El juez disiente

por C. Fernández Rombi

14 sep 2017

 

 

La vida de relación se ha complicado en mi casa... ¡joderse!

 

Tres años van desde que me casé, tan enamorado como hoy, con Amelia, una esposa de lujo y, más importante aún, un buen carácter sin desmayos.

 

Nos mudamos a la casa que comparto con mi vieja, mujer fina y también con una excelente forma de conducirse en nuestro hogar. Un buen trato a prueba de balas. Lo cual ha hecho posible que este trienio haya sido una bendición... sobre todo para mí, que soy alérgico a las discusiones o luchas intestinas.

 

La propiedad de la casa es compartida, era un bien propio de mi viejo; al fallecer y dado que soy hijo único, heredamos el 50% cada uno. Cuando me casé, Mamá, que ya conocía a Amelia, estuvo muy contenta de que no la dejáramos sola en una casa tan grande: cuatro habitaciones, tres baños, gran living y biblioteca, todo en dos plantas. En la superior se instaló la vieja, el día que tomó la decisión nos hizo un chiste:

 

─Me voy a instalar en la planta alta, de esa forma los molestaré lo menos posible... además, me voy a portar muy bien así me bancan hasta el día de mi muerte.

 

Esos tres años fueron una bendición: cero problemas, incluso los días de semana cenamos juntos y lo pasamos bien. Sábados por la noche, Amelia y yo vamos al cine y a cenar afuera, algunos domingos nos damos un paseo por el Tigre o Palermo. En fin, paz y armonía.

 

Pero no podía durar... Una noche, durante la cena, Mamá dice:

 

─Tengo muchas ganas de comprar seis maceteros metálicos de colgar para las ventanas del frente y llenarlos de mantos de novia blancos y lilas... la fachada de la casa cambiará totalmente y además el costo es ínfimo. Yo me haré cargo del mismo.

 

No presté demasiada atención, incluso me pareció una buena idea... hasta que, por el rabillo del ojo, vi la cara de culo de Amelia. Quise salvar el momento:

 

─Está bueno, ¿no te parece, amor? A nuestra casa sin jardín unas cuantas flores les vendrían muy bien... además, los mantos de novia son una belleza.

 

Nada, minga de respuesta. ¡Inocente de mí! Mi Amelia, como si no hubiera escuchado a ninguno de los dos, se paró y comenzó a levantar el servicio de café... En ese momento no imaginaba que había comenzado una lucha ─por este trivial motivo─ tan enconada y feroz que llevaría seis largos, larguísimos meses, hasta su desenlace. La vida en la casa de la calle Moliere cambió substancialmente. Al día siguiente, para la cena, observé que la mesa estaba puesta para dos. Con la mirada interrogué a mi mujer, se limitó a encogerse de hombros:

 

─Tu madre no se siente muy bien. La cena está lista, sentate que se enfría.

 

No hice caso y subí a saludar a la vieja. Estaba mordisqueando un emparedado frente a la tele y cuando la interrogué, repitió exactamente el mismo encogimiento de hombros de la nuera:

 

─Coman tranquilos... me  duele un poco la cabeza.

 

Así, sin grandes aspavientos, empezó la “guerra fría” en mi hogar. Guerra de la cual era el privilegiado, desganado y aburrido espectador. Para la cena del día siguiente, mi madre reapareció a la hora de comer. Ambas hablaban sólo conmigo, ignorándose mutuamente. Por supuesto estaba convencido que había habido entre ambas alguna escaramuza en el día que, sin embargo, las dos negaban en privado. Amelia preparaba la cena y la servía como antes; mi vieja, levantaba el servicio y lavaba la vajilla. ¿Cómo no pensar que el asunto debía tener algún condimento extra a los maceteros del orto?

 

Luego de seis meses, tengo lo huevos al plato; en la mañana del lunes, negado a toda concentración al laburo, tomo una decisión: “¡Esta noche las emplazó! Se arreglan o me mudo a un hotel.”

