por C. Fernández Rombi – 09 abr 2019

 

 

Monseñor está a días de cumplir sesenta años y es obispo desde hace cuatro.  De gran formación literaria y profesor de Teología, siendo un joven cura mantuvo estrecha relación con las poblaciones más humildes de Añatuya, en Santiago del Estero, y de las sierras cordobesas, sus primeros destinos parroquiales.  Aún sigue en esa actitud de contacto directo con los curas y feligreses de su diócesis actual.

 

“El Padre Tito no le tiene miedo al barro” es el comentario de los fieles de las parroquias adonde lo fue llevando el designio de sus superiores.  A los cuarenta y ocho ya se desempeñaba en la Arquidiócesis de Buenos Aires, donde fue reconocido por su trato sencillo que no disimulaba su cultura superior y su devoción en la práctica de la fe.

 

Monseñor ha publicado, entre otros, un libro utilizado de común en los seminarios para el fortalecimiento de la fe: “La duda y nuestra relación personal con Dios”.  Pero… un simple yuyo aparece entre las flores y hasta que no se multiplica es difícil de notar.  Seguirá creciendo en las sombras si no se lo elimina de raíz, arruinando el mejor de los jardines.  El obispo conoce esta ley natural desde hace algún tiempo.

 

Demasiado y desde muy adentro de mí alma.

 

La mala cizaña de su jardín espiritual ha ido creciendo con una fuerza que no cede, ni ante su razonamiento, ni ante el auxilio permanente de su confesor.  Tampoco con la práctica de la oración, de la que ya ha hecho obsesión pertinaz.  Su desarrollo espiritual y su fe comenzaron cuando era muchacho y se afanaba en la lectura de la vida de los santos; desde ese entonces hasta su madurez creció sin pausas ni desmayos, de igual forma su devoción y entrega al sacerdocio.

 

Daniel, su sobrino, perdió a sus padres cuando tenía un año.  Luis, único hermano del obispo, y su esposa fallecieron en un accidente de tránsito del que el chico se salvó de milagro.  Ya desde el mismo día de su nacimiento, el padre Tito, hoy Monseñor, sintió que ese pequeño era como su propio hijo.  Su mayor devoción terrenal.  Además, su futura descendencia en la Tierra.  Ahora, huérfano, se convertía en el centro de su vida a la par misma de su sacerdocio.  Todo el tiempo libre que tenía era para estar junto al Dany, mimarlo, educarlo y compartir con él su crecimiento.

 

A través de él, entendí que, sin saberlo, hacía años que tenía una suerte de necesidad de trascendencia personal.  A la muerte de sus padres se convirtió en mi hijo espiritual y en mi sangre, que tendría su propia consecuencia en este mundo.  Algo que nunca había razonado pero que mi alma anhelaba.

 

Un año antes de mi ordenación, mi Dany contrajo un extraño y fatal virus.  Recién empezaba la primaria y era, en mi concepto, el niño más bueno y querible del mundo.  Su agonía duró cuatro días, se apagó como una vela del altar frente a una súbita corriente de aire… no me separé de él ni por un minuto, suspendiendo toda actividad pastoral.  Pero no sirvió de nada.  El inescrutable y siempre hermético designio del Creador se lo llevó y el horizonte sin fisuras de mi vida experimentó una grieta… inicio de mi penuria espiritual.

 

¿Por qué, Señor?  ¿Por qué, mi Dios venerado y amado hasta la última fibra de mi ser? ¿Por qué mi Danielito?  ¿Por qué?  ¿Por qué?

 

Recordaba, una y otra vez, en cuantas ocasiones a lo largo de los años y frente a similares situaciones, a veces más terribles porque involucraban víctimas simultáneas de mi grey, había escuchado esas reiteradas preguntas: “¿Padre, por qué a mí, por qué a nosotros, por qué mi hijo, por qué mi nietita…?”

 

Siempre tuve el oído listo, las palabras adecuadas y todo el tiempo que el o los deudos necesitasen.  Creo que muy pocas veces o ninguna mis dichos sirvieron de alivio definitivo; apenas consuelo, el duelo necesita sus tiempos.  Pero el convencimiento de que mi actitud de pastor ayudaba, hacía que me prodigará enfrentado a la tragedia ajena.  Ahora me tocaba en carne propia.  Yo también, a la muerte de mi niño, tuve un fuerte apoyo de mis colegas, de mi confesor, de mi obispo y de mi propia feligresía, pero… no podía consolarme.  Pedí perdón por mi pecado de no aceptación, me he humillado y castigado una y otra vez.  Pero ese yuyo que es la voz de la duda estaba instalado.  Pecador al fin y al cabo, no hallé consuelo alguno.

