por C. Fernández Rombi - 07 oct 2018

 

 

Caminaba distraído por la avenida Corrientes en Chacarita, sumido en difusos pensamientos y en los avatares de mi vida. Consciente desde hace tiempo de que debería hacer un par de cambios de importancia en mi vida, pero no acertaba a definir con claridad qué cosas debía cambiar.

 

Sumido en mi maraña mental choco de frente con un hombre que caminaba en dirección contraria. Automáticamente esbozo una disculpa que el otro corta apenas nacida.

─¡Juan... cuánto tiempo! ─me toma con cariño de ambos brazos.

 

Me pareció de momento un rostro conocido, tal vez, de mi pasado. El tema era determinar rápidamente de cuál de mis pasados.

 

El de mis veinte, en Villa Luro, viviendo con mis padres, lleno de energía y con genuinas intenciones de estudiar y crecer como ser humano...

 

El de mis treinta, en Cangallo y Uriburu, ya casado con una buena muchacha, pero asfixiante y con exigencias materiales que me obligaban a trabajar en doble turno. Ya olvidadas mis expectativas de los veinte...

 

El de mis cuarenta, acá en Chacarita, sin familia y viviendo en la Pensión de doña Tere; desganado y con menos esperanzas que un salchicha en una carrera de galgos.

 

Es inútil, a esta cara desconocida no la puedo ubicar en ningún momento de esos tiempos del pasado. Decido sincerarme con el extraño diciéndole que no lo recuerdo.

 

No tengo tiempo, me suelta los brazos, da un paso hacia atrás y:

─¡Discúlpeme señor...! Lo confundí con un viejo amigo.

 

Se marcha, dejándome enredado en mi pasado...  y en mi presente.

 

por C. Fernández Rombi - 16 jun 2018

 

De noche, tarde... deambulo frente al cementerio. Quizás, un poco pasado de alcohol.  Ni siquiera sé cómo llegué hasta el lugar.

 Hace frío, el viento arrecia y los truenos cantan su vieja canción.

 De pronto, caigo en la cuenta de que tengo miedo... ¡tiemblo!

 Las viejas leyendas de fantasmas que contaba mi abuelo cuando era un chico me asaltan feroces.

 Caigo en la desesperación de la espera de aquel que venga a llevarme al mismísimo trasmundo.

 Veo a un hombre a un par de metros... parece tan asustado como yo.

 Me acerco, lo miro. Su presencia me serena y “agranda”, lo tomo de un brazo y le brindo la mejor de las sonrisas. Me habla.  Su voz es cálida y aumenta mi calma.

 No percibo sus palabras con certeza. Acercándome le digo:

─Por favor hermano, en voz más alta... ¡estoy ansioso de escucharte!

 Luego de un breve silencio me contesta, ahora sí con voz clara y plena de determinación:

─Carlos Alberto he venido a llevarte... ¡Vamos!

 

Al final… sólo recuerdos selectivos

por C. Fernández Rombi

10 sep 2018

 

 

No sé.  Ya no sé nada de nada.  Le he dado tantas vueltas a este tema.  Y no le encuentro una solución que me convenza…  Que me deje tranquilo, en paz. Que me diga: ¡tenías razón…!  ¡Esa y no otra, era la solución!

I)

Es inútil.  No puedo solucionar el problema de mi doble vida.  Esta esposa mía, Clarisa, buena, dulce, hermosa y gentil… a la que, sin la menor de las dudas, sigo amando; y mis dos hijos, a los que adoro y no quiero, en manera alguna, defraudar.  Ese es un término de la ecuación.  El bueno, el correcto, el que no me aparejaría problema alguno.  El otro… el otro término de esa ecuación maldita… ¡ah, el otro…!  ¡Ahí está mi drama griego!

Ricardo es mi gran amigo, desde la niñez; crecimos juntos en nuestro querido barrio de Flores.  Fuimos ─y somos─ “los amigos y compinches de las mil  aventuras”.  Claro, las inocentes aventuras de los chicos de treinta años atrás; “toco timbre y me voy”; “le afanamos la pelota a los de la barra de Yerbal” (nosotros éramos de la barra de Rivadavia); “revoleo de tachos de basura”; “los duelos” de figuritas, bolitas y las carreras de autitos de plástico y mil boludeces por el estilo.

Ricardo se mantuvo soltero y, su broma eterna, es llamarme: “esclavo de la gayola”.  Pero nuestra amistad y cariño se mantuvieron imperturbables.  Es cierto que alguna vez llamó mi atención que al Richard, al que de chico llamábamos “Pintita”, no se le conocieran novias…  ¡Y estando ya en los treinta y cinco!

Y ahí, justo ahí, el día de su cumpleaños número treinta y cinco se armó este quilombo sin final… que lleva ya quince años.