 

(Es en ese momento que el marido e hijo torturado, se sonríe inconscientemente y decide hacer algo mejor. Buscará en internet las páginas de decoración de fachadas, luego toma el teléfono y habla largamente. Al colgar, sigue sonriendo, esa noche será el Juez del diferendo y no dará la razón a ninguna de las partes).

 

La cena ha terminado y su madre, tal y como es su costumbre de los últimos tiempos, se incorpora para el retiro de la vajilla, luego del lavado de la cual, dará un beso a su hijo y se retirará a su dormitorio. Pero…

 

─Mamá deja eso por el momento... ¡quiero comunicarles algo a las dos!

 

La desconfianza y un principio de encerrarse en su caparazón se instalan en las mujeres, atentas a iniciar una discusión: no ignoran cuál será el tema del hombre.

 

─Mañana en la tarde voy a venir algo más temprano, vendrá un profesional de la Empresa Nuevas Fachadas a tomar las medidas del frente. Decidí encarar su remodelación integral, incluso van a agregar sobre cada ventana unos tolditos de tela de alta performance a la intemperie. ¡Creo que va a ser un golazo!

 

De primeras, solo le contesta el silencio, como si estuvieran digiriendo la idea; luego:

 

La madre: ─¡Pero eso va a salir un dineral... ¡qué disparate!

La esposa: ─¡Van a hacer una mugre descomunal... ¡qué disparate!

 

El hijo-esposo no puede ocultar una sonrisa, ambas ha utilizado la misma expresión; luego, su sonrisa se transforma en carcajada plena. Ríe hasta las lágrimas ante el estupor de sus mujeres. Éstas se miran de frente por primera vez en meses, al principio, asombradas; luego, distendiéndose, comienzan a sonreír bastante avergonzadas.

 

La madre: ─Hijo, no hay necesidad alguna que malgastes tanto dinero... renuncio a mi idea de los maceteros.

La esposa: ─Raúl, estoy avergonzada, con gusto aceptaré los maceteros.

 

─Señoras... ¡llegan seis meses tarde, mi decisión está tomada! Por otra parte, el arquitecto con el que hablé dice que la tarea demandará unos seis meses de trabajo y se disculpó a priori al manifestarme que este tipo de construcción suele producir mucho polvo y bastante ruido. El único condicionamiento que le puse es que no queremos maceteros colgantes.

 

Un hombre va a matar… pero aún no lo sabe

por C. Fernández Rombi

04 sep 2017

 

 

Al caer la tarde, el hombre entra en un bar de la Avenida Montes de Oca y Finochietto.

 

El sobre, en el bolsillo interior del saco, marca su funesta presencia. De momento no quiere pensar en eso; pide un café y se lamenta, una vez más, de la prohibición de fumar en los lugares públicos.

 

El contador Juan Pérez, jubilado reciente, y su mujer, Graciela, viven solos en una casa que quedó grande por la partida de los dos hijos. Casados y con residencia en Madrid, no puede evitar una sonrisa. ¡Dos argentinos instalando un bar de tapas en Madrid! Ellos nunca pensaron en que no disfrutarían el día a día del crecimiento de los nietos. ¡Qué lástima!

 

Ha pasado frente a este bar por años sin entrar, pero hoy un viejo bolero en la FM del auto lo volvió a la juventud y quiere repensar su vida, antes del encuentro con la única mujer que ha amado. Amor que lleva años y no cede, que ha perdido la pasión inicial pero cristalizó en un cariño sin fisuras, de tal forma que ninguno de los dos puede imaginar el resto de su vida sin el otro. Y ahora que están solos, se sienten más dependientes, más compañeros…

 

Saborea el café y recuerda sus primeros bailes de carnaval en el Racing Club Anexo de Villa del Parque. A los veintiuno conocería a Graciela y moría su corta vida de Don Juan. Hubo sí alguna otra, pero ya no recuerda nombre alguno. Ella era la esperada.

 

El observador piensa. Los seres humanos buscamos, conscientes o no, un amor de calibre único y total… la mayoría nunca lo hallamos. Nos acostumbramos a retazos, parcialidades, que terminan por agostarse o, peor, caer en lo opuesto al amor.

