Debo matar a papá
16-08-26
¡Estoy harto…! Ya me decidí… ¡voy a matar a papá!
El gran perro no tiene ningún derecho a tenerme viviendo en esta penuria económica; menos aún, estando forrado en guita y siendo yo su único heredero. Además estoy en la flor de la vida: pintón, soltero y de un carácter ganador. Mi viejo ya pasó los setenta y sigue trabajando como si la vida fuera eterna. Mi vieja murió hace un año y aún, el maldito, no inició la sucesión. Sin dudas, soy el único heredero de una fortuna grosa. ¡EL ÚNICO HEREDERO Y LA PUTA MADRE QUE ME REPARIÓ! Me obliga a vivir de un sueldito que me hace pagar como “asesor” de su mueblería industrial. Asesor de las pelotas, la verdad que sólo paso por la empresa a retirar mi cheque… ¡Chequecito de mierda! Gano unos pesos más que un capataz de la construcción. Monto mísero e insuficiente para mis gustos… ¡Lo mejor de lo mejor! Pilchas, joda y mujeres. Y del juego, es evidente que no lo voy a sacar...
¡Me endeudé hasta los ovarios con los capitalistas de mierda!
─¡Nene, esto no va más! ─me llama uno de los “empleados”─ Dice Don Anselmo que tenés hasta pasado mañana a la noche para saldar, por lo menos, la mitad de la deuda. Si no, ¡mejor que no salgas de tu casa!
Comencé a preocuparme. Al día siguiente voy a la oficina de papá, luego de una hora de amansadora, me hacen pasar.
─¡Hola papá...! ¿Cómo estás? Ni despega el culo del sillón. Contesta con un gruñido, se palpita que vengo de manga. Le digo unas cuantas zalamerías. Es al pedo... con una roca tendría mejores resultados. Luego de mi obsecuente monólogo, le relato mi situación y mi necesidad...
─Hijo, todos tus problemas son por tu propia decisión y tu exceso de vagancia. Ponete a laburar un año y después hablamos... Me cuentan que solo te aparecés por la empresa los días de cobro. Y entonces... ¿qué carajo podés pedir? Al salir de la guarida, ya había tomado mi decisión. Liquidarlo y heredar. La decisión ya estaba; la duda, “el cómo”. Claro, sin quedar pegado. Pero el hecho irrefutable es que mañana me tengo que “poner” con los capitalistas de juego o soy boleta... y es ahí, ¡justo ahí! que se me enciende la lamparita. Me presento en la ratonera de mi acreedor, exhibo una sonrisa ganadora y... ¡ni un mango! Debiendo cuarenta mil dólares...
─Basabilbaso... ¿trajiste la tela? ─la mirada del tipo es neutra, sin matices.
─Necesito hablar con Don Anselmo... tengo una propuesta para hacerle.
─¡Hablar las pelotas, nene! ¡Hay que ponerse! El capo no atiende deudores.
─¡Sólo voy a hablar con él! Le traigo un negocio de mucha guita y cuando se enteré que no se lo comunicaste... ¡te va a hacer saltar a la mierda! Hay seguridad en mi voz y aplomo en mi actitud; si vacilo voy muerto. El tipo duda, luego me indica que espere y se manda para el fondo. Un rato después, vuelve, me hace un prolijo y molesto cacheo y, sin decirme palabra, me hace pasar.
No es lo que yo esperaba (una gran sala tipo Michael Corleone), sino una pequeña habitación casi a oscuras, un par de sillas contra una pared y una mesa común de 0,70 x 1,00 metros. Detrás, en una silla: “el hombre”. Imposible ver su cara, la única lámpara del cuarto está sobre su cabeza, pero desplazada hacia el interior. Además usa una gorra tipo béisbol. Su rostro está en sombras. Me veo obligado a avanzar hacia él. Estoy a metro y medio de su trono y caigo en la cuenta que no hay una puta silla. Justo en el momento en que el guardaespaldas que me atendió y entró conmigo, me dice desde atrás:
─Está bien ahí... ¡no te acerques más, nene! Mi saludo sólo recibirá como respuesta un cabeceo desganado. No es difícil de imaginar que el tipo en el trono está más que acostumbrado a visitas del tenor de la mía. No habla una palabra, así es que debo hacerlo yo. Pienso que lo mejor es hacer ahorro de palabras.
