Nadie separe lo que Dios ha unido

por C. Fernández Rombi

13 ago 2017

 

 

Están cansados, el velatorio y la inhumación los tiene levantados desde la noche anterior.

 

Nelly conduce en silencio y con la atención concentrada. Su matrimonio acaba de cumplir las bodas de plata y sigue tan enamorada como al inicio. El viaje de Castelar hasta Quilmes no es ni corto ni sencillo. Son las once y treinta y regresa con su esposo, Ricardo, desde la Chacarita. Allí descansarán los restos mortales del tío Humberto.

 

“El hombre más bueno de la familia”, según el dicho generalizado entre su gente: tíos, hermanos, cuñados y concuñados, la abuela Olga y demás. Criterio que comparte.

 

El velatorio no tuvo la menor ayuda del clima. Noche de invierno con  una tormenta fuera de lo común y viento arrasador. Los alrededores de la casa de sepelios estaban con diez centímetros de agua. Lo mismo durante el entierro.

 

“Pareciera que el tiempo se quiso sumar a la pérdida de un hombre de las calidades humanas del tío… como para que no lo olvidemos tan fácilmente”.

 

Han permanecido durante el viaje en silencio. Ella, manejando, con los sentidos en la ruta y su mente acechada por los viejos temas de la muerte. Ricardo, a ratos pensativo, en otros adormecido; cada tanto la mira con expresión de cariño inalterable.

 

Ya están llegando cuando ella habla; su tono es fuerte y claro:

─¡Yo no quiero pasar por esto! ─Ricardo se espabila en el acto.

─¿…?

─Quiero decir que cuando me toque, no quiero ni velatorio ni inhumación. Avisar a los más cercanos y luego derecho al crematorio. Esto que acabamos de pasar, y hace años que lo pienso, no tiene sentido. No le sirve ni al muerto ni a los vivos. ¿Qué pensás Ricardo?

─Igual que vos… así que expresemos dónde queremos ir a descansar y no volvemos nunca sobre este tema… Sabés que el de la muerte no es tema de mi predilección ni agrado…

 

Nelly se toma apenas un momento para pensar y luego contesta, sin vacilar:

─Mar del Plata… en el mar. Allí vivimos nuestra hermosa luna de miel y un montón de momentos agradables, llenos de luz… ¡inolvidables!

─Igual yo, Nelly. Más precisamente desde el espigón donde fui tan feliz con mi caña y mi mate… ¡Listo el pollo y la gallina! No se hable más.

 

El tiempo, inmisericorde, transcurre. Sólo los muertos desprecian el paso del tiempo.

 

Once años después, llega el momento de la partida de Ricardo, aún un hombre joven.

“Por suerte no sufrió. No lo merecía, se acostó una noche y ya no despertó”.

 

Al anochecer, los deudos van llegando al domicilio. Ricardo yace en el lecho matrimonial, su expresión es de paz. Cada uno lo saluda a su modo unos minutos y luego se van reuniendo en el living donde la mateada será compañera e invita a contar viejas anécdotas. Archiconocidas por todos, con Ricardo como protagonista. En algún momento Nelly o su hija Paula, dejan escapar un sollozo. Pero rápidamente vuelven a la calma. “Está todo bien”.

 

A las doce se marcha el último, algunos estarán presentes por la mañana en el acto de la cremación. Ya a solas, Nelly reza de a ratos, llora en otros y en los restantes recuerda a su esposo y su vida en común. Luego se recostará en el diván.

 

Terminada la incineración, Ricardito, lleva a su madre a casa. Comparten un café y cuando él se cerciora que “está entera” la deja y se marcha. La sencilla urna que contiene las  cenizas, como un adorno más, está en el modular del living. Pasa un mes antes que Nelly se decida a cumplir la última voluntad del hombre. Sus dos hijos se han ofrecido para ir con ella a Mar del Plata. No aceptó.

 

“Esta es mi despedida final de Ricardo y quiero vivirla a solas”.

 

Llega a la ciudad turística con un clima nuboso y frío. La urna ha viajado toda la mañana a su lado en la posición que siempre ocupara Ricardo. Estaciona con comodidad, no hay gente en la playa. “Habría que estar demente con este tiempo”. Con la urna abrazada con fuerzas, camina lentamente por el espigón de pesca. Hasta el mismo borde del hemiciclo.