 

Antes de volver a su actualidad, se hace un momento para recordar su niñez y sus hermanos, la primaria y todo ese mundo adolescente que es parte intransferible de su vida. Linda. Pasará también, ¿cómo no?, por el Comercial Carlos Pellegrini, la facultad… y después la vida. Con sus más y sus menos. La noche avanza sobre el crepúsculo y sabe que debe volver a casa. Donde Graciela lo espera ansiosa. Consciente que esa ansiedad será hoy mayor que de ordinario.

 

El observador piensa. El recuerdo y el hecho que lo origina se asemejan, pero nunca son fidedignos el uno con el otro. A veces, concuerdan en lo más importante, otras, ni eso. Normalmente, el recuerdo es de superior calidad al hecho. Afortunadamente.

 

Ya pasó por la farmacia a comprar el ansiolítico que recetó el médico. “Cuando usted se anime a darle la noticia, algo que sugiero no demorar, su mujer va a necesitar algo que la tranquilice, esto le va a venir bien… quizás también usted debiera tomar alguno; a veces, hacerse el guapo no sirve de nada.”

 

¿Cómo se le dice al ser amado que su vida está a punto de terminar? ¿Cómo, que lo que era un tumor simple ha devenido en metástasis? ¿Cómo, que el final tiene plazo fijo…? (“No más de seis meses, mi amigo”) ¿Cómo, que inevitablemente, será muy doloroso?

 

Arriba al hogar y hace un tremendo esfuerzo por colgarse una confiada sonrisa. Pero… ella lo conoce mejor que nadie. ¡Mejor que yo mismo!

 

¡Hola mi amor, te ves muy bien!Graciela, lo mira un largo momento antes de contestar. Luego:

¿Es tan malo, Juancho?

 

No puede responder. Presiente la inminencia de las lágrimas. No quiere. Se saca el saco y trata de ganar tiempo. ¿Qué tiempo? ¡Si lo que no tenemos es tiempo! Busca el sobre y se lo entrega. Ella se sienta y lee con detenimiento. Después de un rato, él comprende que ya concluyó la lectura. Ahora se fuerza a mirarla. Ve el sobre cerrado sobre la mesa. Graciela, con la mirada perdida a través de la ventana, es habitante de un mundo en el cual, en este momento, él no tiene cabida. No sabe qué decir. Todas las frases de consuelo, pensadas y repensadas, se borraron de su mente. Es ella quién habla:

 

Juancho, sabés bien como pienso. Lo que deba ser, será… así que, por favor, no sufras ni te lamentes. Por otra parte, desde el mismo día de la última consulta y la batería de análisis, lo presentía… ¡ánimo querido mío!Ahora sí, el hombre no se puede contener y estalla en llanto. Un llanto crispado que lo asume. Se odia por eso. Graciela, lo acaricia con ternura. ¡Ella me alienta a mí!

 

Han pasado dos meses y el tema está instalado.

 

No quiero seguir sufriendo. No quiero que nuestros hijos se enteren. No quiero que me veas sufrir cada día. Por favor, mí querido, ayudame. Te pido un último gesto de amor… tal vez, el más grande y el mejor de nuestra hermosa vida en común─. Su tono es el de la convicción perfecta.

 

Un mes después, Juan está en el mismo bar al que entrara tres meses atrás con el funesto sobre en el bolsillo. También, como aquel día, previamente pasó por la farmacia. Ya no para comprar un calmante, ahora se trata de morfina en cápsulas blandas. Recetadas por el médico y cuya dosificación aumenta semana a semana.

 

Sabe lo que debe hacer. Pero qué difícil es. Aunque sea por un pedido manifiesto del ser que uno más ama. Sus manos, con los dedos entrelazados como en la oración cristiana, permanecen sobre la mesa. El café, intacto, se enfría sin remedio. Sabe que las lágrimas ruedan por su rostro en forma suave y apacible. Su reserva está agotada. Sabe que aún le resta mucho sufrimiento a su compañera. Sufre.