─No me presento porque usted ya me conoce. Esta es la cuestión, le debo cuarenta mil verdes... que no puedo pagar. Mi propuesta es pagarle diez veces más... el mismísimo día en que me haga cargo de la herencia de mi padre... está claro que para que eso ocurra, primero él debe morir. Algo que parece un poco lejano, tiene setenta y una salud de hierro. Callo y aguardo.
─Basabilbaso, nosotros no damos plazos largos. Nunca. De su rostro solo diviso el carbón encendido de sus ojos, ante los que me siento inerme y desnudo.
─Entiendo, no estoy pidiendo plazos, sino que hagan desaparecer a mi viejo...
Silencio; parece que mi propuesta resulta totalmente inesperada. Finalmente contesta:
─Estás en un error, nene. Somos capitalistas de juego; y aunque a veces quebramos alguna que otra pierna... es raro que mandemos gente al hoyo. ¿Entendés?
─¡Claro que sí, Don Anselmo! Pero esta es una oportunidad única. Van a tener una ganancia exorbitante con poco trabajo... yo mismo les voy a dar todos los detalles para que no corran ningún tipo de riesgo; no se olvide que conozco a fondo todos los movimientos del viejo... Así está planteada la cosa; o me dan una bruta paliza a mí y pierden cuarenta grandes o liquidan al viejo y se embolsan diez veces esa cifra...
Después de un largo silencio, este “padrino” del subdesarrollo me dijo que lo iba a pensar y que esperara a que se comunicaran conmigo. Dos días después me llamó un desconocido invocando su representación, diciendo que me esperaba al día siguiente a las 16 horas en una habitación de un hotel céntrico (consignó su dirección y número de habitación; debía preguntar por el señor Pérez).
Estuve reunido más de dos horas con el tal Pérez. Creo que me preguntó hasta la marca del laxante que tomaba mi viejo. Todo meticulosamente grabado “para no olvidar detalle”, según me dijo. Finalmente:
─Bien Basabilbaso, un día antes de la eliminación me pondré en contacto con usted a fin de que se arme una coartada creíble... aunque, desde ya, que trataremos de simular un accidente. Y los días pasan uno tras otro y cero noticias: luego de veinte días, un lunes, me llama Pérez:
─La cosa será este viernes por la tarde. ¡Y me cortó en la oreja! Nada lerdo, armé un fin de semana desde la mañana del viernes hasta el atardecer del domingo en la quinta de San Pedro de mi primo Jorge, su novia y otros amigotes. El sábado en la mañana los nervios me devoran. De pronto me siento demasiado canalla; estoy rezando para que me llamen y me den la buena nueva. Realmente, demasiado hijo de puta. Por fin me relajo y me aboco a preparar unos tragos para todos. Suena el teléfono, no le doy demasiada bola, ya que sonó unas cuantas veces. Aparece Jorge con el rostro demudado, me toma de un codo y me lleva hacia el jardín...
─Juancho... te tengo una muy mala noticia... casi me pongo a bailar de alegría pero pongo cara de no entender un pomo acaba de llamar el secretario de tu papá, dice que te busca desde la nochecita de ayer... un hijo de puta atropelló a tu viejo con una 4 x 4 y huyó... falleció hace un par de horas en el Otamendi... Que por favor vayas que te espera para que le des instrucciones. ¡Lo siento flaco...! y me da un fuerte abrazo, me da un poco de pena... ¡hasta tiene lágrimas en los ojos!
¡Putas deudas y más putas deudas! Eso es lo único que dejó el brillante negocio del viejo de mierda... Y acá estoy, dos meses después, trabajando como un esclavo para Don Anselmo. Cuando se hizo público el estado de quiebra de Muebles Basabilbaso, recibí la visita amable y cariñosa de tres de los gorilas de Don Anselmo. Antes de recagarme a golpes me aclararon que “sólo era una muestra para que no hubiera malentendidos y que, apenas repuesto del estado en que me iban a dejar, me presentara en la ‘oficina del Jefe’ para recibir órdenes acerca de mis nuevas actividades”.