 

Al año de la muerte de mi sobrino, estoy postrado de bruces en el piso de la Catedral de Buenos Aires.  Listo para recibir mi ordenación pastoral, sueño de años, mi mente y mi corazón están divididos.  La alegría inmensa de un logro anhelado y, ahora, socavado por el luto irreparable de la muerte.

 

En mis más locos sueños había imaginado ser algún día Obispo de la Iglesia de Roma.  Y aún consciente de que era una locura, un Papa argentino… ¡Un desatino!  Nunca experimenté culpabilidad por ese sueño demente, estaba consciente de que no era el poder lo que alimentaba mi ambición sino la convicción de que cuanto más alto subiera más podía hacer por el catolicismo… ayudar al desarrollo de mi Iglesia tan querida y a la que veía deteriorarse por su anquilosamiento, su incapacidad de retener a los miles de fieles que caían cada año en el descreimiento o eran captados por otras confesiones y, peor aún, sectas de todo tipo.

 

No puedo gozar la importancia y magnificencia de este acto que estoy viviendo porque no logro sacar de mi mente a mi Dany.  Con gusto hubiera cambiado el obispado por la parroquia más humilde del mundo pero con él a mi lado.  Supe desde ese momento que mi pecado era grave.  Había aceptado la imposición de las manos del Cardenal con la duda en mi mente.  Pasados tres días, voy al encuentro de mi confesor de los últimos años.  El anciano sacerdote no puede disimular su sorpresa…

-¡Hijo mío… que alegría!  Pero no esperaba verte tan cerca de tu ordenación obispal…

 

Intenta besarme el anillo, no se lo permito, me abrazo a él y estallo en lágrimas.  El padre Alberto no pierde un segundo, seguramente por temor de que alguien me vea en tal estado.  Con gran suavidad y firmeza me lleva a su pequeña secretaría parroquial, me hace sentar y sin consultar sirve dos copitas de coñac.  Apoyará su mano en mi brazo y silente, espera.  Luego, se reviste con su estola: tiene claro que lo que va a escuchar será parte del sacramento de la reconciliación.

 

Me desnudo espiritualmente frente al querido cura que no me interrumpe una sola vez…  De alguna forma, ver como sufre ante mi problema, me consuela.

-Monseñor… o Tito, como siempre te he llamado, tu situación es terrible por la pérdida del niño y quizá peor en tu caso, por el resquebrajamiento de la fe.  Sé con total certeza como te sientes.  Si fueras un sacerdote “más profesionalizado”, sólo estaría el gran dolor por la pérdida de tu sobrino, pero se te suma un estigma que no mereces de modo alguno.  Toda tu vida la consagraste al sacerdocio.  Sé que todo lo que ahora yo te diga te servirá de poco.  Pero me vas a hacer un gran favor, darte tiempo y rezar aún más que ahora.  Ve en paz, yo te absuelvo de todo pecado y te impongo como penitencia que leas con detenimiento la obra de San Juan de la Cruz, es él quien mejor ha interpretado “la oscura noche del alma” del creyente.

 

Me retiré un poco mejor de lo que había llegado a este primera confesión desde mi asunción.  En cuanto a la vida del santo cura del renacimiento, la había leído más de una vez.  Pero estando en estado de gracia.  Tal vez me sirviera el consejo-penitencia del padre Alberto... tal vez.

 

Pedí, siguiendo el instructivo necesario que ordena la Iglesia para estos casos, un año de dispensa provisional de mi tarea sacerdotal por motivos personales.  Uno de mis antiguos fieles cordobeses me prestó una humilde casa en Cumbres de San Antonio, que era lo que necesitaba…  Lejos del mundo para estar más cerca de Dios.