 

Esa noche, como ya es habitual, Graciela está inmersa en el sopor de la droga. Aún así, su gesto es de dolor. No hay más tiempo. En la cocina, vacía la totalidad de las cápsulas en un platito. La tetera avisa que el agua está a punto. Como ajeno a sí mismo, prepara la infusión, la azucara en exceso y le agrega el contenido del plato. Va al cuarto y con dulzura habla con esa mujer que escucha pero no tiene fuerzas o ganas para contestar.

 

Graciela te traje un té. Tomalo mi querida, te va ha hacer bien─. La ayuda, ella ya no ingiere nada sin ayuda. Cuando Graciela concluye, besa su frente durante largo tiempo.

 

Se recuesta a su lado hasta la mañana siguiente. Graciela ha partido. Arregla su cabello y corre la sábana hasta tapar su pecho… no se anima a más. Redacta una larga carta. Luego sale, pasa por el correo y la despacha vía aérea.

 

Consciente de que es una tontería… un gesto inútil, desatinado. Consciente de que Graciela no querría en modo alguno que hiciera eso…

 

Se dirige a la seccional policial.

 

Nadie separe lo que Dios ha unido

por C. Fernández Rombi

13 ago 2017

 

 

Están cansados, el velatorio y la inhumación los tiene levantados desde la noche anterior.

 

Nelly conduce en silencio y con la atención concentrada. Su matrimonio acaba de cumplir las bodas de plata y sigue tan enamorada como al inicio. El viaje de Castelar hasta Quilmes no es ni corto ni sencillo. Son las once y treinta y regresa con su esposo, Ricardo, desde la Chacarita. Allí descansarán los restos mortales del tío Humberto.

 

“El hombre más bueno de la familia”, según el dicho generalizado entre su gente: tíos, hermanos, cuñados y concuñados, la abuela Olga y demás. Criterio que comparte.

 

El velatorio no tuvo la menor ayuda del clima. Noche de invierno con  una tormenta fuera de lo común y viento arrasador. Los alrededores de la casa de sepelios estaban con diez centímetros de agua. Lo mismo durante el entierro.

 

“Pareciera que el tiempo se quiso sumar a la pérdida de un hombre de las calidades humanas del tío… como para que no lo olvidemos tan fácilmente”.

 

Han permanecido durante el viaje en silencio. Ella, manejando, con los sentidos en la ruta y su mente acechada por los viejos temas de la muerte. Ricardo, a ratos pensativo, en otros adormecido; cada tanto la mira con expresión de cariño inalterable.

 

Ya están llegando cuando ella habla; su tono es fuerte y claro:

─¡Yo no quiero pasar por esto! ─Ricardo se espabila en el acto.

─¿…?

─Quiero decir que cuando me toque, no quiero ni velatorio ni inhumación. Avisar a los más cercanos y luego derecho al crematorio. Esto que acabamos de pasar, y hace años que lo pienso, no tiene sentido. No le sirve ni al muerto ni a los vivos. ¿Qué pensás Ricardo?

─Igual que vos… así que expresemos dónde queremos ir a descansar y no volvemos nunca sobre este tema… Sabés que el de la muerte no es tema de mi predilección ni agrado…

 

Nelly se toma apenas un momento para pensar y luego contesta, sin vacilar:

─Mar del Plata… en el mar. Allí vivimos nuestra hermosa luna de miel y un montón de momentos agradables, llenos de luz… ¡inolvidables!

─Igual yo, Nelly. Más precisamente desde el espigón donde fui tan feliz con mi caña y mi mate… ¡Listo el pollo y la gallina! No se hable más.

 

El tiempo, inmisericorde, transcurre. Sólo los muertos desprecian el paso del tiempo.

 

Once años después, llega el momento de la partida de Ricardo, aún un hombre joven.

“Por suerte no sufrió. No lo merecía, se acostó una noche y ya no despertó”.

 

Al anochecer, los deudos van llegando al domicilio. Ricardo yace en el lecho matrimonial, su expresión es de paz. Cada uno lo saluda a su modo unos minutos y luego se van reuniendo en el living donde la mateada será compañera e invita a contar viejas anécdotas. Archiconocidas por todos, con Ricardo como protagonista. En algún momento Nelly o su hija Paula, dejan escapar un sollozo. Pero rápidamente vuelven a la calma. “Está todo bien”.

