por Diego Kochmann – 15 abr 2023
Adelante había un hombre cargando un lavarropas en una carretilla, otro hombre con un Smartphone en la mano, y después venía yo, que traía mi tostadora envuelta en una mantita. Hacia atrás, una hilera interminable de personas que habían venido para lo mismo que nosotros: ver al Maestro Destornillador.
Hacía varias horas que estábamos parados frente a la humilde casita del Maestro, y el frío se empezaba a sentir.
–Espero que todo esto valga la pena –suspiró el primero de los hombres mientras acariciaba el lavarropas–. Viajé desde Jujuy únicamente para ver al Maestro.
–Y yo vengo desde Córdoba –escuché una voz avejentada de mujer a mis espaldas.
La anciana sostenía con mucho cuidado una radio portátil muy antigua.
–Era de mi abuela, es lo único que me queda de ella. Ya recorrí todas las casas de reparación de la ciudad y nadie pudo arreglarla. Me decían que ya no quedan repuestos tan viejos, pero no quería resignarme a perderla. Hasta que oí sobre el Maestro…
Y no era la única a la que le habían llegado los rumores sobre los poderes del Maestro. Su fama se había extendido por todo el país, y más allá también. Se decía que podía curar cualquier artefacto eléctrico o electrónico con solo apoyar su mano sobre él. Y hasta se sabe de una vez que salvó un televisor hablando por teléfono con la dueña de este. Solo necesitó saber la marca, el modelo y el día en que fue comprado para realizar el milagro.
Me detengo un segundo en el relato para decir algo muy importante al que piensa que todos los que estábamos ahí parados somos una banda de amarretes, que no queremos gastar dinero para comprar aparatos nuevos; a esa persona le digo que uno se encariña con las cosas. Ya sabemos que no son familiares o mascotas, pero igual se las puede querer. Por eso estábamos ahí.
Y yo quería recuperar mi tostadora, porque me la había regalado mi novia para mi cumpleaños, pero también porque sabía tostar muy bien el pan, justo como me gusta a mí, ni tan blanquito ni tan negrito. Pero desde hace un tiempo pasó algo, algo que no puedo explicar, el caso es que ya no era la misma de siempre. Ya no lanzaba al aire las rebanadas como antes, entonces se quemaban y parecían un pedazo de carbón cuadrado; además desprendían un olor tan terrible que eran imposibles de comer.
Y mientras buscaba a alguno que supiera repararla, debía conformarme desayunando galletitas marineras, pero todos sabemos que no es lo mismo. Un técnico que me recomendaron no le encontró la vuelta, y tampoco su primo que, según él, también entendía del tema. Pero se ve que no tanto como para arreglar mi tostadora.
Entonces, durante una de las tantas mañanas tristes, mientras untaba manteca en una galletita, vi en la televisión al Maestro Destornillador. ¡Era lo que estaba buscando! Y ahí me encontraba, parado, entre toda esa gente tan esperanzada como yo. Me había levantado a las cuatro de la mañana para ser el primero, pero nunca imaginé que hubiera tantos y tantos aparatos rotos. Evidentemente no era el único loco, como me había llamado mi novia cuando rechacé la tostadora que me había regalado para que se me pasara esta “tontería”.
Cuando el hombre del Smartphone salió de la casa, muy feliz, y la secretaria gritó “el siguiente”, casi que corrí para encontrarme con el Maestro. Vestía una túnica blanca y su rostro estaba muy serio. Tenía una mirada que asustaba un poco, y ni siquiera me saludó. Me indicó que pusiera la tostadora sobre la mesa y apoyó su mano sobre ella, mientras cerraba los ojos. Después me dio un frasquito con un líquido transparente.
–Frótele esta pócima todas las noches durante una semana. Luego podrá usarla nuevamente.
Y así, mientras miraba el noticiero de las nueve, le pasaba con mucho cuidado un trapo embebido en ese líquido, una y otra vez, sin olvidarme de ningún rincón.
¡Por fin llegó el momento de probarla! Coloqué una rebanada de pan en la ranura y bajé la palanquita negra. Estaba súper nervioso. Y pasaron los segundos, muchos segundos, y los minutos también empezaron a irse. Entonces comprendí que el Maestro me había engañado, y maldije a ese mentiroso que jugaba con la ilusión de la gente. Me acerqué para ver dentro de la ranura y ¡PUM! La tostada salió volando y una de sus puntas se me clavó en el ojo. ¡Qué alegría! ¡Y qué dolor!