 

Con los brazos apoyados en la baranda, su vista se clava en las aguas. No le resulta fácil la tarea. Aprovecha la excusa de alguna basura flotando en el agua que arremete sin descanso contra las columnas para demorar la acción. “¡Ahora sí!”.

 

No presta atención alguna al hecho de que las aguas han bajado un metro por debajo del nivel de instantes atrás, retirándose para tomar impulso. En el momento en que se decidía a destapar la urna llega la ola. Majestuosa y furibunda, no reconoce impedimento alguno.

 

Barre el espigón y a su solitaria ocupante con una urna cineraria en sus brazos.

 

Nelly cae al mar asida con todas sus fuerzas a la vasija, es su única contención y reparo. Sólo la soltará cuando el agua empieza a entrar en sus pulmones.

 

Ya es tarde.

 

Laborare est errare

por C. Fernández Rombi

05 ago 2017

 

 

Felipe Artuso es hombre distinguido en su humilde barriada lindera a Villa Lugano. Hace cuarenta años que vive en ese barrio, en la casa del padre. Allí nació; su mamá murió en el parto. Ambos hombres viven solos. La característica que distingue a Felipe es su amplia y total carencia de disposición para trabajar. Está invicto a los cuarenta.

 

Su falta de predisposición incluye cualquier tipo de actividad que requiera el mínimo esfuerzo físico. A lo largo de la vida, ha ostentado tres alias: “Vagancia” fue el primero. Ya en la adolescencia, “1º de Mayo”; ahora se impuso el de “Fatiga”. En este mes de diciembre fallece el papá, ferroviario jubilado.

 

Los amigos se hicieron presentes para acompañar el duelo de Fatiga. Al día siguiente, éste no apareció por el bar que les era común, tampoco se lo vio sentado en su silla, mate en mano en la puerta de su casa y el infaltable escarbadientes a un lado de la boca. Les pareció algo normal. Esta historia se repitió por tres días más. Empezaron a sentir preocupación.

 

Ignorante de esta situación, Fatiga había estado cavilando por primera vez en su vida. Le quedaba de herencia la casa paterna y un puñadito de dólares; ausente la jubilación del Viejo, veía problemas a corto plazo. El tercer día decidió buscar trabajo. Estaba asombrado de su decisión. Se había producido un clic en su modorra. El cuarto día de madrugada salió a la calle vistiendo saco y corbata (heredados), mangueó los avisos de Clarín y con ellos bajo el brazo marchó hacia el centro.

 

Al caer la tarde volvió, exhausto, al barrio. Tenía una posibilidad laboral cierta.

 

Estaba contento de su decisión… Quiso la mala suerte que pasara frente al bar y que la mayoría de sus amigotes de toda la vida estuvieran en una mesa de la vereda. Primero fue la alegría de verlo –Fatiga es un buen tipo─ y saber que no le pasaba nada malo. Mientras él se acercaba, empezaron a notar que iba “vestido de persona”. Inusual e increíble. Empezaron las cargadas y la risa generalizada. Pero los avisos bajo el brazo fueron el real detonante de una grita infernal. Lo palmeaban, carajeaban y boludizaban de todas las formas posibles.

 

Uno de ellos reparó, de pronto, en la fecha de los avisos: 28 de diciembre.

¡Muchachos, muchachos –gritó a voz en cuello- es una joda del Día de los Inocentes…!

 

Y desde el grito, la cosa se pudrió del todo. Ahora lo felicitaban todos a una: “Fatiga, es la mejor joda de Inocentes de la historia”. Y siguieron, y siguieron, y…

 

Esa noche, cansadísimo, Fatiga archivó saco y corbata. “No fue una buena idea”.

 

Nunca más los volvería a usar.

 

La sombra de Pérez

por C. Fernández Rombi

16 jul 2017

 

 

El hombre de cuarenta años lleva veinte, la mitad de su vida, trabajando en la misma constructora. Está desencantado e inmerso en el inicio de una crisis de depresión. La empresa ha contratado hace un par de meses nueva secretaria, una hermosa pelirroja, más hermosa del común  y muy joven.

 

Tan joven que duele el sólo pensarlo.

