Humorada

por C. Fernández Rombi

11 ene 2017

 

 

Ambos hombres, el viejo y el joven, caminan y charlan despreocupadamente hacia la oficina. En realidad, ninguno de los dos le presta mucha atención a los dichos del otro; cada uno es el solitario habitante de su propio mundo interior.

 

El más joven, a pesar de depender económicamente del otro, se dirige a él con un cierto tono de displicencia. Tienen en común mucho más de lo que el viejo sabe; es amante de la mujer del jefe desde hace seis meses; casi, el tiempo que lleva en su empresa.

 

─Julio en la empresa estamos muy satisfechos con tu trabajo, pero… piensan y, soy sincero, lo comparto, que no debieras ausentarte tan seguido. No es inteligente que olvides que tu contrato es temporario. Aunque, desde ya, nuestra intención es ratificarlo.

 

─Mi estimado Luis María, interpreto que me estás bien aconsejando, pero… en la vida no todo es trabajo. De vez en cuando hay que vivir… ¿no te parece?

 

─Puede ser mi joven amigo que tengas algo de razón. Mi esposa me reprocha cada tanto que paso muy poco tiempo en casa, para decirlo en sus palabras: “que estoy casado con el maldito trabajo”.

 

─Ya lo ves… ¡hasta Mariquita me da la razón!

 

Se hace un prolongado silencio. Julio experimenta un ligero desasosiego, presiente que ha cometido alguna especie de error; como se le escapa de qué se trata, sacude la cabeza y se olvida. Luis María, por los dichos del otro, ha encendido todas sus alarmas interiores.

 

“¿Mariquita? ¿Desde cuándo este hijo de puta conoce el apelativo que sólo yo uso con mi mujer en la intimidad? Ahora entiendo ese tono sobrador del orto con el que me trata este tipo. ¡Pedazo de hijo de puta! ¡Debo conseguir un nuevo gerente de planta!”

 

Ya llegando a la entrada del edificio de la empresa, han fracasado los tres intentos de Julio por retomar la charla intrascendente. El silencio ya no se alterará.

 

¿Qué carajo le pasa al cornudo este?

Año 1883

por C. Fernández Rombi

27 dic 2016

 

 

Ni-Mao cree tener unos veinticinco años, tiene esposa y dos pequeñas.

Cada día, previo a ir al sembradío, se hinca y ora, con la frente baja en dirección al gran cono del volcán que se yergue amenazador sobre su isla, Krakatoa.

Desde hace un largo mes sus oraciones se han intensificado, la tierra tiembla en forma creciente; pareciera que el Pa-Volcán estuviera enojado una vez más. Como trasmiten los mayores de generación en generación, cada mil años el Pa-Volcán, desata su furia echando fuego, cenizas y lava; arrasando la isla por completo.

La mente y el corazón de Ni-Mao están puestos en sus hijas; ellas y la mujer están muy asustadas. La mujer insiste con marcharse, hace días que no puede dormir, el temblor de la tierra resuena en sus mismas entrañas…

Pero irse es abandonar todo, el hogar y el sembradío. La fuente de la vida. Por eso, Ni-Mao pone cada vez mayor énfasis en sus ruegos al Pa-Volcán.

El 19 de junio el volcán revienta sin más dilación. Las columnas de cenizas se elevan miles de metros. Ni-Mao y su familia permanecen el día entero tomados de la mano dentro de la choza. Hoy el sembradío quedará sin atención.

Después de mediodía la tarde se hace noche, las cenizas tapan la luz del sol. Días más tarde una terrible serie de explosiones se suceden unas a otras, el volcán de la Isla Krakatoa ha desatado su furia… finalmente, un tsunami barre las costas de Java y de Sumatra. Cientos de cadáveres flotan sobre esas aguas que eran cristalinas y de color esmeralda y ahora son una gris gelatina de piedra pómez y cenizas.

Ni-Mao, su mujer y las niñas yacen entre el cadaverío.

Pero… sus manos ya no se tocan.

Extendido romance con pena

por C. Fernández Rombi

30 nov 2016

 

 

Thomas apoya su fusil contra un árbol y cae derrengado en el barrial.  Sucio, agotado, aterrorizado…

 

Recurrirá al único vínculo con su vida pasada: “su diario”.  El que su novia le regalara antes de partir.  Su vida de ser humano terminó cuando lo trajeron a esta zona perdida del Pacífico Central para luchar contra los japoneses. Cada vez que lo saca de la mochila ─previo a todo─ mira la foto de la muchacha y lee, una vez más, una vez más, una vez más, una vez más y más… la dedicatoria de la joven: “Con amor, Laurie Mae”.

 

 

Limpia el barro de sus manos con el agua de un charco, luego las seca en el uniforme.