Justo en ese momento llegó mi novia.
–¿Pero qué te pasó en el ojo?
Le conté que se había curado la tostadora, pero a ella no le importó mi entusiasmo y me arrastró de un brazo al hospital. En la sala de guardia había bastante gente, pero nada en comparación con los que habíamos ido a ver al Maestro. Y mientras esperábamos, ella no podía entender que yo estuviera tan sonriente. Era simple, si me daban a elegir entre dos cosas negras, yo prefería un ojo y no la tostada. Y eso es justamente lo que pasó.
por Diego Kochmann – 23 feb 2023
Mi novio Tito es un gran observador de aves. “Poca cosa –pensé yo para mis adentros–, no veo la diferencia con ir a cualquier aeropuerto, llevarme un banquito para sentarme y mirar cómo llegan y se van los aviones”. Pero se ve que el pensamiento se me escapó por algún lado porque Tito apretó esas cejas oscuras que tiene, y me miró fijo:
–¿Así que la ornitología te parece una tontería?
Me quedé callada, no quería que cualquier respuesta lo enojara más. Y también porque no sabía qué significaba esa palabra tan rara: orni… no sé cuánto.
–¿Tenés algún plan para este domingo? –me largó de repente.
–Iba a ir al cine, a ver Mc Fair III. O sea…, ya sé que no existe Mc Fair III. Quise decir que voy a ver Mc Fair por tercera vez. Es que en las dos primeras, no la entendí del todo…
Su mirada me ponía nerviosa.
–Al cine podés ir cualquier día. El domingo vamos a Sauces Verdes.
–¿Y para qué?
Otra vez me clavó esa mirada.
–A observar aves. Mejor dicho: un ave.
–Ah, bueno. Si es una sola, va a ser rápido.
En un momento me pareció que me iba a gritar o soltar alguna palabrota. Sin embargo, hizo un silencio, respiró profundo y me aclaró:
–Vamos a ver un ave, pero no cualquiera. Esta es muy rara. Solo se encontraron unos pocos ejemplares cerca de Sauces Verdes. Por eso vamos para allá. Se llama Molothrus angustiae.
–Ah.
Debo de haber puesto cara de no entender nada, porque enseguida agregó:
–Su nombre vulgar es mirlo aullador.
Siete segundos después de las nueve de la mañana del domingo, sonó el timbre de casa. Yo recién me estaba lavando los dientes, así que ni pude desayunar, y menos echarme algún colorete en la cara para verme menos pálida. ¡Seguramente me debía de estar viendo horrible! Me subí a la camioneta de Tito con las zapatillas en la mano.
–Te expliqué que tenías que llevar botas –me dijo a modo de saludo.
–No las pude encontrar. Ahora cuando vuelva, voy a tener que hacer un poco de orden en la habitación…
El viaje era más largo de lo que imaginé, y más todavía porque casi ni nos hablábamos. Tantos años de noviazgo habían secado cada uno de nuestros temas de conversación, los que en otros tiempos inundaban de placer nuestros corazones, tardes enteras, sentados en el banquito de alguna plaza. Pero ahora era distinto, ya apenas si nos dábamos la mano cuando salíamos a pasear. Y nos hablábamos poco y nada: es que yo no entiendo nada de pájaros y a él le interesaban muy poco las hazañas de Mc Fair. En cambio a mí me fascinan sus aventuras, ¡me encanta él! Quizás, pensé, Tito había planeado esa salida para reavivar nuestra relación.
Después de un buen rato de oír por la radio las aburridísimas discusiones de unos tipos sobre fútbol, la ruta se hizo más angosta. Ya a esa altura no pasaba ni un solo auto, ni de frente ni de nuestro lado. Parecíamos solos en el mundo, rodeados de un inmenso campo. ¡Nunca había visto tanto verde junto! De pronto desapareció el asfalto y tuvimos que ir por un camino de tierra. Los pozos hacían temblequear la camioneta y yo ya tenía un lavarropas girándome en el estómago, pero no le quise pedir a Tito que parara un poco.
De todas maneras se detuvo solo. Un río bastante ancho cruzaba el camino.
–No pensé que estuviera tan crecido para esta época –dijo Tito, pensativo.
