por Diego Kochmann – 04 jul 2022
El joven caminó lentamente hacia el escenario en medio de los aplausos de la gente, mientras se encendían las luces que apuntaban directamente hacia él. Se sentó en el taburete y levantó la tapa del piano. Al abrir el cuadernillo con las partituras, un pequeño papel cayó al suelo. Lo recogió y pudo leer: “La tecla Do de la segunda octava es el detonador de una bomba. Cuando la pulses, estallará todo el teatro”.
El muchacho se sorprendió y miró a su alrededor. Todo parecía normal, no había nada fuera de lugar. Entonces comenzó el concierto, la primera obra era la formidable La niña de tus ojos, una hermosa melodía que eleva el alma de quienes tienen el privilegio de escucharla. Una música que abstrae, que transporta a otro mundo, a un mundo mágico y maravilloso, donde abundan el placer y la armonía. Por eso mismo, el pianista se había olvidado por completo de la notita. Recién al final, cuando ya transitaba los últimos acordes, volvió a recordarla. “Una falsa alarma o una broma de mal gusto, si ya pulsé varias veces esa tecla y no pasó nada”, pensaba justo cuando terminaba la canción y comenzaba a sentir las primeras palmas y algunos “hurras”. Se dio vuelta para agradecer y con espanto vio cómo cientos de ángeles, cada uno sentado sobre una cómoda y esponjosa nube, lo aplaudían a rabiar.
por Diego Kochmann – 06 jun 2022
Ya tenía todo preparado. A la mañana había echado veinte litros del megaóxido de hidrógeno en la pileta y había encendido el motor para que circulara el agua. Justo ayer, papá se había reunido con unos norteamericanos que nos querían comprar la fórmula del megaóxido. No sé cuántos millones de dólares le habían ofrecido. Además, me querían dar una beca completa para que me fuera a estudiar a una universidad de Estados Unidos, Harvard creo, con todos los gastos pagos. Pero a mí no me interesaba nada de eso. A mí, lo único que me importaba era Juli. Y por fin me había animado a invitarla a casa.
Y ahí estaba ella, mirándome desde el borde de la pileta. Yo podía ver su figura toda borrosa, sumergido como estaba en el fondo. Por supuesto que no le había dicho nada de mi invento del megaóxido, de fórmula H2O26 y que, al ser una sustancia tan oxigenada, permite a las personas poder respirar bajo el agua sin ninguna dificultad. Yo había querido impresionarla, quedándome unos cuantos minutos ahí abajo. Pero al rato de estar sentado en el fondo de la pileta, empecé a pensar que no estaba bien engañarla. La verdad era que yo no tenía súper pulmones ni ninguna otra capacidad especial. Debía admitir que era como cualquier otro chico de doce años. Por eso salí del agua y le conté todo.
por Diego Kochmann – 11 abr 2022
Cuando la señora señaló hacia los pies del muchacho, este supuso que tenía los cordones desabrochados, pero no, era que no había ninguna sombra proyectada detrás de él. “Qué raro”, pensó. ¡Nunca le había pasado algo igual! ¿Pero cómo la había perdido? ¿Tal vez durante el picadito de fútbol de anoche con sus amigos? Sea como fuere, al principio no le dio importancia porque, en realidad, las sombras no sirven para nada. En todo caso, la suya podría aprovecharla otro, como un gatito, para escaparse momentáneamente de los rayos del sol.
Sin embargo pasaban los días y cada vez que iba por la calle, sentía como que todos lo miraban raro. Quizás era su imaginación, pero no podía evitar sentirse incómodo.
–En la avenida San José, al fondo, venden sombras humanas; son usadas pero creo que tienen garantía –le avisó un tío al que, según parece, tiempo atrás le había pasado algo parecido.
Fue y se compró una, pero de tan mala calidad que ya al otro día se había arrepentido. Y no fue en el mismo momento de adquirirla porque justo estaba nublado y no pudo probársela. En fin, pésima sombra, pésima compra. Primero, que era mucho más ancha que él, seguro que su dueño original había sido un gordo tirando a obeso. Pero además, atrasaba. Sí, cuando bajaba el brazo después de hacerle señas al colectivero desde la parada, la sombra recién empezaba a levantar el suyo. Y así con todo.