Ese día, sin vacilaciones, casi como un desafío, me dijo, mirándome a los ojos: “Osvaldo, mi amor por vos sigue tan fuerte como cuando teníamos veinte años… lo lamento”.

Más correcto hubiera sido decir que ese día se desencadenó.  La trama ya venía en desarrollo hacía unos años.  Desde el mismo día aquel de nuestros veinte pirulos en que, pasados de copas y volviendo de un “gran baile gran” de carnavales en el Club Comunicaciones, me dijo que “estaba enamorado de mí”.  Supe en el acto que ─a pesar del exceso de chupi─ hablaba en serio…  Hice como que no le oía… pero la marca estaba impresa.  Indeleble.

II)

Aunque nunca más volvimos tocar el tema… espinoso por demás. Y nuestra relación de amigos entrañables siguió de maravillas.

Si Clarisa y yo no salíamos, cada sábado infaltablemente, venía a cenar a casa -”la única comida decente de la semana”─.  Era su expresión de agradecimiento; para los chicos era el tío Ricardo.

El día de sus cuarenta ─¡maldito día!─, lo llamo en la mañana para felicitarlo.  En la charla me cuenta que su plan de festejos consiste en visitar en la tarde al padre internado en el geriátrico y después irse al cine y a comer algo en el Centro (solterón a muerte mi amigo).  Recuerdo, de pronto, que esta noche mi familia no está en casa.  No vacilo.

─ Ricardo, estoy solo… ¿por qué no nos juntamos?  Te paso a buscar, vamos a comer algo al Centro y luego, ¡feliz cumpleaños! te dejo en tu casa.

─ ¡Bárbaro!  A las diecinueve estoy de vuelta de ver a mi viejo; pasa a la hora que quieras…

Como de costumbre, lo pasamos de diez; comimos en el Palacio de la Papa Frita (infaltables bife de chorizo y papas soufflé) y terminamos la noche en su casa con unos panzones vasos de whisky en la mano.  No sin que en forma previa ─control de alcoholemia, que le dicen─ él me recordara que luego tendría que conducir hasta mi barrio.

Ya relajados, inevitablemente surge en mi mente el viejo tema.  (Supongo que en la suya, está pasando otro tanto).  Su amor por mí.

En el pasado lo hablamos una sola vez… sin arribar a puerto alguno. A ver si puedo resultar claro: ¡No soy homosexual…!  ¡Y él tampoco!  Sin embargo… y sin embargo… hace años que tiene una fijación conmigo.  Fijación que va más allá de lo puramente sexual.

Cuando abordamos el “puto” tema, aquella vez, me dijo: “que estaba enamorado de mí desde la niñez y que no lo podía resolver”.  Desde ya que, hoy al venir a su casa, a estar a solas con Ricardo, sabía que el bendito tema iba a salir a la luz…  ¡Y sin embargo, vine!

III)

Cuántas veces envuelto en la rutina del matrimonio he pensado en él y, cuántas otras, en la oscuridad de mi lecho haciendo el amor con Clarisa, se me ha representado su figura.  ¡Me odio por eso, es inevitable!

Sentados de lado en un sillón de tres cuerpos, en la penumbra de su living, su mano ─por vez primera─ se posa sobre la mía.  Mi reacción instintiva es retirarme.  No lo hago (ya hay mucho alcohol).  Pierdo la noción del tiempo, pero es como si nuestras manos tocándose nos mantuvieran más unidos que nunca.

─ ¿Te sirvo otro, Osvaldo?

Asiento con un gesto.  Él se levanta y volverá con las bebidas a su lugar en el sillón; ahora, se estira un poco y retoma esa, mi mano, que yo ya había alejado.  Lo dejo hacer; me acaricia con ternura.  Siento que mi sangre hierve…  Como hace años ─muchos─ que no lo hace con Clarisa…  Luego apoya su bebida en la ratona, retirando el vaso de mi mano y dejando el de él, se desliza hasta quedar bien pegado a mí…

Quiero cortar este desvarío, quiero irme ya, decir ¡no!, pero no hago nada.  ¡Nada!  Toma mi rostro entre sus manos y su boca se acerca a la mía; no me resisto y nos besamos con una intensidad tal que yo no había experimentado desde hace mucho tiempo.  Concluido el largo beso, demorado por años, su rostro se apoya en mi pecho y quedamos en silencio.

Después de un largo rato, tengo la necesidad de ponerle palabras a este momento, de decir algo, no sé qué, cualquier cosa.  No hayo la forma.  No hablo, él tampoco lo hará.  De pronto comienza a acariciarme.  Sus caricias son de una dulzura tal como la que sólo experimenté en el primer año de mi noviazgo.  No hay, todavía, en esas caricias nada de pasión, solamente una infinita ternura.  Casi sin darme cuenta, estoy respondiendo a ellas con la misma ternura e igual entrega.