–Es que estuvo lloviendo bastante estos últimos días –me animé a opinar. Y creo que fue bastante acertado mi comentario porque no me miró como las veces anteriores. Solo agregó:
–Vamos a tener que atravesarlo de alguna manera…
Él sabía que yo soy una bicha de ciudad, que nunca en mi vida había salido de excursión ni dormido en una carpa. Y los únicos animales que vi son los del zoológico y en la televisión. Ah, y las palomas en el edificio de enfrente de casa. Todo esto era nuevo para mí. Nos miramos un rato sin saber qué hacer. Él hubiese podido cruzar el río, pero ni yo ni la camioneta sabíamos nadar. Me acordé del mapa que me había mostrado antes de salir y le dije en broma que por algún lado debían de estar flotando las letras del nombre del río sobre el agua. ¡Y que podríamos cruzar saltando sobre ellas! Pero él pensó que lo había dicho en serio porque me miró de una manera imposible de describir. Todavía hoy sigo teniendo pesadillas con la imagen de su cara.
Al final, decidimos (decidió) que nos meteríamos al agua y dejaríamos la camioneta del otro lado. Nadamos (nadó) un buen tramo, conmigo sobre sus espaldas. Obviamente quedamos empapados, pero por suerte hacía bastante calor. Empezamos a caminar por los pastizales, con toda la ropa mojada pegada al cuerpo, lo que me ponía de muy mal humor. Fue en ese momento, la primera vez en todo el viaje, que me miró a los ojos para hablarme. Me contó sobre esa extraña ave, que era la única que emitía un aullido en vez de trinar. La verdad que era raro un ave que aullara como un lobo. No digo que me dio miedo, pero un no sé qué helado me recorrió la espalda.
Mientras caminábamos, me puse a cantar la canción de Mc Fair. En eso, Tito se dio vuelta, me apuntó con su índice y me advirtió:
–Si no te callás, no vamos a encontrar nunca al mirlo, y la única aulladora vas a ser vos, del castañazo que te voy a dar...
Anduvimos y anduvimos. Ya estaba aburrida de tanto pasto alto. Tito me dijo que no me siguiera quejando, que él también estaba cansado. De pronto nos chocamos con un lugar donde había bastante barro. Mejor dicho, lo único que había era barro. Me acordé de las botas. ¿En qué rincón de la casa las habría dejado? Ahora ya era tarde para pensar en eso, y no debía distraerme porque él ya se me había escapado unos cuantos metros. ¡Eso fue lo peor de la salida! Estábamos enterrados hasta las rodillas, y cada paso era una lucha. Pensé en Mc Fair, que tantas veces tuvo que vivir situaciones como estas. Pero ahora, la que estaba en medio de una aventura era yo. Y la verdad, ¡era mucho más cómodo estar sentada en la butaca de un cine comiendo pochoclos! De pronto escuchamos algo:
–¡¡El aullido!! –gritamos a coro.
Enseguida cruzó el dedo entre sus labios para que me callara. Se llevó a los ojos el largavista que llevaba colgado y apuntó hacia las copas de los árboles.
–Ahí –me susurró mientras me pasaba el largavista.
Lo pude distinguir, parado entre unas ramas. Era todo negro, de pico naranja y bastante chico. Pensé en cómo un pajarito de ese tamaño era capaz de lanzar semejante grito. De repente, voló hacia una rama que estaba justo enfrente de nosotros, a unos metros nada más. ¡Bárbaro! Ya ni necesitábamos el largavista. Nos quedamos los tres quietos, en un silencio total, solo Tito tomaba una foto tras otra. Al ratito aparecieron otros dos, supongo que también eran mirlos porque eran iguales al nuestro. Se posaron sobre una rama un poco más alejada y allí empezaron a rozarse las alas y a chocarse los piquitos, como si se estuvieran dando besitos. El otro no les sacaba los ojos de encima y, entonces, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido al cielo que retumbó en cada tronco, y en nosotros mismos. Fue algo difícil de contar, un grito que me atravesó el pecho, de una tristeza absoluta. Los otros dos se volaron y no los vimos más. Otra vez quedamos los tres en silencio, parecía como que ninguno tenía ganas de irse. Por fin, Tito me hizo una seña y comenzamos la vuelta.
La caminata hasta la camioneta se me pasó más rápido que a la ida, pero no nos hablamos ni una vez. La verdad, yo estaba tan cansada que no tenía ganas de hablar, y menos de cantar.