 

A las doce se marcha el último, algunos estarán presentes por la mañana en el acto de la cremación. Ya a solas, Nelly reza de a ratos, llora en otros y en los restantes recuerda a su esposo y su vida en común. Luego se recostará en el diván.

 

Terminada la incineración, Ricardito, lleva a su madre a casa. Comparten un café y cuando él se cerciora que “está entera” la deja y se marcha. La sencilla urna que contiene las  cenizas, como un adorno más, está en el modular del living. Pasa un mes antes que Nelly se decida a cumplir la última voluntad del hombre. Sus dos hijos se han ofrecido para ir con ella a Mar del Plata. No aceptó.

 

“Esta es mi despedida final de Ricardo y quiero vivirla a solas”.

 

Llega a la ciudad turística con un clima nuboso y frío. La urna ha viajado toda la mañana a su lado en la posición que siempre ocupara Ricardo. Estaciona con comodidad, no hay gente en la playa. “Habría que estar demente con este tiempo”. Con la urna abrazada con fuerzas, camina lentamente por el espigón de pesca. Hasta el mismo borde del hemiciclo.

 

Con los brazos apoyados en la baranda, su vista se clava en las aguas. No le resulta fácil la tarea. Aprovecha la excusa de alguna basura flotando en el agua que arremete sin descanso contra las columnas para demorar la acción. “¡Ahora sí!”.

 

No presta atención alguna al hecho de que las aguas han bajado un metro por debajo del nivel de instantes atrás, retirándose para tomar impulso. En el momento en que se decidía a destapar la urna llega la ola. Majestuosa y furibunda, no reconoce impedimento alguno.

 

Barre el espigón y a su solitaria ocupante con una urna cineraria en sus brazos.

 

Nelly cae al mar asida con todas sus fuerzas a la vasija, es su única contención y reparo. Sólo la soltará cuando el agua empieza a entrar en sus pulmones.

 

Ya es tarde.

 

Rapsodia de un largo día

por C. Fernández Rombi

25 ago 2017

 

Rapsodia: pieza musical compuesta por diferentes partes temáticas unidas libremente y sin relación alguna entre ellas. Es frecuente que estén divididas en dos secciones, una dramática y lenta y otra más rápida y dinámica, consiguiendo así una composición de efecto brillante.

 

Al amanecer, Emilio, ya despierto y con el desgano habitual, se apresta para su jornada de oficinista en una tabacalera. Luego de dos horas de viaje, ficha con tres minutos de atraso. Bue… hoy no me van a romper las pelotas como de costumbre.

 

A las once de la mañana, ya está exhausto. Lleva quince años en la empresa sin la menor posibilidad de crecimiento. Realiza las mismas tareas que cuando empezó. El mismo horario de mierda con una hora para comer, los mismos jefes jodidos dispuestos a cortarte la cabeza para quedar bien con los gerentes y el director… y el mismo podrido viaje. Al principio, desde Merlo le ponía una hora larga; ahora no bajo de dos. Ya cumplí los cuarenta y ni miras de cambiar… Peor, con el desparrame del dólar se asustaron y ya echaron a diez de los más nuevos y, por supuesto, más laburo por la misma plata para los que nos salvamos. En fin…

 

Tiene mujer y dos hijos en una secundaria privada de las más económicas; pero el presupuesto, igual no cierra. La esposa, de salud frágil, trabajó hasta un tiempo atrás. Momento en que el médico indicó “reposo”. Y ahí se me armó el quilombo, la guita no alcanza y hay que estirarla además de hacer ahorros estúpidos: los fasos, el vino y los postres en la cena; y por ahora, ni pensar en mis pobres zapatos listos para tirar… ¡qué vida de mierda!