 

Rápidamente se produjo una chispa de atracción entre el hombre maduro y ella,  Marysol. Veinte días después, ya tienen una aventura. Él, poco acostumbrado a las aventuras románticas está encantado. Rejuvenecido, ni sombra de depresión. Entiende con claridad que “esto” no puede ir más allá de algo circunstancial: por un lado, es casado; y por el otro, no tiene un solo tema de conversación. No puede evitar cierto grado de fastidio todo el tiempo que Marysol pasa en el celular enviando y recibiendo cientos, ¡miles… millones! de mensajitos, sea lo que fuere lo que estén haciendo.

 

"Es crispante… pero que hermosa es en la cama; sobre las sábanas, su cabellera es una llamarada de luz rojiza; su mirada, pura luz. Pareciera conocer todo sobre el amor desde el mismo inicio de los tiempos… como algo que trae desde la cuna, que le pertenece y no admite discusión. ¡Estoy loco por ella! Aun sabiendo que no va a durar, que no puede permanecer… Me pasaría horas mirándola… Hay momentos, cuando no me observa, que me asaltan ganas de llorar ante tanta belleza. Muchos años que no me sentía tan bien, parezco un adolescente. Por favor que dure, no sé cuánto pero que dure."

 

Jueves por la tarde en Buenos Aires, la temperatura es agradable y una fina llovizna no deja de caer.

 

Marysol se reintegró a la empresa esa mañana, un resfriado rebelde la tuvo en cama unos días. Ambos cruzaron una cálida sonrisa al toparse en el pasillo y un par de frases convencionales. Entre dientes, él desliza su mensaje: “¿Nos vemos esta noche?”  Marysol, vacila un instante, todavía no se siente bien.

 

"El viejo me está suplicando con la mirada, me da un poco de pena y bue…"  -Bueno, está bien. Contestará en voz baja.

 

A veces, eso que llamamos destino, sea para las grandes cosas o las trivialidades juega sus cartas más allá de la decisión humana. Sobre las tres de la tarde ambos coinciden en las oficinas del Instituto Argentino del Cemento Portland. Su encuentro se produce en uno de los amplios pasillos frente a un ventanal que da a Paseo Colón.  La vista es espléndida, sobre los viejos árboles de la Avenida reverbera tenue un pálido sol que le hace de marco a la suave lluvia que sigue. Ambos parecen  sorprenderse alegremente. Marysol logra disimular un pequeño sobresalto o disgusto…

 

"Me lo encuentro hasta en la sopa… ¿me estará siguiendo?"

 

Él la toma de la muñeca, se siente exultar y trata de disimular al decir:

 

-El destino nos reúne Marita… ¡qué alegría! ¿Qué te trae al Instituto?

-Me mandó el viejo Pérez para retirar unas facturas de los últimos ensayos de probetas de hormigón armado que mandamos… ¿Y vos?

-Tengo que reunirme con el pesado del gerente comercial, justamente por las dichosas probetas… los últimos ensayos no nos dan bien. Y para colmo lo voy a tener que esperar como una hora, parece que tiene una reunión en Ingeniería…

- Paciencia Julio, yo terminé y ya me vuelvo a la empresa.

 

El hombre no la suelta, pareciera buscar algo qué decir, sin saber él mismo de que se trata; finalmente se decide:

 

- Maryta, mirá que hermosa tarde… y si la pasamos juntos… yo después te busco una excusa para Pérez…

- ¡No! Nada que ver. Hoy me cagó a pedos y me dijo que soy muy nuevita para estar faltando. Julio, me está pagando muy bien y no quiero perder este laburo. Perdoname… pero me costó mucho conseguir  trabajo. Disculpame, pero no.

 

Claro que se nota la frustración y el desencanto del hombre, que cediendo dirá:

 

-Bueno amor no te hagas problemas… entonces nos vemos a la noche como convinimos…

 

La muchacha vacila unos pocos segundos, luego asumirá una decisión.

 

-No Julio, mejor hoy no. Todavía no me siento bien y no quiero una recaída. Combinamos para cualquier otro día.

 

“…cualquier otro día. ¡Esto no va más! Me pasé de cargoso y es mi culpa. No sé qué decir, no me puedo arrodillar ante esta mocosa… aunque sea mi locura…”

 

Marysol, con delicadeza libera su muñeca y con una sonrisa se despide:

 

-Chau, nos vemos en la empresa.