–Para los que dicen que las aves no tienen sentimientos… –dijo Tito cuando ya estábamos subiendo a la camioneta. Pensé que iba a decir algo más, pero solo suspiró. Sin embargo se lo notaba satisfecho, y yo estaba contenta por él y porque habíamos encontrado al mirlo, pero al mismo tiempo estaba un poco triste por el pobre pajarito.
–Seguramente encontrará una pareja muy pronto, en poco tiempo comienza la época de apareamiento –me dijo Tito, como si hubiera adivinado mis pensamientos.
–¡Ojalá! No pensé que los aullidos eran por esto…
–Te confieso algo, Nancy: yo tampoco.
De lo que pasó en la vuelta no puedo contar nada porque me quedé dormida apenas arrancó la camioneta. Recién me desperté cuando sentí la frenada. Habíamos llegado a mi casa.
–¿A qué hora es la película? –me preguntó de repente.
–¿Cuál película?
–¿Cómo cuál? La de Mc Fair.
–Ah, creo que hay una función a las ocho.
Ahí nomás me invitó al cine, y después a comer algo. Ya en el restaurante, me dijo:
–Debo decir que la película no es tan mala como yo pensaba. No es de las mejores que vi en mi vida, pero se deja ver. ¿A vos seguro que te encantó, no?
Le contesté que sí, pero la verdad era que en ningún momento había podido concentrarme en Mc Fair y sus aventuras. No me había podido borrar el mirlo de la cabeza. Le sugerí:
–¿Y qué tal si el domingo que viene agarramos la camioneta y nos vamos a Sauces Verdes? ¡En una de esas lo volvemos a encontrar!
por Diego Kochmann – 08 dic 2022
Un sincero amor a 25 grados
El enamorado sirvió agua mineral en una copa y estiró su brazo para darle de beber a su enamorada en los labios. En ese preciso instante, algo trágico ocurrió: ya no existía el restaurante donde habían estado un segundo antes, ni la calle, ni los árboles de la vereda: la ciudad entera había desaparecido. Solo había un desierto, mucha arena, y mucha, mucha sed. Ellos sí habían permanecido, y también la copa de agua, que el joven acercó a sus propios labios, indiferente a la mirada de súplica de su novia.
Relativo
El hombre pidió que desaparecieran todas las mujeres feas del planeta. Fue así como también desaparecieron las bellas.
Ensayo
Y mirando cómo se paraba frente al espejo y le gritaba, minutos antes del encuentro con su casi ex esposa, no se podía saber si se estaba preparando para descargar todo su odio o para recibirlo.
Qué lástima
Iba a ser una gran novela de suspenso, pero el autor no consideró la gran inteligencia del detective, con la cual el misterio quedó resuelto antes de la tercera página.
Colaboradores
…y en esta extensa pradera descansan los valientes que le permitieron a Guillermo Tell adquirir la experiencia suficiente para poder presentar su espectáculo en público.
Guerra total
En pocos segundos, la señorota se mandó la enorme porción de torta de chocolate, crema y dulce de leche. Eso sí, inmediatamente después se tomó la pastilla para el colesterol. ¡Y que se maten allá abajo!
por Diego Kochmann – 18 ene 2023
En su camino hacia el restaurante “Corazón contento”, la cocinera Mercedes no se cruzó con ningún gato negro, no pasó por debajo de ninguna escalera ni rompió ningún espejo. Por eso, no se entiende por qué la esperaba una tan mala noche en el trabajo.
Apenas llegó, y mientras se estaba poniendo el delantal, se enteró de que Tita, su ayudante, tenía a su Jorgito con fiebre y no vendría a trabajar. Encima era viernes, y todos saben que a la gente le gusta salir a pasear los viernes a la noche, ir al cine o al teatro y, por supuesto, terminar la velada en un buen restaurante.
Mercedes se recogió el cabello y lo escondió debajo de un gran gorro blanco. En eso se oyó un crujido y se abrieron unas puertas de madera, de esas que nunca faltan en los salones de las películas de vaqueros, tras las que suele aparecer el malvado y preguntar por el sheriff del pueblo. Pero acá, el que apareció fue Julio, el mozo, y no preguntó por nadie. Solo dijo:
–Tallarines a la boloñesa para la mesa 4.