 

Monseñor marchó hacia su propio “desierto” portando los enseres más esenciales para una vida austera, lo más voluminoso era su baúl de libros.  Por supuesto, los escritos de San Juan de la Cruz referidos a la noche oscura del alma contaban con un lugar destacado; los otros estaban vinculados al mismo tema por las experiencias vividas por Ignacio de Loyola, la Madre Teresa de Calcuta, Santa Teresa de Ávila, San Vicente de Paul y Juan María Vianney, entre otros.  Para él será una novedad enterarse que la Madre Teresa, en ese momento en vías de canonización y uno de los seres humanos al que más ha admirado, también pasó por su propia larga y oscura noche… tentada por la negación misma del Creador.

 

Cumplido su año penitencial y de reflexión, Monseñor Tito, retoma su ministerio.  Su alma está en paz.  Luego de dos años en la Arquidiócesis de Buenos Aires es designado al frente del Obispado de San Nicolás de los Arroyos, del cual depende El Santuario Basílica de Nuestra Señora del Rosario de San Nicolás.  Lo cual indica que su tarea en los años venideros sería de gran intensidad y entrega física.

 

¡Gracias a Dios!

 

La afluencia de peregrinos convocados por la Virgen aumenta año tras año, lo cual obliga a no descuidar la terminación del templo que nació humildemente en la ribera del Paraná como pequeña capilla al lado de un campito y llegará a ser una magnífica Basílica a la cual acuden cientos de miles de fieles de la Argentina y países vecinos.  Volverá luego a la Arquidiócesis… y el tiempo, inmutable, se sucede.

 

Ya cumplí los setenta y cinco y he pedido mi retiro de la actividad pastoral.  Quiero terminar mi peregrinaje en un antiguo monasterio de Córdoba; marcho en paz con mi alma y con mi fe.  No tengo remordimientos, convencido de que he dado lo mejor de mí mismo como pastor y hombre de fe…

 

El yuyo del jardín de mi alma, esa mala voz interior, se ha mantenido en latencia.  Inaudible por años.  En otros muy clara.  Esta noche es particularmente insistente…  Mañana, Dany cumpliría treinta y cinco años.

 

 

por C. Fernández Rombi – 31 mar 2019

 

 

¡Se pudrió todo!

 

Y… alguna vez tenía que pasar.  Son muchos años de esquivar balas y de joder a los demás revolviendo su mierda.  Es una pena; ya había tomado la decisión: terminaba este gobierno y yo pasaba a retiro y… ¡adiós giles argentinos!

 

En mis cuarenta años de informante me mastiqué diecisiete gobiernos de milicos y civiles.  Sobreviví a todos y he manejado más poder que algunos de ellos mismos.  Son cientos los que cagaron fuego en sus laburos y, aún, en sus vidas familiares por los informes míos y de mis muchachos… especialistas en el armado de carpetas.

 

Pensar que empecé en Inteligencia siendo “una oreja”; un pendejo ambicioso que llevaba y traía información y terminó siendo el capo máximo.  Pasando por la mismísima OJOTA*, hasta el manejo discrecional de la información pública y privada.

 

¡Hice temblar a más gente que el frío  polar!  ¡No tengo dudas!

 

Ya estaba en la puerta.  Ya me salía.  Mis finanzas, una preciosura; y mi nombre y mi imagen, desconocidas para la mayoría.

 

Y un fiscal de mierda… que tal vez se cagó en las patas y se suicidó nomás, me arruina la vida.  Le dije veinte veces que se estaba metiendo en un balurdo que le quedaba grande.  Que aflojara e hiciera su vida…  Pero, no.  El muy pelotas se larga a hablar en los diarios hasta por los codos.  Claro, la oposición ─en año de elecciones─ lo tomó entre sus brazos como a bebé recién nacido y le endulzó el oído.  Y se la creyó… ¡pobre gil de cuarta!

 

¡Mal rayo lo parta!  Ahora hasta los pibes de escuela saben mi nombre y mi escracho está en todos los diarios.  Estaba tan cerca de zafar que… no lo puedo creer.  Salía airoso, rico e ignorado, de diez mil porquerías…  ¡Y ahora me citan a declaran en la Justicia!

 

Sé cómo manejar a todos esos hijos de puta.  Además, tengo “carpetas” de casi todo. Pero…

 

Una pregunta va a traer a la otra y así… ¡hasta que me embarre!  Claro que en el camino voy a embadurnar a varios…  Pero, ¿qué carajo me importa?  Si yo ya estaba de salida.