 

“Ni un puto beso, simplemente se dio vuelta y se fue… ¡me lo gané!”

 

El ingeniero Julio Santana no se queda a esperar al Señor Gerente, tampoco volverá a su empleo. Abandona el edificio y entra en el primer bar que encuentra. Se sienta frente a la ventana, pide un café y se dedica a mirar detenidamente, como si fuera la actividad más importante de su vida, la fina lluvia que cae sobre el boulevard del Paseo Colón.

 

La traición de Ana Bolena

por C. Fernández Rombi

26 jul 2017

 

 

El paje tiene veinte años y es el encarnado suspiro del mujerío de la corte del rey Enrique VIII, tanto sean mucamas, damiselas o cortesanas. Uno más, entre los doscientos cincuenta servidores de Ana Bolena, la Reina Consorte. Con dos años en Palacio, su gran estatura lo destaca entre sus pares. A pesar de lo desigual de sus facciones angulosas y pronunciadas, es un proyecto de hombre muy atractivo. Sin que él lo sepa, su rostro y su figura toda parecen el epítome mismo de la sensualidad.

 

La Marquesa de Norfolk está cada día más lejos de conseguir el reconocimiento de su marquesado. No ayuda a su propósito el fallecimiento del viejo marqués con el que convivió los últimos tres meses de su vida. Según su versión, acaecido prematuramente luego del enlace entre ambos; en secreto, para no molestar a las hijas del anciano. Ha presentado sus papeles de casamiento a la Cámara de los Lores, pero ésta no toma resolución alguna. El acta no aparece registrada en ningún lugar y los dos testigos referidos son desconocidos por completo. De todas maneras, la gentil y simpática viuda cuenta con el favor de la Reina. Así que, siendo su amiga y confidente, no se preocupa demasiado. A sus veintitrés años, cree que la amistad de la Reina la protegerá hasta el fin de los días… Asegurando, además, su permanencia en Hampton Court Palace, lugar de notables diferencias a la Lyon Tavern donde residiera hasta que el destino la pusiera en el camino de Lord Norfolk. Dadas las dudas acerca de la legitimidad de su título, los cortesanos de Enrique lo han solucionado llamándola despectivamente “The little marchioness” o, simplemente, The little. Por supuesto, a sus espaldas y a las de la misma Reina. Su lealtad y amor por su soberana y amiga adquieren una devoción casi perruna. Ana es la única en referirse a ella como la Marquesa de Norfolk.

 

The little fue la primera en reparar en la presencia del atractivo paje. Y con la llegada de Jane Seymour a la casa real, también del cariz que va tomando la relación de Ana con el rey uxoricida. Ha sido ella la primera en notarlo, seguramente por su larga experiencia con varones, que comenzó a elaborarse previamente a cumplir sus quince años. Antes que nadie, ha observado que el modo en que el Rey mira a Jane está lejos de ser paternal.

 

Ahora se le ha metido en la cabeza que su Ana Bolena se desquite del especialista en esposas mediante la utilización de los servicios amatorios del rubio paje. Y de paso, ponga un manto de alivio a sus reiterados abortos indeseados… Abortos que han provocado la furia y la frustración del Rey, desesperado por un hijo varón, que ya se le había negado con su reina anterior, Catalina de Aragón.

 

No es Ana mujer a la que le pueda proponer así porque sí una aventura extramatrimonial. Menos aún con un lacayo y para colmo, tan joven.Pero, tengo mis armas y unas ganas enormes de que le meta unos buenos cuernos a ese hijo de puta… Además, este lacayo es una delicia y por si fuera poco, un amante de primera, según la versión de las doncellas que ya vivieron la experiencia”.

 

La vida de Ana se ha convertido en un tormento. Sus parientes y partidarios por un lado, sus adversarios y los amigos de Juana Seymour por el otro, están involucrados en una lucha sin cuartel… Claro, estos últimos tiene a su favor dos herramientas invaluables: los embarazos frustrados de Ana y la belleza de Juana. Hay una sola persona con la cual puede hablar y a veces llorar a gusto: The little.