Ya pasó un año; como la quiebra se llevó hasta mi hermoso semipiso, ahora vivo con uno de los gorilas, ¡un tugurio! Cada día debo presentarme al señor Pérez quien me indica todas las pelotudeces que debo realizar en el día: entregar sobres y más sobres misteriosos a un montón de infelices que no se ven nada contentos de recibirlos, ídem de pequeños paquetitos que ponen muy felices a sus receptores, ir de bancos, ir de compras, ir de alcahueterías que no entiendo... en fin: ¡un verdadero esclavo! Una vez por semana me tiran unos mangos para que sobreviva.
¡Ah... me regalaron una copia de la grabación en las que les doy todos los pormenores para asesinar a papá!
Una mujer me saluda
Ya estoy aburrido de mis vacaciones serranas. Largas… larguísimas.
Me mal entretengo contemplando a la mujer apoyada en la baranda que nos separa del precipicio. El desnivel entre este rellano de la montaña y su parte inferior es de más de cien metros. Me gusta la expresión de paz y felicidad de la atractiva mujer…
Ahora, la miro sin disimulo, ya que ha girado su cuerpo. Su rostro busca, con los ojos cerrados, la caricia del sol tardío.
Cansado del mate, de mi libraco y de no hacer nada, asumo la decisión de cerrar la silla plegable, juntar mis cosas y volver al hotel.
Momento exacto en cual la mujer cae al abismo sin un grito.
Aterrado, corro hacia el barandal; el cuerpo desmadejado yace tirado sobre el pétreo fondo junto a las aguas del arroyo que se desliza entre piedras y yuyales.
Tomado con desesperación del pasamano, sé que debo hacer algo por esa mujer… Por los restos de esa mujer.
Soy el único observador de la escena despiadada, pero entiendo que ya no hay apuro. Los muertos son los grandes neófitos del tiempo.
Deberán acudir rescatistas profesionales… tal vez, un helicóptero.
Me quedo largo rato observando ese cuerpo sin vida, sumido en una duda. ¿Se cayó o se tiró? ¿Era ésa, su última mirada al cielo, una despedida? Seguramente nunca lo sabré… Había tanta serenidad en ese rostro.
Una bandada de pájaros oscuros cruza entre las montañas.
En el instante en el que asumo la decisión de ir al pueblo por ayuda… ¡Mi desesperación deviene asombro! Observo con estupor que la desgraciada desconocida se incorpora.
La mujer sacude en forma ligera y con gracia sus ropas. Levanta la cabeza y parece sonreírme. Me saluda con su mano en alto.
Luego… se marcha caminando ágilmente sobre las piedras.
Viernes 20 de noviembre de 2015
Avatares de un amor tardío
La llegada del amor implica para cada ser humano una sumatoria de vicisitudes diferentes…
Contadas y escritas desde hace más de mil años y en miles de formas distintas y, por lo común, tan parecidas que pareciera superfluo ─y mucho─ volver sobre el tema. Pero… inalterable y machaconamente lo volvemos a intentar. Y otros, después de nosotros, lo volverán a hacer. Esta historia se repite desde que el hombre accedió al relato y la escritura.
Álvaro, nadie lo duda, y él menos que los demás, ya está en el atardecer de la vida. La tercera edad que le dicen. Bien casado, hijos y nietos, hace años que no piensa en el amor o romances de ninguna naturaleza. Salvo claro, los propios de este tiempo suyo; la esposa, los hijos, los nietos.
Pero el destino, siempre indiferente a nuestro juicio y decisión, juega sus atolondradas cartas cuándo y cómo se le ocurre. Lo extraño es que en ocasiones… ¡acierta!
Una vez a la semana, entre un montón de rutinas ─jugar a la quiniela, retirar los nietos de la escuela, regar las plantas, poner un oído compasivo a la verborragia vehemente de su esposa (que pareciera lejos de claudicar), escribir un par de cuentos por semana─ visita el Chino (el supermercado, claro) del barrio. Hace rato que ha dejado de lado los híper tipo Coto, en los que el tipo ya comprobó que siempre se gasta de más. ¡Siempre!, algo que, para un jubilado argentino, no es nada propicio.