 

Además, la prensa opo ya hincó los dientes.  Cada cosa que declare va a ser dada vuelta como una media; para adentro, para afuera, para arriba y para abajo.  ¡Estoy frito!

 

Hace días que no pego uno ojo y hasta tengo escalofríos en pleno febrero… ¡tremendos hijos de putas y la reputa madre que los parió!

 

*OJOTA: Dirección de Observaciones Judiciales

 

 

por C. Fernández Rombi – 11 mar 2019

 

 

Camino por la Av. Entre Ríos hacia San Juan.  La llovizna sigue imperturbable, la pobre luz del crepúsculo se torna más miserable aún ante el encendido del alumbrado público y de los negocios.

 

Lunes, pocos transeúntes y mucho tránsito.  Buenos Aires es propiedad de automóviles, camiones y colectivos.  A escasos treinta metros de llegar a San Juan veo, horrorizado, un esqueleto apoyado en un árbol.  Quedo un par de minutos sin saber qué hacer.  Miro a los pocos que pasan, todos encerrados en sí mismos ocultando el rostro de la lluvia.

 

Finalmente y de puro impresionable, doy un rodeo para no rozar siquiera el esqueleto.  Avanzo unos metros aguzando la vista en busca de un agente de policía.  En la esquina, protegido bajo la marquesina del bar Gardel, encuentro a uno de servicio:

 

-Buenas tardes agente…  No sé cómo explicarlo, pero a treinta metros de aquí me tropecé con un esqueleto apoyado en un árbol…

-No se haga problemas señor, hace quince días que anda por ahí y no molesta a nadie.

 

 

por C. Fernández Rombi – 20 mar 2019

 

 

“El nombre viene de la historia que cuenta el estafador de que ha recibido una abundante herencia de un tío lejano.  El estafador pide dinero a su víctima para poder hacer un viaje, con la promesa de que se lo devolverá en una cantidad varias veces superior al monto prestado.  El estafador se va y nunca más aparece”.  Wikipedia.

 

A pesar de la indicación de la Wiki en el sentido de que esta variante de estafa es originaria principalmente de la Argentina (¿raro, no?), yo creo que esta historieta nació con el hombre civilizado.  Doy un ejemplo: El gran Sócrates muere en Atenas en el 399 a.C., ingiriendo un veneno mortal, la cicuta.  La historia aceptada es que la Autoridad se lo ordenó y él, fiel a sus enseñanzas, la ingiere por voluntad propia.  Discrepo; creo que es una antigua versión del “cuento del tío”.  La historia fue así: un colega envidioso del maestro de la filosofía, lo convenció de que disponía de un néctar maravilloso hecho en base a arándanos, frutillas y grosellas rojas.  Convencido, nuestro buen filósofo se bebió la cicuta sin imaginar maldad alguna (característica propia de los que creemos en cualquiera de las miles de versiones de que dispone esta modalidad “estafatoria”).

 

He zafado tres veces en mi vida de caer en este  cuento que siempre resiente en el bolsillo.  La primera, en el John F. Kennedy International Airport, en el cual un hombre muy bien vestido y educado y con acento madrileño me iba a vender a “precio de ganga” dos camperones de antílope (similares al que él lucía).  Zafé en el último instante; un inesperado brillo de triunfo en su mirada “me avivó”.  (Me iba a entregar dos trozos de arpillera con la forma apropiada, cada uno en su percha y lujosa funda de raso estampada).

 

Unos años más tarde, en el lobby del Hotel Trevi Palace de Roma (recién llegado a Italia) se me acercó lo que pensé que era un verdadero galán del cine italiano a ofrecerme un reloj Rolex de una belleza increíble (aclaro que no soy experto en relojes y menos, en la marca Rolex) a un precio también increíble, sobre todo para nuestro dólar de ese momento (regalado).  Hago constar que había leído y releído los avisos en el Aeropuerto Fiumicino: “No compre orologio d’oro a vendedores ambulantes”.  Me dije a mí mismo, lo estoy robando al tano este...  Esta vez lo que “me avivó” fue la forma subrepticia del sujeto de mirar sobre su hombro.  (Al día siguiente, hablando el tema con el recepcionista, me comentó que lo estaban corriendo todo el tiempo al imbroglione ese que vendía Rolex truchos a turistas en todos los buenos hoteles de Roma).