 

“Aunque a veces se pone pesada, hablándome de ese paje tan alto como joven. Le he dicho con reiteración que ese tema me desagrada… pero mi amiga es incansable. Se da maña para que por lo menos una vez en el día lo tenga frente a mis ojos… Bien es cierto que soy mujer y como tal, con necesidades. Además, hace largo tiempo que el Rey no me toca, salvo sea para tratar de preñarme… ¡Como si fuera una maldita vaca!”.

 

Día a día, Enrique manifiesta el aumento de sus preferencias por Juana Seymour.  Ha dejado de lado toda convención social y terminará por hacerlo frente a su propia esposa. Ana Bolena, hierática, no borra la sonrisa de su rostro… Pero su interior es un volcán listo a estallar. Esa noche, por fin a solas con su amiga, uno más entre los doscientos testigos del desdén real, Ana es presa de un ataque de nervios. De duelo, las amigas permanecen abrazadas largo tiempo, las palabras sobran. Ya sobre la madrugada, secas las lágrimas y con voz tan tranquila como resuelta, Ana Bolena, dice al oído de su compañera:

 

Mi pequeña, tomé mi decisión. Voy a tomarme un pequeño desquite de esos dos hijos de puta… Arreglad un encuentro con el paje. The little no puede disimular ni el sobresalto ni la alegría, pero Ana, imperturbable, continuará.

 

Te pido solamente que él no se entere de que se trata de la reina. No dudo en que sabrás desempeñarte.

 

“¡Qué noche de locura! Nunca pensé que The little fuera una ramera emputecida. Es como si mis encamadas anteriores hubiesen sido apenas un ensayo. Espero que se repita pronto… La marquesita es pólvora de la buena.”

 

Ya no sería.

 

Ana Bolena es ahora habitante de lujo de la siniestra Torre. Su delicado cuello aguarda la espada del verdugo. Leve consuelo le trae el recuerdo de su noche de lujuria.

 

La jaula

por C. Fernández Rombi

06 jul 2017

 

 

La casa, en las afueras de Chilecito, es una ruina. El hombre, también. Cargado de años y frustraciones ha vuelto a su única posesión en este mundo; esta casa que construyera su abuelo hace noventa años. Nadie la habita hace tiempo; primero murió la madre, después el padre y él, con apenas ocho años, fue llevado por la tía a vivir a las afueras de La Rioja.

 

Recién entonces, a sus ocho años, empezaría la primaria que no le duraría más de un par de años. Enseguida, a la muerte de la tía ─sin saber cómo─, aparecería en una villa miseria del oeste del Gran Buenos Aires. En la que ha vivido hasta ahora; cuando ya al filo de los ochenta ha vuelto a la casa de su niñez. Algunos años de pedigüeño, otros de ciruja y finalmente, cartonero. Ha transitado una vida que no le parece suya propia, sino de otro.

 

“Un montonazo de años… ¡carajo!”

 

De igual manera, ignora cómo Ramona Estévez empezó a andar a su lado en el carrito; y luego se fue a vivir con él a sus veinte chapas durante años. Apenas recuerda a su mujer borrada hace tiempo o a sus dos hijas que también desaparecieron de su vida hace años.

 

“Jamás les puse la mano encima a la Ramona o a las chicas… Pero se quejaban de mi falta de ternura y que no las tuteara. Mientras mis niñas fueron bebés, me gustaba besarles las mejillas morenitas; pero apenas empezaron a hablar… fue inútil; ya no pude ni hablar con ellas y menos acariciarlas ¡Sólo Cristo sabe dónde se andan!”

 

La mirada cansada recorre su casa natal sin emoción alguna. Tres piezas con piso de tierra apisonada y pequeños ventanucos, una enorme cocina sin mesada y en falsa escuadra; el baño afuera y el patio trasero. Tan amplio como sucio, cubierto de malezas y yuyos que ocultan, sólo a medias, la jaula de los pájaros.

 

La jaula, apoyada como siempre y de cualquier manera contra el muro medianero. Los pájaros, cree, eran la debilidad del abuelo.

 

“Me parece que cuando el abuelo murió, los pajaritos se fueron con él.”

 

La jaula (I)

La jaula ─grande, aunque no llegaba a ser un jaulón─ la había hecho, al igual que la casa, el abuelo al que no conoció y que, según la versión de la vieja, era fanático de los pajaritos. Él nunca vio un solo pájaro en esa jaula; vencida y ladeada contra el muro del patio. También el patio estaba vencido, también la casa, también la vieja, también el padre, también el mismo chico que él fuera.