La rutina de las compras en el Chino ─con la atención de la misma cajera─ lleva un par de años. La chinita que se llama, según él entiende por fonética, Wanli, es muy joven, agradable y simpática Ya han superado la etapa del primer año, en el cual el tipo no le entendía ni jota. En ese año iniciático de sus relaciones se manejaban con números (cosa que los cajeros chinos conocen desde el primer año de sus vidas) y sonrisas. Ahora que Wanli chapurrea algo del español la relación es más fluida.
Y es ahora, justo ahora, en estas vísperas de cumplir sus setenta, que Álvaro ha comenzado a mirarla como mujer. A tejer fantasías ya olvidadas hace tiempo y a sentir cierto cosquilleo en la sangre (que parecía estar irremediablemente oxidada) cada vez que la ve. Consciente o no, ha cambiado su rutina. Dividiendo sus compras, ahora acude al Chino casi a diario. Piensa que esa caminata de diez cuadras para ir y otro tanto para volver le hacen bien a su salud. Lo cual seguramente es cierto, pero que en el fondo de su alma le importa un pepino en mal estado. Se arregla mejor, se afeita a diario y se ha comprado una cara loción varonil.
Este jueves remolonea en la caja de Wanli más que de costumbre (algo que se le dificulta ya que ha comprado tres pavadas). Tiene la decisión de dar un paso adelante. En el breve tiempo de recibir su cambio, acaricia la mano femenina. La chica lo mira, primero con asombro, luego, sonríe con indisimulada picardía. ¡Oh, Dios mío!
El hombre vuelve a su casa muy afectado. El pulso acelerado y su andar desacostum-bradamente ágil; no se ha tomado el tiempo, pero su sensación es que tardó la mitad de los veinte minutos que suele utilizar en el recorrido. En la noche, su esposa se ha acostado hace rato; él, que siente hormigas en el cuerpo, se sirve un whisky y trenza historia sobre historia. Todas con el mismo epicentro: la adorable chinita.
¿Será posible un romance? ¿Yo, en una historia de amor después de tantos años…? ¿Y, por qué no? Sería una despedida triunfal… ¡sin duda alguna!
Acostado, sus recuerdos de aventuras románticas del pasado, acuden sin ser llamadas. Elabora más de un plan de acción. Está decidido a tener algo, sin poder definir qué es ese “algo”, con Wanli… ¡contra viento y marea!
Se levantará más tarde de lo acostumbrado; su mente es un amasijo de ideas y propósitos. Lo último que recuerda de su alocada noche de la víspera es su duda de si existirá el alojamiento donde tuvo su última aventura, hace treinta y cinco años. Es una hermosa media mañana de primavera, el sol invita al riego diario del jardín y sus maceteros. Lo dejará de lado; finalmente elabora una larga lista para el supermercado; decidió hacer las compras para todo el mes. Saca el auto del garaje y parte. En su rostro hay una filosófica sonrisa.
¡Hola Coto! “Yo te conozco”.
Martes 10 de noviembre de 2015
Amor fraterno
Julio cumple los cuarenta años. La madre, postrada durante un lustro, acaba de morir.
Él fue el sostén permanente de la anciana, dueña de un carácter agresivo y exigente, acentuado por la enfermedad. También…el muro que recibía sus quejas constantes.
Y un triste convencimiento.
El otro siempre fue el preferido de la vieja.
Ahora, piensa con ilusión, podrá casarse con su novia de hace veinte años… ¡era hora!
Julio tiene un hermano.
Pasados tres días de esa muerte anunciada, recibirá una carta documento del otro; lo intima a iniciar de inmediato la sucesión para poder vender el que fuera hogar paterno. Respira hondo y trata de controlar su enojo… Pero siempre fue así, desde que tiene memoria.
El otro le ha hecho todas las perrerías imaginables. Desde chicos ─tres años mayor que él─, lo ha martirizado en toda ocasión que se presentó.
Julio tiene un hermano.