 

Cuento del tío.  Argentina.  Versión 31002

La tercera y última, por ahora, fue días atrás en mi barrio de Lomas de Zamora.  A media mañana del lunes voy caminado por la calle Laprida (la más comercial de mi zona).  Pensando abstraído en vaya saber qué estupidez, cerca de la pared como es mi costumbre, cuando se estaciona en el cordón próximo un Peugeot 208 nuevo.  Desde el interior, la señora que viaja como acompañante (mediana edad, bien vestida y agradable de ver) me saluda hecha un mar de simpatías (el joven conductor se acopla agitando su brazo derecho.

-¡Hola...! ¿Cómo le va...?  Recién acabo de hablar con su hija... (Increíble y estúpidamente me acerco a la ventanilla, forzando a mil por hora a mi cerebro para recordar a “esta” amiga de mi nena -a punto de cumplir los 40-  Extiendo mi mano y...)

-¿Natalia...? (Vive a dos cuadras de mi casa)

-¡Sí, soy Cristina la amiga de “Naty”...  ¿Cómo anda usted... me recuerda?

-Nunca olvido a una mujer hermosa... (¡Pedazo de pelotudo! Por supuesto no recordaba esa cara y su nombre ni por aproximación!)

-Este es mi hijo Julián (Estrecho la mano del muchacho), viajo en un par de horas hacia Río de Janeiro y hablé con “Naty” para que me tuviera unas cosas de mucho valor en su casa... Me dijo que ahora estaba en el trabajo y no se podía acercar, que se las dejará al papá que era de confianza...

 

(Total, unos tres minutos de conversación y yo me había tragado el anzuelo y el piolín también.  No desconfiaba para nada.  Simplemente me resistía porque no quería cambiar mis planes de ese momento...  Además, mi Natalia es una especialista en alterar mis programaciones.)

-Señor, lo llevamos en el auto hasta su casa y lo traigo de vuelta en cinco minutos. (Interviene Julián en la conversa.  Una espléndida sonrisa de la atractiva mujer refrenda el ofrecimiento del hijo.  ¡Estoy ahí...! A un paso de subirme al desconocido vehículo... y ellos lo notan).

-Señor, lo llevamos en el auto hasta su casa y lo traigo de vuelta en cinco minutos... ¡Dele!

 

¡Otra vez me salva la campana!  El reiterado ofrecimiento del hijo, ahora, con el triunfo a la vista, con mayor urgencia en el tono de voz y un tinte imperativo, me espabilan y el reconocido sonido de una aguda alarma suena en mi cerebro.  Tomo aire y empiezo a preparar mi vuelta a la pared:

-¿Por qué no me hacen un favor...?  ¡Y se van los dos a la c... de su madre!

 

Fin de la historia.  El muchacho mete primera, me putea y disparan.

 

Una hora después, ya volviendo a casa, me detengo en el kiosco habitual.  Mientras compro, le comento al dueño mi aventura.  Este sacude la cabeza como signo de resignación:

-Hace un par de meses que andan por la zona, atrás va otro secuaz en un F100 carrozada... siempre buscan hombres mayores (traduzco: viejos pelotudos), los convencen con ese cuento y los llevan hasta su casa... en media hora le “pelan” el living y disparan... ¡Malnacidos de mierda! Incluso le han dado algunos golpes a los que se resistieron.  En fin... ¡es lo que hay!

 

Marcho a casa más que contento.  ¡De la que me salvé!  Pero no puedo dejar de pensar en lo cerquita que estuve de entrar con patas y todo el resto.  Yo, el rey de los piolas, el escritor de cien tramas de relatos plenos de engaños y mentiras.  No cabe dudas, la acumulación de años vividos nos hacen más crédulos, distraídos y... ¡pelotudos!

por C. Fernández Rombi – 04 mar 2019

 

 

Hoy se cumplen trece años de la publicación de mi última novela...  Ahora, escribo muy poco y sólo relatos.  La novela, a pesar de haber parido ocho, se me hace un esfuerzo grande.  Demasiado.