Enseguida, Mercedes llenó una olla con agua y la puso a calentar. Le echó sal y sacó de la heladera unos fideos que tenía amasados del día anterior. Volvieron a escucharse los crujidos de la puerta:
–Para la mesa 7: pollo al horno, milanesa a la napolitana y dos hamburguesas al plato. Tres porciones de papas fritas. El pollo que sea pechuga, que salga bien cocida.
A toda prisa, encendió el horno, sacó el pollo, las milanesas y las hamburguesas del congelador, echó aceite en la sartén y lo puso a calentar, le sacó la piel al pollo y lo trozó, peló las papas y las cortó en juliana. Todo eso, solo con sus manos, que eran dos pero parecían ocho por la velocidad con que se movían. No vio vapor sobre el agua de la cacerola y metió el dedo. ¡Estaba helada! Pensó que se había olvidado de prender la hornalla, pero no. Estaba encendida, y al máximo. Sin embargo, parecía como que el agua ni se hubiese enterado. Mercedes notó que las papas flotaban pálidas dentro de la sartén, como si no tuvieran ganas de dorarse. Las llamas azules resultaban totalmente inofensivas para el aceite que tenía encima. En eso:
–Marche una grande de mozzarella para la mesa 2.
Los pedidos se iban acumulando, y Mercedes iba de acá para allá, pero no podía con todo. ¡Nunca en su vida extrañó tanto a alguien como a Tita aquella noche!
–El señor de la mesa 4 pregunta por sus tallarines.
–Decile que ya salen, mientras llevale más pan.
Pero lo cierto era que los tallarines ni siquiera estaban en el agua caliente. Peor aún: el agua ni siquiera estaba caliente. Lo mismo pasaba con el pollo crudo dentro del horno, las papas fritas súper blancas, la milanesa que no se freía y la masa de la pizza, fría como si el horno fuera la más eficiente de las heladeras. Mercedes no podía entender qué estaba pasando. Se sentía como en una de esas pesadillas en que uno quiere escapar corriendo de algún lugar pero hay algo que lo retiene y no lo deja avanzar ni un metro. Y en la cocina parecía haber una fuerza misteriosa que le ordenaba a los diferentes platos: “Hoy no se va a cocinar ninguno de ustedes”. Con los nervios a punto de entrar en ebullición, hundió los tallarines en el agua fría, luego cortó la mozzarella en tiras y las colocó sobre la masa de la pizza, que metió en el horno, ¡a más de 300 grados! Pero pasaron los minutos y los bastones de queso seguían firmes, duritos, indiferentes al calor que los envolvía. “¡¿Pero por qué no se derriten?!”, se preguntaba la pobre cocinera, cada vez más alterada.
–Ravioles al pesto y una porción de tarta de calabaza para la mesa 1. Y la parejita de la mesa 2 me preguntó si todavía estamos ordeñando la vaca para hacer la mozzarella.
Mercedes empezó a tenerle bronca a Julio. Y por un lado es entendible, porque cada vez que aparecía, traía una mala noticia. O era un pedido nuevo, o era una nueva queja. Ya sin saber qué hacer, solo lo miraba, y luego miraba las papas, la pizza, la milanesa, la pechuga de pollo, todas tan frías que daban ganas de llorar. Ya no podía más. Estaba agotada, y se sentó en la banqueta, con la mirada perdida en los tallarines duros que buceaban en el fondo de la olla con agua. De pronto oyó unos gritos que venían del salón, y apareció el mozo. Se lo notaba agitado:
–La gente se está enojando mucho.
–Ofreceles más pan.
–No queda más pan, se lo comieron todo.
En ese momento comenzaron a oírse ruidos metálicos, como de cuchillos y tenedores golpeando las mesas, y unos gritos que resonaban cada vez con más furia.
–¡Quereeemos comer! ¡Quereeemos comer!
Los cantos, más que de gente civilizada que deseaba cenar, parecían provenir de guerreros a punto de iniciar un combate. Tan rabiosos eran los gritos que atravesaban sin problemas la puerta de madera e inundaban toda la cocina. La olla comenzó a temblar, lo mismo que Mercedes; una por la vibración de los gritos, la otra de miedo.
El mozo se dirigió al salón para intentar calmarlos, pero regresó enseguida. No solo que no pudo tranquilizarlos, sino que él regresó mucho más nervioso. Los ojos se le habían puesto grandes como dos huevos fritos.