Cinco de la tarde de una suave primavera, Julio empezó su primer grado hace unos meses y trae sus primeras notas; su cuaderno muestra una letra grande por demás pero con sentido de prolijidad. Está muy orgulloso de “su cuaderno” lo deja al lado de la máquina de coser. Esta dispuesto a tener la paciencia necesaria para que “ella” lo descubra por sí misma. Espera. Al rato, está jugando con un autito a escondidas del otro, escucha los gritos destemplados de mamá. “¿Qué porquería es esta?” Acude veloz para enterarse que está ocurriendo. El desastre lo tiene como involuntario protagonista: “su cuaderno” ostenta un garabato o una mancha en cada hoja. No puede evitar las lágrimas.
Julio tiene un hermano.
Los años y las maldades lo acompañarán hasta la adolescencia y su primera novia. Está arrobado con la chiquilina y cree “que es para siempre”. El día en que cumplen los seis meses acude a visitarla; ella, le pedirá perdón: “no podemos seguir juntos, estoy enamorada de otro”. Con una lágrima temblando en la voz él pregunta “quién es”. El barrio es chico y todos se conocen. La muchacha baja los ojos y no se anima a dar contestación alguna.
Julio tiene un hermano.
Inicia la sucesión, no quiere problemas con el otro. El carácter dominante de Pedro Ángel, se le ha impuesto desde siempre. La malignidad del otro es un hecho que lo paraliza y anula. Pero, desde el inicio de la enfermedad de la madre la situación es más llevadera, ya que Pedro Ángel abandonaría para siempre la casa donde ambos habían nacido. Por fin llegaban la paz y el sosiego.
Julio tiene un hermano.
Vendida la casa y repartida la plata, los hermanos se separan sin hablarse. Julio hará un amago de saludo, Pedro Ángel le da vuelta la cara sin reparo alguno.
¡Nunca más! ¡Hermanito, nunca más! Me amargaste la vida cuarenta años. Ya basta.
Pasan veinte años. Ambos hermanos viven a no más de treinta cuadras entre sí y nunca se han vuelto a comunicar. Julio se casó, enviudando años más tarde; el otro siguió soltero. Ninguno tuvo hijos. El día de su cumpleaños número sesenta y seis, Julio tiene un derrame cerebral. Postrado y solo, el panorama aparece desolador. El Pami le asigna de momento una enfermera de día en su hogar, ya que el hombre no puede arreglarse sólo. En la segunda tarde de instalado en la casa, el silente ocupante de la cama especial provista por la institución asistencial, recibirá su primera y única visita.
Esta es la de Norberto Uriarte, “el Gordo Lito” desde la primaria e infancia compartidas, es tan viejo como él, pero parado sobre sus piernas; experimenta una tibia alegría al notar en la media sonrisa del postrado que lo ha reconocido.
Da lágrima verlo así al Julio.
El Gordo Lito no puede evitar la nostalgia por la niñez compartida, los juegos, la pelota… la plenitud de la niñez y la adolescencia. Permanecerá casi dos horas sentado frente a su amigo que, salvo al recibirlo, mantiene los ojos cerrados; como ignorante de su presencia. Al marcharse ─el carraspeo de la enfermera va en aumento─ besa la frente de su amigo. Parece una despedida formal.
No sé si me animaré a volver querido amigo…
Ya en su casa, se le viene la idea certera, sin apelación ni dudas. Sea lo que fuere el hermano, debe saber. Es consciente que es él el único que puede darle la noticia. Pero, ni asomo de ganas de verlo. Escribirá una nota que dejará bajo su puerta.
A la tarde del día siguiente, Pedro Ángel Silvestre llega a la casa de su hermano. Con él, una ambulancia particular y el enfermero que lo ayudará en adelante a cuidar de Julio. Sin apuros, pero con decisión, dejará una propina generosa a la enfermera del Pami y se abocan a trasladar al postrado hasta su futuro hogar; el suyo.
Julio tiene un hermano.
La habitación vacía
Hoy fue lindo tomar un café en el bar de al lado con tres compañeros. Nada habitual.
Luego, después del almuerzo, siempre livianito, me quedé charlando un rato con el gerente del restó al que voy todos los mediodías de la semana.