 

Creo que 17 de agosto de 1944

 

Querida Laurie:

Mi muy amada, cada día que paso en este infierno te extraño más. No puedo dejar de recordar sin desmayo nuestros días de secundaria, tu amor y nuestro soñado baile de graduación (¡eras la más linda!), nuestras salidas y sueños, los hot dogs en la feria, los besos que ahora parecen tan pocos, tan cortos y tan lejanos; también mi familia… No sé si vas a creerme, pero el sólo recuerdo de la galería del frente de mi casa con su mecedora doble, en la que tejimos mil ensueños, me provoca el llanto.

Tengo veintiún años y me siento un ex hombre. El terror constante a la aparición de los amarillos, los mosquitos, la lluvia interminable, el fango pegajoso y siempre presente… me agotan. No puedo más… ¡tengo miedo!

Mi único consuelo es recordarte y revivir los sueños compartidos. Aunque debo de confesarte, y no debiera hacerlo, que en este maldito lugar más de una vez pierdo todo vestigio de esperanza. Toda ilusión de volver y ser tuyo.

Aun así queda, siempre queda una pequeña luz que me impele a seguir; a tratar de mantenerme vivo, de volver a tus brazos.

De ser, como ambos nos prometimos, felices para siempre.

Mi muy querid

 

No completará esa última anotación, tampoco oye el sonido del disparo fatal. Su pecho estalla en una mancha carmesí y el diario se desliza de sus manos.

 

El francotirador japonés sonríe ─es una mueca sin alegría─, sabe que su disparo fue certero.  No necesita confirmación alguna. Anhelaba ser médico en África.

 

Este, es el segundo yanqui que atrapa hoy la mira de su fusil.  Él se limita a oprimir el gatillo…  Y, cada vez, muere un poco de sí mismo.

 

Setenta años después, “el diario” de Thomas “Cotton” Jones, depositado en el Museo Nacional de la Segunda Guerra Mundial, llega a las manos de Laurie Mae Davis.

 

Es el 24 de abril de 2013. Sus hojas frágiles y las letras amarillentas… tiemblan y bailotean en las manos de esta Laurie Mae de noventa años.

 

El diario está al límite de lo legible.  Ella, asumida por un dulce y cálido llanto, al límite la vida.

 

Esperando a Boris

por C. Fernández Rombi

13 dic 2016

 

 

Matilda, en la víspera de su cumpleaños número cincuenta, sigue siendo poseedora de una apacible belleza, un cutis todavía fresco y un carácter estable y tranquilo. Sin sobresaltos.

 

Hace treinta y cinco años ─apenas tenía dieciséis─ que espera por su novio; el primero y único. Boris, partió al cumplir sus veinte hacia Europa; dejando en sus oídos una férrea promesa: “Espérame, volveré”.

 

Todos estos años, la mujer, ha vivido en función de esa promesa. Terminó la secundaria y después… Nada. Ni estudio, ni trabajo, ni hombres. Sólo un par de amigas solteronas y unos cuantos sobrinos, que “la adoran” y son su única forma de expresión de cariño.

 

Sin embargo, su familia no piensa en ella como “la tía solterona”. Ella tiene novio… o, por lo menos, lo espera. Dos o tres veces al año llegan sus cartas, cariñosas, cortas y siempre, reiterando la antigua promesa: “Espérame, volveré”.

 

Ese día llegará un telegrama del hermano de Boris. Son sólo cinco palabras que lo cambian todo: “Boris ha muerto. Lo siento”. La casa pareciera temblar; su madre y sus hermanas lloran; el padre, atolondrado, sube a la terraza sin saber para qué. Los chicos quedan en silencio.

 

Ella, desconcertada, pide a la familia que la dejen a solas y marcha a su cuarto… Sabe que debe llorar, no puede. Sabe que debe sufrir, no puede.

 

Sabe que debiera estar en los inicios de una acometida de dolor inaguantable… no experimenta dolor alguno. Es más, a cada momento que pasa se siente mejor. En su mente y en todo su corazón pide perdón a Dios por eso, por estar cada vez mejor y más alegre.

 

Aunque no le encuentre explicación alguna.

 

Ha pasado horas en ese estado de alegría serena y creciente; ignora en qué momento empezó a hacer un sinfín de planes.

 

Estudiar, trabajar, salir, conocer hombres, en fin… ¡Vivir! Es, recapacitará, como cumplir los diecisiete otra vez. Pero ahora, en serio. Se preocupa por su familia; deberá fingir aflicción un tiempo. Si no, creerán que enloqueció de puro dolor.

 

Al caer la tarde, en la casa, el bullicio habitual.

 

Su madre discute con una de sus hermanas, su padre arregla algo, o no, a martillazos. Suena el timbre, el perro ladra desaforado.

 

Un minuto más tarde tocan muy suave a su puerta; sin aguardar respuesta entra la madre; su sonrisa es más luminosa que nunca al decir:

 

─Hijita querida, ¡por fin, por fin…! ¡Ha llegado Boris!