 

 

Es también aniversario de mi vida en soledad.  Decido, con un dejo de propia ironía, festejar ambas situaciones.  En la noche de sábado me dirijo al Rodizio de la Costanera.  Esta, ha perdido el  brillo de los 90’; sin rebuscar demasiado, el celebérrimo Clo Clo, restaurante insignia de Costanera Norte durante treinta años, cerró en 2018.  Ya va para un año.  El mismo Rodizio, según tengo entendido, está en convocatoria de acreedores... ¡La pucha!

 

 

Estaciono.  En el boliche, poca gente y menos mozos, la parrilla se sigue viendo atractiva.  Me castigo con un bifacho de chorizo (400 gramos), ensaladita y un Rutini Cabernet de prima que, de seguro, será el punto alto de la adición.  Terminando mi solitario festejo, mi atención es requerida por una discusión a un par de mesas de la mía.  Sin importarme demasiado, miro con disimulo.  Una joven pareja (a mis sesenta y..., los demás son todos jóvenes) discute cada vez con más enojo y tonos de voz en alza.

 

 

La pelirroja, de unos treinta, es fuertemente atractiva., su belleza es realzada, creo yo, por un apéndice nasal algo más prominente de lo considerado “belleza clásica” que le da a su rostro un gran atractivo.  Sus ojos verdes profundo, en este momento, tienen el brillo adicional de la discusión...  Que termina abruptamente.  El hombre se levanta con violencia y se retira; símbolo de su despedida, una servilleta en el piso.

 

 

Ahora sí, quedo enganchado a full en mi observación.  Noto como ella, tan airada como su pareja, va cambiando de estados de ánimo; de enojada a preocupada ─en el ínterin, traen mi cuenta y pienso que es este, el pago, el motivo de su preocupación─.  No vacilo, me acerco como un caballero solícito y:

─Buenas noches muchacha, casi sin darme cuenta he observado tu discusión de pareja y ahora, por tu expresión, tengo la impresión de que estás en algún  problema con el pago de la cuenta...

─¡Hola...! Sí, mi expareja se fue, me dejó sin un centavo y a pie... (Su tono mezcla de frustración y enojo me cae simpático...  Acentúo mi sonrisa y:)

─Bueno, pobre (todavía ignoraba la calaña del adefesio malnacido), ni se debe haber dado cuenta, disculpalo y, volviendo a tu presente de este momento...  Yo ya terminé mi solitario festejo...  Si no te molesta u ofende, compartimos un café y me hago cargo de tu cuenta y traslado a casa.

 

Sonríe asintiendo a mi doble oferta, por lo cual tomo asiento y comenzamos a charlar.

 

No han pasado quince minutos cuando comienzan a sonar en mi mente oxidada los primeros acordes de una vieja melodía.  Esa vieja melodía que escuché repetidas veces durante cuarenta años ─entre mis quince y mis cincuenta y cinco.  Esa misma que, fiel y reiterada, me avisaba que empezaba a enamorarme.

 

 

(¡La pucha...! Pasó una década de la última vez).  Pasada una hora y un par de cafés, estoy perdido...  ¡Totalmente enamorado!  Ya salió en nuestra charla el tema de la diferencia de edades.  Laura (¡hermosa y bondadosa Laura!) me manifiesta que no le parezco “tan viejo” (¡Aleluya!) y que compenso con mi calidad de caballero gentil, educado y fino; que no está acostumbrada a hombres como yo, especialmente el que acaba de marchar, “que es basura total”, que le ha pegado duro unas cuantas veces en sus tres años de relación, que ya lo ha dejado dos veces y él la persigue...  “¡Y vuelta a empezar... pero esta es la última... maldito cabrón!”

 

 

Esa vieja melodía suena cada vez más intensa.  Me asume íntegro y total.  Creo que han pasado unos minutos (en realidad, unas tres horas) cuando se empieza a notar la inquietud de los mozos (somos la mesa final).  A los dos nos pasó lo mismo (creo), el uno deslumbrado con el otro.  La llevo hasta la puerta del edificio de apartamentos de Caballito donde ella vive sola desde la muerte del padre.  En el último instante, nos despedimos con la promesa de vernos al día siguiente (en realidad, hoy mismo) en la noche y un beso tan intenso como no recuerdo otro.  Inesperado.  Visceral.

 

 

Y así fue, cenamos juntos el domingo y el lunes.  Cada noche la dejé en su puerta...  La noche del martes fue igual, con una diferencia: al regresarla a su hogar me hizo pasar.  Directo a su lecho...  ¿Noche única, especial...?  ¡Inolvidable!