Las tardes suelen ponerse más bravas. No hay tiempo de charlas ni jodas de ninguna naturaleza, el jefe de redacción parece una fiera enjaulada. El delirio cesa sólo cuando se termina la edición.
Diez minutos después: a casa; luego de las dos horas del viajecito para llegar desde el centro hasta mi barrio, Florencio Varela.
Suelo llegar al filo de las nueve, a tiempo de retirar la comida que me prepara doña Marita; cocinera de años del bar-boliche a un par de casas de la mía. Como le doy libertad de menú, suele repetirse algunos días, sobre todo con la carne al horno con papas y la milanesa con puré; que, en el invierno, trasmutará a guiso de mondongo. Segual… cocina bien.
Al entrar a casa en forma automática enciendo la tele aunque no me siente a mirar, me desvisto tranqui y a la ducha. Recién después, coloco la cena en el microondas, destapo un vinito que agotaré hasta el final, sin apuros. Hará las veces de postre y café.
Luego, sí miro la TV un rato, me hago las consabidas amarguras con los crímenes de todo tipo y nuestros muertos de tránsito de cada día y la mera observación de que la corrupción está instalada.
Me propuse ml veces no mirar más noticieros… pero con mi trabajo es imposible. De alguna manera, vivo de las noticias, sobre todo de las malas.
Y así, mis días se suceden unos iguales a otros, salvo los domingos que me levanto tarde, voy a almorzar al viejo y querido boliche. Allí siempre tengo ocasión de charlar con alguien, algunos solitarios como yo, el mozo o Panchito, el dueño.
Suelo pasar la tarde en algún cine del centro o en la Cadena Hoyts de Témperley. El viaje es más corto; segual. Hay que pasar las horas hasta que me agarra la noche y cambio de menú en algún restaurante con un poco más de categoría.
Vuelvo a casa y enciendo la tele… ¡Qué fría está mi casa… y qué vacía mi habitación!
Carpe Diem
Carpe diem, quam minimum credula postero. "Aprovecha el día, no confíes en el mañana"
Roberto había vivido signado por este lema (según su personal interpretación). La escuchó por primera vez en La sociedad de los poetas muertos, el film de Peter Weir con Robin Williams en el protagónico. Cuando lo vio veinticinco años atrás, Roberto tenía quince. Era en ese entonces un muchacho simple y corriente. Al cine sólo iba a ver las películas de acción o westerns. Esta había sido una excepción, provocada por el entusiasmo de sus amigos de ese momento.
El impacto para él había sido tan marcado, que en la semana siguiente iría a verla tres veces más. En poco tiempo, había adoptado esa filosofía de vida, en su particular adaptación: “No calentarse por nada”.
Así fue que, de buen estudiante pasó a ser un mediocre que apenas pudo terminar el secundario a expensas de repetir el tercer año. Por descontado, nada de Universidad, ya abandonado su sueño de ser abogado. Pero, debemos reconocer que era feliz… A pesar del dolor de cabeza paterno. Hacía lo mínimo necesario para sobrevivir.
Y así llegaba a este cumpleaños número cuarenta. Solo. Sus padres ya no están y el resto de su pequeña familia no se preocupaba por él ni de él… en lo más mínimo. “Roberto es un caso perdido”.
Hoy cumple cuarenta. No tiene plan de festejo alguno. Su hermano, al que no ve hace meses, fue el único llamado de felicitación que recibió. El resto, cero absoluto. Su último romance duró algo más de tres meses y fue tan intrascendente como los anteriores.
Tuvo sí, de más joven, un romance duradero; pero, cuando la muchacha cayó en la cuenta que Roberto creía en serio en su muletilla carpe diem y la usaba de excusa para no hacer ni planes ni esfuerzo alguno para el futuro, con dolor, le dijo: “Adiós mi amor… esto no va más”.
Cada tanto, el hombre que ya ha entrado en la madurez sin retorno, recuerda a la dulce Marysol… y el dolor se instala en su pecho. Hoy, ese recuerdo es particularmente acuciante…
Todo hubiera sido tan diferente… Marysol se casó y tiene dos hijos hermosos. ¿Y yo… qué? Soledad y nada más… Y, todo por culpa de ese… ¡carpe diem de mierda!