 

Pelea desigual

por C. Fernández Rombi

9 nov 2016

 

Braulio Benavidez es un hombre solitario; sigue conviviendo con sus padres en la hermosa y lujosa casa donde naciera hace treinta y cinco años.  No se le conocen amores ni amigos.  Una o dos veces por mes realiza una visita a un burdel de lujo.

 

Hace de asistente de su padre, quien preside el directorio de un banco de la City.  En los mediodías, padre e hijo almuerzan en el Duhau Restaurante, el que no se distingue, exactamente, por lo económico de sus precios.  Pero, es un gusto que ellos se pueden dar.  En las noches, salvo raras excepciones, ambos padres y el hijo comparten las delicias de un chef que lleva un par de años con la familia.  En este momento los encontramos en la sobremesa, Braulio se ha retirado unos minutos al sanitario.

 

La madre: ─Miguel, tenés que hablar de una buena vez con nuestro hijo... a este ritmo de vida va a quedar solterón y nosotros sin nietos...  ¡Ya tiene treinta y cinco, caramba!

 

El padre: ─¡Créeme que lo hago casi cada día!  Hoy sin ir más lejos, traté de hacerle la cabeza con nuestra flamante jefa de despacho.  Linda, competente, simpática y de excelente familia... además me consta que lo mira con algo de cariño.  Pero nuestro hijo es una piedra... ¡ni bola le dio!  No tengo duda que las mujeres no le interesan, ah... y por suerte, ¡los hombres menos!  Ya ves que no cultiva amistades de ninguna naturaleza.  Según sus propias palabras: “lo único que me importa es prepararme para el día en que te deba suceder en el banco, mis libros de filosofía y esoterismo y estar la mayor parte del tiempo en casa”; según él: “el único lugar donde me siento a gusto y seguro”.

 

La madre: ─¡Ay Dios mío... no sé qué vamos a hacer!  Un chico tan inteligente y sano.

 

El padre, con un gesto, indica el regreso de Braulio y el matrimonio proseguirá una conversación inexistente.

 

El hijo: ─Padres los acompaño con un café y me retiro a dormir... estoy cansado.  Además, un mosquito molesto me ha perseguido toda la cena...

 

─¡Que extraño, acá nunca ha habido mosquitos ─dirá la mamá y papá refrenda:

 

─Yo tampoco he visto mosquito alguno... de todas maneras voy a dejar órdenes para que mañana hagan un buena fumigación.

 

Braulio se retira a su dormitorio, se apresta a acostarse con el ceremonial de costumbre ─él nunca hace nada con apuro.  En realidad no tiene nada de sueño, quedará con la mirada perdida en el cielorraso de la alcoba a oscuras. En pocos minutos oye el zumbido desagradable del mosquito cerca de su cara. Lo espanta abanicando ambas manos frenéticamente.  Odia a los mosquitos. Totalmente desvelado quedará con todo su cuerpo y sentidos en tensión extrema.

 

Él siente, aunque parezca una exageración, lo mismo que otra persona sentiría sabiendo de la presencia de un asesino en su cuarto.  Durante un buen rato no escucha el molesto zumbido.  Ya empieza a relajar cuando reaparece ese sonido que comienza a producirle un miedo sin explicación.  Enciende el velador y luego, saliendo de la cama, la totalidad de la luces del aposento.  Nada, revisa hasta abajo del lecho y nada.  Nota el temblor de sus manos y se insta a sí mismo a no perder la calma y a pensar que todo fue producto de los nervios del mediodía cuando su padre lo quiso emparejar con esa rubia desabrida y nueva jefa seccional del banco.  Con esta premisa, apaga las luces y vuelve al lecho; trata de permanecer con los ojos cerrados sin mayor éxito, aunque ha dejado la luz tenue del velador en encendido.  No escucha sonido alguno, pasa un buen rato, y ya a punto de apagar la luz... ¡Lo ve!  El insecto está sobre una moldura del cielorraso.

 

Me observa fijamente. Hay mucho odio en esos ojos negros y malignos clavados en mi cuello.  ¡Hijo de puta... ahí me quiere morder!

 

Braulio, inerme ante ese enemigo inesperado, se tapa hasta la barbilla.  Pero, no puede apartar ni por un segundo sus ojos de los de su acosador.  Según pasan los minutos siente como su cuerpo se agarrota cada vez más y aumenta la sensación de un frío intenso.

 

Ninguno de los dos baja la mirada...  Yo, ni siquiera me permito parpadear; ese hijo de puta no me va a doblegar...  ¡Te voy a vencer guacho mal nacido!  ¡Soy un hombre y vos, un insecto de mierda!  ¡Te voy a vencer...!  Me parece que está cediendo... ¡ya decía yo!  ¡Vamos no aflojés Braulito!  Lo tengo, sé que lo tengo...  Hambriento levanto el vuelo y voy directo al cuello del tipo, me poso y afirmo el aguijón... ¡ahora sí, un buen atracón de sangre!