 

Hoy cobró, son las dieciocho y es el primero en la fila para fichar “salida”. Ha separado el efectivo en distintas partes: un poco en cada media; otro poco en la cintura, bajo la camisa; en el bolsillo del saco, la plata chica. Al momento de hacer esta distribución, influencia directa de los pungas de cada día, trata de dilucidar por qué no hizo como cada mes. Retirar mil pesos y dejar el resto en la tarjeta de débito que le provee la empresa. No sé en qué estaba pensando… esto es una estupidez y un riesgo al pedo…aunque, en realidad, ¡quería verla toda junta por una puta vez!

 

Al salir, como de costumbre, se encamina al subte que lo llevará hasta la estación Once. Luego el tren hasta Merlo y de ahí un colectivo barrial que hace un recorrido tan tortuoso y rebuscado que parece diseñado por un demente. Faltaría que pase por Lomas de Zamora. La tortura moderna del viaje de regreso a casa, tendrá su glorioso final caminando cinco cuadras.

 

Sin saber el motivo, se detiene en la boca del subte. Enseguida debe hacerse a un costado, el acceso en la estación Perú de la línea “A” en ese horario, es tumultuoso. Con paso indeciso termina por entrar a la confitería de la esquina. Pide un coñac. ¡Puta, que rico! Pero me quema las entrañas, no estoy acostumbrado. Bien, cambié la rutina pero ahora no sé qué hacer… no tengo ganas de ir a casa aún.

 

Para evitar su preocupación, llama a la esposa e inventa una cena con compañeros del trabajo. En realidad, su mente está en blanco; lleva tres horas en ese lugar, está por el tercer trago y su confusión va en aumento. Decide tomar un poco de aire para aclarar sus ideas. Sale y se encamina por Reconquista hacia el bajo, dobla en Viamonte, no ha caminado más de treinta metros cuando dos luces rojas sobre un frente oscuro llaman su atención. El hombre bajo las luces, con corbata, amigable sonrisa y unas tarjetas en su mano, da un paso hacia él:

 

─¡Buenas noches amigo! Adentro tenemos buena música, licor y unas chicas hermosas y complacientes ─Emilio vacila, no es hombre ducho en ese tipo de situaciones, el otro insistirá─.  No me diga que tiene miedo, le aseguro que no hay compromiso, si no le gusta lo que ve se marcha y tan amigos.

 

Sin darse cuenta, reacciona a la provocación y da un par de pasos, ayudado por la mano del sujeto que lo empuja amablemente del brazo. Una vez adentro, sus ojos tardan en divisar cosa alguna. La única iluminación del antro está dada por unas velitas dentro de unos vasos, a uno por mesa. No tiene tiempo de pensar demasiado, como surgida de la nada una “chica” de unos cincuenta años tapados por medio kilo de maquillaje, escote generoso y hecha unas pascuas, se pega a él y lo besa en la mejilla. Su intenso perfume, en ese lugar cerrado, lo marea.

 

─¡Hola querido! ¿Primera vez en Mon petit cheval? ─sin solución de continuidad, se agarra de su brazo y lo sienta a una mesa, ella adherida a su lado, su brazo izquierdo le rodea los hombros y lo besa en el cuello─ ¿Me invitás una copa, mi amor?

El hombre asiente con la cabeza, aún no reacciona. Y después de todo… ¿qué me importa? Un día de vida es vida. Má si… no va a morir nadie.

 

No han pasado veinte minutos y su acompañante, aparentemente sedienta, ya se ha tomado tres tragos; él apenas un sorbo de coca. Las manos ávidas de la mujer recorren su entrepierna con dedicación: ya está muy excitado, la mujer le hace una propuesta al oído. Se deja conducir mansamente  hacia los reservados del fondo, allí la penumbra es mayor. Manotean, se besan, se abrazan; casi sin darse cuenta el hombre suspira. Ha eyaculado. Se limpia como puede con la punta de un mantel. No sabe cómo continúan estos encuentros. Ella, lo saca de dudas:

 

─Querido, me debés seiscientos… ─lo toma de la mano y arrastra hacia la barra─ ahora le pagás al mozo los tragos y te podés ir. Lo pasé muy bien con vos. ¡Sos tremendo! Volvé cuando quieras… mi nombre es Anamá.