 

Él preferiría que la jaula no se vea… Aunque entre los yuyos se dejan adivinar los alambres curvados que ayer fueran negros y hoy son óxido y no más, que dan forma a la parte superior de su techo. La jaula es ominosa presencia para este viejo que ayer era un niño.

 

Despatarrado en un incómodo sillón de hierro, el viejo recuerda su pasado, aún más viejo. Sin darse cuenta, trata de arreglar el edredón estropeado que separa el cuerpo del metal. No cae en la cuenta que son los mismos movimientos mecánicos que hacía setenta años atrás su padre; con la misma motivación, buscar algo más de comodidad…

 

Aunque padre y el sillón eran un conjunto, un equipo indestructible. Padre no se sentaba en el sillón, se fundía en él.

 

Su niñez fue hace mucho tiempo…  Tiempo que le sirvió para pensar cada vez menos en el pasado y en ellas. La vieja y la jaula…. y, ¿por qué no?, también en su padre.

 

"La jaula hija de puta… y la vieja y Padre… ¡hijos de puta!"

 

Sin embargo, no experimenta odio; pero son recuerdos insobornables. Siempre presentes.

 

La vieja

La vieja siempre fue “la vieja”. Nunca su mamá. Todos la llamaban de esa forma sin otro aditamento. Salvo, claro, su padre; para él era  “la vieja loca”, sobre todo cuando la fajaba ─a diario─. Cuando hablaba con él y se refería a la vieja, solía decir “pendejo mugre andá a decirle a tu abuela que te limpié un poco”. Pero no era su abuela.

 

“Nunca supe porque se había casado con una mujer tan mayor que él… O sí. Para dominarla, obligarla a trabajar meta lava que lava todo el santo día y para maltratarla cada vez que volvía chupado… A mí tampoco jamás me llamo hijo o Pedro, yo era el pendejo de mierda o el maldito mocoso bueno para nada. Por eso no se preocupó en mandarme a la escuela. “Si yo nunca fui y soy todo un hombre”. Padre nunca trabajó; se pasaba el día sentado en este mismo sillón tomando un amargo tras otro. La vieja estaba con ojo atento a cambiarle yerba y agua cada hora sin fallar… si no, ¡quilombo seguro! Al caer la noche desaparecía hasta la madrugada, nunca supe adónde iba. Siempre volvía borracho y fajaba a la vieja… Que recibía todo sin una queja ni un suspiro. Solamente sus lágrimas largas e interminables y su quejido, apenas insinuado, apenas murmullo.”

 

La recuerda así, de esa manera, como un murmullo perdido en el tiempo. Sólo tenía con él alguna ternura cuando padre no estaba…y eso era difícil. Padre era, en el día, una presencia inmutable; sentado en este mismo sillón sin decir una palabra salvo fuera ladrar alguna orden. No recuerda que una sola vez lo haya llamado por su nombre.

 

Y tampoco lo recuerda bien, -en realidad casi nada recuerda bien─ cuando tenía cinco o seis, una noche de golpiza en vez de enterrar su cabeza en la almohada como de costumbre se asomó para mirar. El hombre, con la mirada vacía y sin expresar odio de naturaleza alguna, golpeaba a la vieja sistemáticamente. Como una obligación que no podía soslayar… Hasta que vio al pequeño espiando desde el vano de la cocina.

 

─¿Qué carajo mirás pendejo de mierda? ¡Mañana te arreglo a vos!

 

La jaula (II)

“No pegué un ojo el resto de la noche, me la pasé temblando. Padre nunca me había pegado… ¿y ahora qué? A la mañana, la vieja me sirvió el mate cocido y la galleta de costumbre, no dijo una palabra ni mencionó lo sucedido, sólo me acarició un hombro al pasar. Empecé a recobrar la tranquilidad; Padre se había olvidado. A las diez ya se había instalado en el sillón con el mate y yo jugaba con unas piedritas en el rincón más alejado del patio sin hacer un solo ruidito…

 

─¡Pendejo, a la jaula!

Duro como un poste no supe cómo reaccionar. Enseguida entendería.

 

─¡Te metés en la jaula o te mato…! ¡Ahora pendejo!