Luego, sin decir palabra, se incorpora y me lleva hasta su cama.  Sólo la luz de la luna en la ventana será testigo de la intensidad con que nos amamos hasta que el sol está bien alto en el cielo.  Han sido varias horas de amor y entrega total.  Sin  palabras.  Sólo algún “querido mío, querido mío” brotará ─casi inaudible─ cada tanto de sus labios.

IV)

La última vez que estuvimos juntos en su cama ─apenas tres días atrás─, había quedado abierta una hoja de la puerta del placar, la espejada; no pude dejar de apreciar esa imagen cuasi patética: dos hombres grandes, cuyos cuerpos ya han perdido la gracia de la juventud; desnudos y haciendo el amor.  Esa conchuda imagen se instala en mi mente, me desvela, me acucia.

Esta historia lleva ya diez años…  ¿Y ahora qué?  Hace ya rato que el interrogante pasa por mi mente y no me animo a decirlo en voz alta.  Sin embargo sé que debemos hablar.  Que esto debe terminar, más temprano o más tarde…  ¡Debe terminar…!  ¡Debe terminar, carajo!

Esta historia, nuestra historia está a cumplir los diez años.  Mis hijos ya son hombres y me duele el alma cada vez que los miro a los ojos…  ¡Ni hablar de Clarisa!  ¿Qué pensarían del esposo y padre, ya cincuentón, enredado en una historia de amor con otro hombre?  Además… ¡estamos a las puertas de los cincuenta, que joder!

¿Y ahora qué?  ¿Cómo diablos sigue esto?  Decidido, planteo el tema:

─ Ricardo, no me arrepiento de nada… pero de ahí a dejar mi matrimonio o que nosotros prosigamos este romance de locos… ¡hay un mundo!  Quisiera saber qué pensás vos…  Estamos a las puertas del medio siglo de vida… creo que hay que decir, ¡basta!  (La idea es ya obsesión: ¡Esto debe terminar ya!).

Mi amigo no responde de momento.  Seguramente está pensando cada una de las palabras que me va a decir, finalmente:

─ Osvaldo, sabés que soñé con vos desde que éramos adolescentes.  Me alegra que haya ocurrido, me alegra que vos no te arrepientas de nada…  Pero, entiendo que vos no puedas seguir… y no me molesta.  Suficiente alegrías tuve en esta década de amor… por favor, hagámoslo buenamente, sin rencores, no arruinemos nuestro amor ni lo vivido y compartido…

V)

Pasan unos meses.

─ Osvaldo, ¿qué pasa con Ricardo?  Hace cuatro meses que no te oigo nombrarlo para nada.  ¿Se pelearon acaso? ─aunque se trata sólo de una frase de momento, Osvaldo se estremece.  Se hace el desentendido y no contesta.

Es cierto, ya pasaron cuatro meses de ese último encuentro de amor con mi amigo y ni uno ni otro hemos vuelto a comunicarnos.  ¡Dios mío, Dios mío, hace días y más días en que no puedo sacarlo de mi cabeza!  Y ahora, Clarisa me lo nombra.  ¡Ay Clarisa si supieras…!  Si supieras que anoche mismo, cuando te tenía entre mis brazos, era en él en quien pensaba. ¡No aguanto más!

VI)

─ ¡Hola Ricardo!, soy yo… tengo que verte.

─ ¡Hola! Bueno, venite esta noche por casa.

Antes de que llame a su puerta, Ricardo me abre.  Ambos, envarados e incómodos.  Acostumbrados desde adolescentes a saludarnos con un  beso, ahora no atinamos más que a un simple cabeceo.  Sin decir palabra, Ricardo sirve dos faroles, nos sentamos y tratamos de tener un remedo de conversación.  Él pregunta por mi esposa e hijos y yo por el trabajo y su papá.  Hace una hora que estamos juntos y la conversación no ha pasado de eso.  Finalmente, me preguntará:

─ ¿Querés que pida una pizza…? tengo birra santafecina.

─ ¡Dale, tengo hambre!

En el momento en que Richard vuelve del teléfono, yo me incorporo para dirigirme al baño, nos cruzamos e, inconteniblemente, nos abrazamos y besamos durante un par de minutos; a continuación estamos en su lecho haciéndonos el amor como posesos.

El chico del delivery tocará el timbre hasta cansarse… marchándose con la puteada a flor de labios y su pizza invicta.

VII)

Al marchar, le digo con decisión y convencimiento:

─ Ricardo, esta fue nuestra despedida final.  No quiero afectar nuestra legítima amistad…. ¡Sos mi mejor amigo!  Pero… ¡esto no va más!  Será mejor que dejemos un tiempo sin vernos.  Por los menos hasta que las aguas se aquieten. Espero me entiendas.

