por Diego Kochmann – 09 sep 2022
El reloj despertador se había quedado dormido, por eso cuando abrí los ojos era requetetarde. Corrí hasta el baño, agarré el cepillo y me restregué los dientes con tanta furia que se me prendió fuego una muela. Menos mal que la pude apagar con un sorbito de agua. A toda prisa me puse los zapatos que me había comprado para mí cumpleaños el lunes pasado, y que no me di cuenta de que me quedaban chicos. Por eso me costó una barbaridad calzármelos y, con las uñas filosas de un par de meses, les agujereé las puntas sin darme cuenta: ¡me quedaron los dedos gordos al aire libre!
Ya en la entrada del edificio me crucé con el encargado. Estaba tan acelerado que se me borró su nombre de la cabeza y tuve que arriesgar uno cualquiera para saludarlo. No me llamo María Luisa, me dijo ofendido mientras se peinaba su gordo bigote negro con los dedos.
Ya en la calle vi cómo pasaba el 571 violeta, ¡mi colectivo! Lo corrí y le grité. Pero no paró por eso, sino por la luz roja del semáforo. Lo alcancé y me quise subir, pero el chofer me frenó en seco: prohibido subir sin pantalones, me dijo mientras me señalaba un cartel que colgaba del techo del colectivo, que advertía, justamente: PROHIBIDO SUBIR SIN PANTALONES. ¡Qué vergüenza! Con el apuro me había olvidado de ponérmelos. Volé de vuelta a casa y agarré los jeans azules, pero me temblaban tanto las manos por los nervios que se me cayeron al piso y se hicieron añicos.
No me quedó otra que ponerme el pantalón pijama. ¡Y salí! No podía esperar otro 571 así que me largué a correr, en realidad mi corazón aguantó apenas media cuadra de galope, después tuve que seguir al paso. Al ratito nomás se largó una lluvia torrencial que habrá durado algo más de medio minuto, y me regó entero, de los dedos gordos de los pies hasta las orejas. Incluso se me había inundado el bolsillo de la camisa. Por eso, cuando entré en la panadería y pagué con el billete todo empapado, la señorita no me dijo nada. Solo sumergió las dos medialunas en una jarra de agua antes de envolverlas en un papel y entregármelas.
Corrí con el paquete chorreando en la mano unos metros más y al fin llegué a la oficina. Hice sonar la campanita y me abrió la cara de odio del jefe. Llegaste ocho segundos tarde, me gruñó. Yo no le contesté nada, pero sabía que de ahora en más me esperaba un día muy, muy complicado.
por Diego Kochmann – 07 ago 2022
Extraterrestre
Estaba la niña sentada en la puerta de su refugio cuando una extraña figura se le acercó caminando. Sin dudas, no era uno de ellos. La pequeña quedó petrificada del miedo ante ese horroroso ser, de tan solo dos patas, con otros dos miembros que le colgaban a los costados y que terminaban en cinco puntas cortas y redondeadas. Con ese chichón con doble agujero entre los ojos y esas piedritas blancas tan prolijamente alineadas dentro de su boca. Una increíble maraña de delgados filamentos ensortijados, le cubrían la cabeza. De un color tan oscuro como jamás había visto. Esos mismos filamentos, que bajaban como cascadas por los bordes de su cara para unirse en el mentón, y que también formaban una gruesa línea que separaba ese chichón agujereado de la boca.
–¿De dónde vienes? –le preguntó la chiquilla al desconocido con un hilito de voz.
–Del planeta Tierra.
Contaminadores
Ya desde el año 2065 que vendo bolsas de aire purificado en la calle. Por supuesto que no soy el único, incluso diría que cada vez somos más los que nos dedicamos a esto. Y, debo decir, se venden como pan caliente.
Tal vez me estén preguntando por qué me dedico a esto cuando son ustedes, ciudadanos de principio de siglo, quienes se lo deberían estar preguntando.
Rodó la O
Rodó la O pendiente abajo, cada vez más rápido. Y no podía clavar los frenos ya que era una O sin tilde. Descendía a una velocidad descontrolada, hasta que chocó contra unas palabras que estaban estacionadas en una llanura. La colisión fue tremenda: letras y sílabas volaron por los aires, palabras mutiladas y agonizantes esparcidas por todos lados. Daba verdadera tristeza contemplar aquella escena.