Como rayo me fui a la jaula y, con esfuerzo, me metí en ella. Suerte que era flaco como lombriz. Ahí me pasé el día entero. Al atardecer, cuando padre roncaba en el sillón, la vieja me dio comida y agua. Así el día entero. Y así seguiría día tras día; cuando Padre se apostaba en el sillón al rato pegaba el grito:

 

─¡Pendejo a la jaula!

Recién a la noche cuando se marchaba, la vieja venía y me ayudaba a salir de la jaula, luego me frotaba todo el cuerpo porque los calambres me hacían llorar y le daba una limpiada para eliminar los restos de mis necesidades… por fin, me daba de comer. Y así, y así, y así… dos, tres, cien años. Una mañana desperté asombrado, no se oía el habitual ajetreo de la vieja en la cocina y ya Padre estaba en el sillón del patio… Como desconcertado e inquieto por la ausencia del mate. Ahí, llegó el alarido:

 

─¡Vieja loca, el mate!

Desesperado fui a despertar a la vieja. No se despertaba… estaba fría y seca como si fuera a dormir hasta el fin de los días. Como un atontao salí al patio y mire a Padre; sin poder decir una palabra, creo que mis ojos estaban abiertos como platos…

 

─¿Qué carajo te pasa pendejo mugre?

No pude contestar, pero no insistió. Él empezaba a maliciar lo que yo no entendía. Se fue directo al cuarto… Al rato lo oí exclamar entre dientes, como hablando consigo mismo y desprovisto de su natural autoridad.

 

─La gran puta… se me murió la vieja.

Desde ese día no volví a la jaula… tampoco Padre fue el mismo. Reemplazó el mate por la damajuana, cuando no aguantaba el hambre me mandaba a comprar pan, pan, pan, pan y nada más. Él vivía a pan y vino, y yo, a pan y agua; no duró mucho. Tal vez un mes, o dos, o tres, no sé. Yo no tenía sentido del paso del tiempo. Pero a la jaula… ¡ya nunca más! Hasta que, una mañana cuando me levanté, lo vi tirado en el patio, el sillón caído y la damajuana también. Tardé horas en acercarme y empezar a hablarle despacito, pero ya intuía que le había pasado lo mismo que a la vieja. Me fui al vecino más cercano, a unos doscientos metros, me quedé mirando al hombre sin hablar una palabra. Él entendió, me dio la mano y fuimos hasta casa. Apenas se acercó a padre, se santiguó, y siempre tomados de la mano me llevó a la comisaría.

 

¡Fue lindo! Los policías me mimaban; con ellos comí mi primer caramelo y mi primer chocolatín; a la noche, dormía en casa de alguno de ellos, con sus chicos. ¡Fue lindo!

 

Diez días más tarde apareció la tía Clara, hermana de la vieja y tan vieja como ella y me llevó a La Rioja. A un humilde rancho de las afueras, que, en comparación con mi casa… ¡era un lujo! Me hizo empezar la escuela… nomás un par de años y luego se me murió. Solo en el mundo, un tiempo más tarde llegué a Buenos Aires, no tengo idea de cómo ni por qué. Ahora, después de un montón de años y tan solo como estaba a los doce años vuelvo a mi casa. El barrio ha cambiado, mi vieja casa ahora está rodeada de muchas otras… amontonadas sin demasiado orden ni criterio.

 

Va para un rato que nada me interesa ni poco ni mucho… ¡joderse que estoy viejo y choto!”

 

La tarde va muriendo lentamente y su recuerdo primordial, la jaula, como siempre lo trastorna un poco. La jaula.

 

El hombre adopta sin pensarlo la antigua posición del padre en el viejo sillón de hierro, vencido y ladeado. Sólo soporta a su ocupante porque este es poco más que un costal de huesos, un viejo flaco de intensidad. Su mirada perdida enfoca la vastedad del sucio patio y, primordialmente, lo poco que se ve de la jaula.

 

Espera ─inconsciente─ que los yuyos terminen de ocultarla. No se le ocurre desbaratarla. Sólo espera. Y los años pasan inmutables. El hombre viejo aún sigue ahí, esperando.

 

La jaula ya casi no se ve, pero sigue ahí. Como si no quisiera morir.

 

El hombre que fuera niño, también.