El otro no contesta, cierta humedad desconocida aparece en sus ojos.  Pero con entereza desprovista de dramatismo, me acompaña a la puerta, nos damos un fuerte apretón de manos y me voy.  Triste pero aliviado.

Dos meses más tarde ─un 25 de Mayo─ la vecina de Ricardo, que se ocupa de ordenar y limpiar su casa, me llama desesperada.

─ ¡Osvaldo, don Osvaldo, tiene que venir urgente al Hospital Vélez Sarsfield!, una ambulancia se acaba de llevar a Don Ricardo… parece que se tomó un tubo de unas pastillas raras…

Esa misma noche, Ricardo, fallecía entre mis brazos.

VIII)

Quince años más tarde, Clarisa lo seguiría.  El tiempo, inmisericorde, sigue su derrotero.  Ya son cinco años que estoy solo y pasado de los setenta largos.  Mis hijos, uno en Guatemala, el otro en Madrid; el mail y el teléfono son nuestro único contacto real.  Muy poco… demasiado; y mísero para un padre.  Demasiado.

La casa grande y solitaria se me viene encima y la soledad de la jubilación se me torna muy dura y cruel.  Tengo el recuerdo luminoso de Clarisa y de mis hijos de chicos…  Fui muy feliz con mi familia.

Este nuevo 25 de Mayo (nunca me olvido… todavía) me voy a la Chacharita a llevarle unas flores al mejor amigo que tuve en la vida, “el Pintita Ricardo.

Ricardo fue mi amigo desde la niñez, crecimos juntos en nuestro querido barrio de Flores.  Fuimos amigos y compinches de mil aventuras.  Claro, las inocentes aventuras de los chicos de cincuenta años atrás: “toco timbre y me voy”; “le afanamos la pelota a la barra de Yerbal” (nosotros éramos de la de Rivadavia); “revoleo de tachos de basura”; “los duelos de figuritas, bolitas y las carreras de autitos de plástico y mil boludeces por el estilo”.

 

por C. Fernández Rombi - 23 sep 2018

 

El hombre cincuentón, bien vestido, está un poco pasado de peso. Rezago de antiguo galán… aún no resignado, suele tomar el aperitivo de la noche en esta confitería de Rivadavia y Medrano… Sus ojos panean sobre la concurrencia ¡acá no hay pobres!, en ese momento repara en la hermosa muchacha que toma un café sin apuro. Por instinto, adopta su mejor perfil, su pose de impacto; busca su mirada y la encuentra. Ensaya su mejor sonrisa. Ella, no responde pero hay calidez en sus ojos y no rehúye su mirada.

 

Traen su Martini y se lleva la copa a los labios con afectación… ¡se siente ganador! La bebida viaja por conducto equivocado. Se atora. El romeo hace un esfuerzo brutal por contener la tos. Fracasa. El acceso concluye con sus ojos llenos de lágrimas. Ahora, sin mirarla, trata de recomponerse. ¡Qué mala suerte! Bueno… le pasa a cualquiera.

 

Busca nuevamente esa mirada que lo ilusionó. Ya no está.

 

Desamparo

por C. Fernández Rombi

27 ago 2018

 

Aguardo número en mano (rodeado de otros, pelo más pelo menos, ancianos como yo), que me atiendan y me den un turno para el neurólogo de la Clínica Passo de Témperley.

Llevo más de una hora cuando reparo en el hombre en silla de ruedas.

Solo, como la mayoría de nosotros, atornillado a su silla, que está pegada a una pared del salón, su cuerpo aunque está sentado, se adivina “retorcido” como girado sobre su eje. La mirada perdida contra el muro a no más de cincuenta centímetros de su cara.

A mi edad he visto la imagen del desamparo en todas las formas posibles. De la mano con la miseria extrema, en la expresión de los niños de orfanatos, en los de mujeres con gravidez avanzada haciendo la cola para una bolsa de alimentos, en la de internados en el Hospicio de las Mercedes (hoy, Hospital Tiburcio Borda), al que acudí un par de años cada semana a visitar a una amiga interna, en fin...

Pero nunca sentí impacto tal como el de este momento. Tal vez influya mi propia edad, ¡De seguro...! Los setenta y cinco no son los veinte, los treinta o los cuarenta.

Sin embargo, creo que esta imagen del desamparo en su más cruel representación va más allá, mucho. Parece increíble tal estado de abandono y soledad estando rodeado de un montón de gente.

Esta no es, desde ya, la imagen terrible de los niños de la guerra de Laos o Vietnam, una imagen que pareciera difícil de superar.

Trato de interpretar el porqué de que esta representación parezca, a mis ojos, más terrible aún que la de los hacinamientos de cadáveres de Auschwitz.

Finalmente, me doy cuenta.  El mayor de los desamparos del inválido reside en la mirada extraviada del anciano. Un hito de soledad incomprensible de un ser humano que está "en compañía" de una pequeña multitud humana.