lado. Era el encargado, que me pedía que me tranquilizara. No sé cómo hizo, creo que con una llave rara que tenía, pero pudo abrirme. Ahora, cuando vio el enchastre en el piso, me puso una cara de traste que no me gustó nada.

–¿Acaso no sabe leer? ¿Qué parte de “ascensor descompuesto, use la escalera” no se entiende? –me escupió mientras se acercaba con un balde y un lampazo para limpiar el charco amarronado.

 

Me disculpé y solté en voz baja unos cuantos insultos, alguno para el encargado, pero todos los demás para el condenado ascensor.

 

 

por Diego Kochmann – 03 ago 2024

 

John, Xiao, Juan y Hans resultaron finalmente los cuatro elegidos para el experimento. El australiano, el chino, el argentino y el alemán, todos con ya cuarenta años sobre el lomo, no pobres pero sí de los que llegan a fin de mes con el último aliento, habían aceptado sin pestañar aquella más que interesante propuesta: un millón de dólares a cada uno por vivir cinco años en una isla apartada del Pacífico. Otra característica que tenían en común era que no sabían otro idioma que el propio. Y ahí estaba la clave. Estando aislados durante tanto tiempo, el interrogante que se habían planteado los sociólogos era cuál idioma se impondría sobre los demás: el señorial inglés, el espinoso chino, el ardiente español o el rudo alemán.

 

Una vez estampadas las firmas de los contratos, los embarcaron en una avioneta y, cuando sobrevolaban aquel solitario islote, se despidieron de ellos con un empujoncito. Antes, por supuesto, habían tenido la amabilidad de colocarles sendos paracaídas. También les habían dejado, para su subsistencia, un galpón medianamente grande con alimentos, bebidas y algún que otro medicamento.

 

Y así fue como a los sesenta meses exactos, ¡se cumplieron los cinco años! Los sociólogos volaron hacia el puntito perdido en medio del océano y, apenas islotizados (aterrizados en una isla), se acercaron al cuarteto cuatrilingüe con sus orejas estiradas para escucharlos.

 

Pero no oyeron sus voces, tampoco los vieron. Después de deambular un rato encontraron, eso sí, cuatro esqueletos tirados en el suelo, ya amarillentos. Claro, quienes habían ideado el experimento eran sociólogos, no nutricionistas. Y, evidentemente, habían calculado mal la cantidad de comida.

 

Pero, como siempre conviene ver el cielo medio despejado antes que medio nublado, los científicos lograron sacar al menos dos conclusiones positivas de todo esto.

1. La experiencia no fue en vano. Si bien no pudieron confirmar ninguna hipótesis en cuanto a la superioridad de un idioma sobre otro, sí concluyeron que cuatro personas adultas necesitan al menos tres toneladas de alimentos para sobrevivir durante cinco años.

2. Se habían ahorrado cuatro millones de dólares.