–Se están comiendo…, se están comiendo… las servilletas.
–¡Qué horror! Deciles que se calmen, que hay una demora pero…
El bullicio era cada vez más insoportable.
–¡¿Qué hacemos?! –gritaron a dúo.
De repente se detuvo el golpeteo de los cubiertos contra la mesa, y también los gritos.
–Andá a fijarte qué pasó. Quizás se tranquilizaron...
Otra vez salió el mozo, y otra vez regresó al instante.
–¿Qué está pasando? ¿Se calmaron? ¿Les pudiste hablar?
El hombre estaba blanco como la crema de leche, y entre castañeteos de dientes, alcanzó a decir:
–¡Están descontrolados! ¡Son unos salvajes!
–¿Pero por qué? ¿Qué pasa ahora? ¿Les explicaste que ya enseguida…?
–Las mesas…
–¿Qué pasa con las mesas? ¡Hablá! ¿Se subieron a las mesas? ¿Las están cambiando de lugar?
–¡Se las están comiendo!
Mercedes se quedó muda.
–Ya se comieron los cubiertos –continuó el mozo–. Se comieron los manteles, las paneras de plástico, las botellas, los vasos, las cortinas de las ventanas, las ventanas, las sillas y ahora las mesas…
Entonces se acercó a Mercedes, la tomó de los brazos con fuerza, la miró fijo a los ojos y le dijo:
–El salón quedó vacío, arrasaron con todo. Pero lo peor, lo peor es que… ¡siguen con hambre!
–Pero ya se comieron todo, no queda nada para comer –intentó tranquilizarse Mercedes.
–Te equivocás. ¡Quedamos nosotros!
Se abrazaron con fuerza. Ruidos de pasos sonaban cada vez más fuertes. Se escuchó el crujido de la puerta de madera, se empezó a abrir…
por Diego Kochmann – 04 nov 2022
Como todos los miércoles a la noche, se celebraba la reunión cucarachil en el segundo subsuelo del viejo edificio de la calle Mugrosienta.
–Con tristeza debo decirles –tomó la palabra una de las cucarachas más veteranas– que esta semana han caído en combate mil trescientos veinticinco compatriotas. Setecientas seis a causa de diversos insecticidas, el resto por pisotones y chancletazos.
Desde todos los rincones comenzaron a oírse gritos de protesta, que invadieron el ambiente con un ruido ensordecedor. Instantes después, las miles y hasta millones de cucarachas unieron sus voces para entonar uno de sus himnos: “Malvados humanos”.
Al rato, cuando el bullicio perdió algo de intensidad, una cucaracha que estaba en el techo, boca abajo, estiró una de sus patitas para pedir la palabra. Las demás miraron extrañadas los redondeles blancos y naranjas que tenía pintados en el tórax.
–Los humanos son muy poderosos para nosotras –dijo en voz alta, luego de presentarse como Carlota–, por eso no nos conviene entrar en una guerra abierta contra ellos. Debemos ser astutas y preguntarnos por qué nos odian tanto y no así a otros insectos, como las vaquitas de San Antonio, por ejemplo. La razón es una sola, y muy simple: es que somos horribles. Sí amigas, reconozcámoslo. Ese es el motivo por el cual nos desprecian. Y nosotras, en lugar de pelear contra ellos, debemos tratar de hacernos sus amigas. Tenemos que caerles simpáticas, que nos tomen cariño. “¿De qué manera?”, se preguntarán. La respuesta es simple también: ¡poniéndonos más lindas! No por otro motivo es que antes de venir para acá me depilé las seis patas, me corté un poco las antenas y me hice decorar el cuerpo con estos colores alegres.
Las demás cucarachas, maravilladas, empezaron a aplaudirla, ¡porque de veras estaba bonita! Y corearon su nombre a viva voz: “¡Caarlooota! ¡Caarlooota!”. Seguramente con ese nuevo aspecto, pensaron todas, a ningún humano le nacería ese odioso instinto de aplastarla bajo su zapato al cruzársela en el baño o la cocina.
Al siguiente miércoles, estaban todas reunidas para seguir hablando de sus cosas salvo, por supuesto, las casi mil quinientas que habían sucumbido aquella semana. Pero sobre todo, las cucarachas esperaban a Carlota, para que les contara cómo le había ido. Pero ella…, nunca apareció.