 

La noche del miércoles tendría una sutil diferencia.

 

 

Nuestro cuarto día, el miércoles, pasé a buscarla a eso de las 20.00 horas.  Toqué su P. E. y esperé.  Estaba intrigado por lo que me venía pasando: me sentía hombre joven, renovado y feliz...  La duda: saber si como, cada día, me parecería más atractiva.  ¡Y se dio!  Sencilla y elegante, estrenando en el cuello la cadenita labrada de oro (mi único regalo).  Nos saludamos con ligero beso (después, al regreso, habría tiempo para “los otros”).  Fuimos a tomar una copa a un barcito de Palermo Soho; al  terminar, a un Restó de su barrio, Clap.  Comimos rico y ligero y sin postre, el cual, tácitamente, dejamos para el lecho que compartiríamos en un par de horas. No pasaría.

 

 

Volvimos alrededor de las dos de la madrugada.  Laura baja y va, llave en mano, a abrir la puerta del edificio.  En el justo momento en que abre y entra (voy un par de pasos detrás, más feliz que nunca) y entra, yo no llego a pisar el umbral de la entrada.  Recibo un salvaje golpe en la cabeza.  En el momento que doy contra la pared, alcanzo a ver que Laura llegó a entrar y cerrar la puerta.  ¡Gracias a Dios!  Ese será mi último pensamiento por tres días...

 

Internado en el Hospital Fernández, recupero el conocimiento días después.  Ya una enfermera solícita me ha dado “su” parte médico.  “Don, estuvo el primer día en Terapia y creían que no salía; tres costillas, la clavícula y el brazo rotos...  ¡Fue una paliza terrible...  ¡Ese animal le pegó hasta que llegó el 911 que había llamado su hija!  Ahora está un poco mejor... ya el médico le va a explicar...  ¡Ah, y al hijo de puta no lo pudieron detener!”

 

 

¡Sí que me explicó!  Daño permanente en la base de la columna (parece que en adelante caminaré en falsa escuadra e inclinado como buscando moneditas en el piso.  Y de frutilla del postre, no oiría más del oído derecho por la rotura del tímpano.

 

¡Una joyita total... joderse!

 

Le pregunto a la enfermera y al médico si saben algo de la joven que llamó al 911 (“mi hija”).  La buena mujer asume una  expresión de opa; el médico (con clase) le indica que salga.  Luego, me explica la situación:

─Su novia (¡ah, caímos!) estuvo varias horas los dos primeros días sin soltarle la mano.  Me contó la situación con expareja y recalcó que “temía por su vida”; además me suplicó que le dijera que se marchaba del país y que ya no podrían comunicarse.  Que le explicaba todo en el mensaje que dejó en su móvil...  ¡Lo siento mi amigo...!  Pero la vida es así, nos da y nos quita...  ¡Ánimo y resignación!  (¡Joderse, digo yo!)

 

El mensaje de Laura en mi contestador decía: “Mí querido, lo siento mucho...  Creo que íbamos más que bien.  No pudo ser.  Tengo miedo por mi vida...  ¡Ese hijo de puta es capaz de cualquier cosa!  Lo nuestro no pudo ser.  Por favor, no trates de buscarme.  Un beso enorme y lamento muchísimo lo que has sufrido y, desgraciadamente, aún vas a sufrir por mi culpa. ¡Adiós!”

 

 

Estuve veinte días internado y tengo para seis meses de kinesiología...  ¡Viva la joda!

 

 

En el primer aniversario del día en que conocí al amor de mi vida, camino por la placita de mi barrio.  El bastón, orgulloso en mi mano, es mi nuevo y fiel compañero.  Pienso en ese romance postrer y me debato entre dos posiciones.  Una: decir, a pesar de todo no me arrepiento de nada.  Otra: viendo como quedé, simple piltrafa humana, cuatro días de gloria no lo justifican...  No sé, realmente, no sé.

 

Han pasado veinte años, anciano y dañado, nunca más he vuelto a escuchar esa vieja melodía.

 

 

Sigo, día tras día, dando un par de vueltas a la plaza y, como siempre, mirando el piso.  Nunca encontré una puta moneda.  ¡La pucha!