Por suerte, el vendedor no le hizo problema cuando le pidió que se la cambiara por otra. Dentro de todo, esa estaba bien, era delgada como él y no atrasaba. Más bien, adelantaba, ¡y unos cuantos segundos!
Así fue como volvió a caminar tranquilo en la calle. No se trataba de la suya, pero era lo mejorcito que pudo conseg… ¡Oh, no! Unos metros antes de llegar a la esquina de la súper transitada avenida, que encima no tenía semáforo, la sombra salió volando por los aires.
¡Un horrible final se aproximaba!
por Diego Kochmann – 19 may 2022
Todo comenzó con una leve fisura, que lentamente se fue profundizando, hasta que cierto día, la Tierra se abrió en dos. Y cada mitad adquirió su órbita en el espacio, las cuales coincidían dos días cada cinco años. Así, en cada hemisferio se fueron desarrollando distintos conocimientos y culturas. Las costumbres y hasta los idiomas se fueron modificando con el tiempo. Y cinco años transcurrían en paz hasta que llegaba el tan emotivo momento en que se plegaban las dos mitades.
Tras soportar el tremendo impacto, amarrados a columnas o árboles, y tapándose los oídos, hombres y mujeres iniciaban una fiesta de cuarenta y ocho horas ininterrumpidas. Además de abrazos, bailes y festejos, se intercambiaban regalos y alguno que otro conocimiento científico o expresión artística. Pero todo transcurría muy deprisa, y apenas terminaba la fiesta, comenzaban los preparativos para la siguiente.
Esto sucedió durante varios siglos, pero las diferencias fueron creciendo. El gran problema surgió porque ambos se creían los verdaderos herederos del viejo mundo. Y los otros, simples farsantes. Fue así que en uno de los encuentros, entre los abrazos se confundieron algunos golpes, entre los obsequios, variados insultos, y ya en la despedida no faltaron terribles amenazas.
Fue entonces que, apenas separados, vivían cinco años de calma, en los cuales se preparaban para la siguiente guerra.
por Diego Kochmann – 10 mar 2022
Abuela mala
Primera pregunta de la prueba de Matemáticas: La abuela Clara tiene 16 caramelos y los reparte entre sus tres nietos. Le da la mitad de los caramelos a Martín, un cuarto a Flor y cuarto a Gastón.
A continuación se preguntaba: ¿cuántos caramelos recibe cada uno? Cuando la verdadera pregunta tendría que haber sido: ¿por qué la abuela hace esa horrible diferenciación entre sus nietos? ¿Acaso no se da cuenta de que está fomentando la discordia y el resentimiento entre los niños?
Tatuaje atrevido
Estaba feliz con el tatuaje del guerrero azteca que me había hecho en el brazo el otro día. Y todo iba bien, hasta que apareció esa princesa esbelta, rubia y de grandes ojos esmeraldas, dibujada en la espalda de aquella señorita. Sin dudarlo, mi hombre saltó desde el brazo hacia la espalda de la muchacha, por supuesto, con toda la intención de abordar a la princesita. Pero yo no iba a permitirlo, ¡con los buenos pesos que me había costado el tatuaje! Y empecé a rascarlo con la uña, intentando despegarlo de su piel. Ella se dio vuelta y antes de que pudiera mascullar alguna explicación, me zampó una bofetada que me dejó tonto por unos segundos.
No puedo negar que me dolió bastante, y encima me dejó una marca colorada en el cachete izquierdo que va a tardar varios días en borrarse, como uno de esos tatuajes temporales. Y bueno, ¡por lo menos este me salió gratis!
Manzana de tres mitades
Estábamos en el parque con mi primo Nico y mi prima Agustina. Nos sentamos en el pasto, y él sacó una manzana y una navaja de su mochila.
–Comamos media cada uno –nos dijo muy generoso, ¡pero muy bruto también!
–¿Media cada uno? –se me escapó una carcajada–. Las manzanas tienen dos mitades, como cualquier otra cosa, ja, ja. Eso lo sabe hasta un chico de cinco años, ja, ja, ja.
Nico pareció no oírme y ¡tac!, cortó la manzana. Enseguida otro ¡tac! Yo me seguía riendo de la pavada que había dicho mientras miraba a cada uno comiendo su mitad de manzana. Y yo, de tanto que me reía, no le había podido dar ni un mordisco a la mitad que me había tocado.