 

Son las diez de la noche. Emilio se sienta en el umbral de un negocio cerrado. Le cuesta creer que sólo han pasado cuatro horas desde que salió del trabajo. Pasé todo el día a ritmo de tortuga y termino en una Ferrari. Bueno, la joda salió unos mangos pero valió la pena. Aprendí que mi vida rutinaria es mejor que esta. Estuve casi todo el tiempo pensando lo mismo: lo bien que estaría en casa con la flaca y los chicos.

 

Se toca el cuello y siente algo pegajoso. Y claro, la veterana tenía un lápiz labial completo en el buzón… voy a tener que arreglar este quilombo antes de llegar a casa. Por suerte, en este horario llego en una hora.

 

Antes de pararse ve un cordón desatado, se inclina para rehacerlo y, consternado, nota que la mujer “le limpió” una de las medias; la otra se salvó. ¡Gracias a Dios! Su primer impulso es volver al boliche, increparla y exigir lo suyo. Sonríe apenas y se encoge de hombros. Lo más fácil es que me coma un par de piñas y minga de guita. Mejor así… ¡experiencia completa!

 

Un hombre feliz se encamina hacia la estación del subterráneo, tararea una canción. Ignora que lleva un nuevo huésped a su familia.

 

Laborare est errare

por C. Fernández Rombi

05 ago 2017

 

 

Felipe Artuso es hombre distinguido en su humilde barriada lindera a Villa Lugano. Hace cuarenta años que vive en ese barrio, en la casa del padre. Allí nació; su mamá murió en el parto. Ambos hombres viven solos. La característica que distingue a Felipe es su amplia y total carencia de disposición para trabajar. Está invicto a los cuarenta.

 

Su falta de predisposición incluye cualquier tipo de actividad que requiera el mínimo esfuerzo físico. A lo largo de la vida, ha ostentado tres alias: “Vagancia” fue el primero. Ya en la adolescencia, “1º de Mayo”; ahora se impuso el de “Fatiga”. En este mes de diciembre fallece el papá, ferroviario jubilado.

 

Los amigos se hicieron presentes para acompañar el duelo de Fatiga. Al día siguiente, éste no apareció por el bar que les era común, tampoco se lo vio sentado en su silla, mate en mano en la puerta de su casa y el infaltable escarbadientes a un lado de la boca. Les pareció algo normal. Esta historia se repitió por tres días más. Empezaron a sentir preocupación.

 

Ignorante de esta situación, Fatiga había estado cavilando por primera vez en su vida. Le quedaba de herencia la casa paterna y un puñadito de dólares; ausente la jubilación del Viejo, veía problemas a corto plazo. El tercer día decidió buscar trabajo. Estaba asombrado de su decisión. Se había producido un clic en su modorra. El cuarto día de madrugada salió a la calle vistiendo saco y corbata (heredados), mangueó los avisos de Clarín y con ellos bajo el brazo marchó hacia el centro.

 

Al caer la tarde volvió, exhausto, al barrio. Tenía una posibilidad laboral cierta.

 

Estaba contento de su decisión… Quiso la mala suerte que pasara frente al bar y que la mayoría de sus amigotes de toda la vida estuvieran en una mesa de la vereda. Primero fue la alegría de verlo –Fatiga es un buen tipo─ y saber que no le pasaba nada malo. Mientras él se acercaba, empezaron a notar que iba “vestido de persona”. Inusual e increíble. Empezaron las cargadas y la risa generalizada. Pero los avisos bajo el brazo fueron el real detonante de una grita infernal. Lo palmeaban, carajeaban y boludizaban de todas las formas posibles.

 

Uno de ellos reparó, de pronto, en la fecha de los avisos: 28 de diciembre.

¡Muchachos, muchachos –gritó a voz en cuello- es una joda del Día de los Inocentes…!

 

Y desde el grito, la cosa se pudrió del todo. Ahora lo felicitaban todos a una: “Fatiga, es la mejor joda de Inocentes de la historia”. Y siguieron, y siguieron, y…

 

Esa noche, cansadísimo, Fatiga archivó saco y corbata. “No fue una buena idea”.

 

Nunca más los volvería a usar.