Por eso, nadie dudó ni un segundo en llamar al poeta. El único capaz de componer ese desastre y convertirlo, ¿por qué no?, en una hermosa y florida pradera.
por Diego Kochmann – 04 jul 2022
El joven caminó lentamente hacia el escenario en medio de los aplausos de la gente, mientras se encendían las luces que apuntaban directamente hacia él. Se sentó en el taburete y levantó la tapa del piano. Al abrir el cuadernillo con las partituras, un pequeño papel cayó al suelo. Lo recogió y pudo leer: “La tecla Do de la segunda octava es el detonador de una bomba. Cuando la pulses, estallará todo el teatro”.
El muchacho se sorprendió y miró a su alrededor. Todo parecía normal, no había nada fuera de lugar. Entonces comenzó el concierto, la primera obra era la formidable La niña de tus ojos, una hermosa melodía que eleva el alma de quienes tienen el privilegio de escucharla. Una música que abstrae, que transporta a otro mundo, a un mundo mágico y maravilloso, donde abundan el placer y la armonía. Por eso mismo, el pianista se había olvidado por completo de la notita. Recién al final, cuando ya transitaba los últimos acordes, volvió a recordarla. “Una falsa alarma o una broma de mal gusto, si ya pulsé varias veces esa tecla y no pasó nada”, pensaba justo cuando terminaba la canción y comenzaba a sentir las primeras palmas y algunos “hurras”. Se dio vuelta para agradecer y con espanto vio cómo cientos de ángeles, cada uno sentado sobre una cómoda y esponjosa nube, lo aplaudían a rabiar.
por Diego Kochmann – 15 jul 2022
–A mí me mandó a la guerra, e hizo que me dispararan dos tiros en las piernas, uno en cada una, así quedaba bien jodido.
–Yo peor, porque se le ocurrió hacerme desaparecer en la selva, y estuve casi un mes sin comer nada, con un calor insoportable, las tormentas que parecía que se venía el mundo abajo, los bichos que no me dejaban en paz…
–A ustedes les lastimó el cuerpo, sin embargo a mí me hirió el corazón. Porque enlazó a mi Anita con mi jefe y encima, para colmo, me hizo abrir la puerta de su oficina justo cuando estaban a los besos limpios.
–Es realmente malvado –dijo otro–, esto no puede seguir así.
Y enseguida decidieron entrar en huelga. ¡A partir de ese momento, ya ninguno lo obedecería más! Fue así como, a la mañana siguiente, el escritor quiso continuar su novela de aventuras pero no pudo. Intentó una y otra vez, pero las teclas de la computadora parecían no responder, la pantalla seguía en blanco.
Frustrado tras varios días procurando en vano seguir con la historia, se rindió. De todas maneras no fue tan grave para él, porque al poco tiempo consiguió trabajo en una funeraria. Y eso también le gustaba bastante.
por Diego Kochmann – 06 jun 2022
Ya tenía todo preparado. A la mañana había echado veinte litros del megaóxido de hidrógeno en la pileta y había encendido el motor para que circulara el agua. Justo ayer, papá se había reunido con unos norteamericanos que nos querían comprar la fórmula del megaóxido. No sé cuántos millones de dólares le habían ofrecido. Además, me querían dar una beca completa para que me fuera a estudiar a una universidad de Estados Unidos, Harvard creo, con todos los gastos pagos. Pero a mí no me interesaba nada de eso. A mí, lo único que me importaba era Juli. Y por fin me había animado a invitarla a casa.
Y ahí estaba ella, mirándome desde el borde de la pileta. Yo podía ver su figura toda borrosa, sumergido como estaba en el fondo. Por supuesto que no le había dicho nada de mi invento del megaóxido, de fórmula H2O26 y que, al ser una sustancia tan oxigenada, permite a las personas poder respirar bajo el agua sin ninguna dificultad. Yo había querido impresionarla, quedándome unos cuantos minutos ahí abajo. Pero al rato de estar sentado en el fondo de la pileta, empecé a pensar que no estaba bien engañarla. La verdad era que yo no tenía súper pulmones ni ninguna otra capacidad especial. Debía admitir que era como cualquier otro chico de doce años. Por eso salí del agua y le conté todo.