Alguien está mirando
por C. Fernández Rombi
03 dic 2017
Alguien está mirando, siempre.
Condición que ha marcado toda mi vida. Nací y me crié en la periferia del barrio de Mataderos. Que no es, precisamente, el mejor lugar del mundo para una mocoso de quince años.
Arranco en esa edad porque fue la del inicio de mis raterías; en casa éramos varios y la plata nunca alcanzaba. Bien es cierto que la comida no faltaba… pero para todo lo demás, me las tenía que rebuscar.
Mi hermano mayor ─yo era el menor de los cuatro─ trabajaba en el Banco Nación y aportaba unos mangos a la casa. Las mellizas, Aída y Dalma, cercanas a los veinte, “hacían la calle”, aunque de “eso” en casa no se hablaba. La vieja estaba convencida de que laburaban en una tienda y, creo, que mi hermano también se la creía. Pero yo, que vagaba todo el tiempo, las había visto más de una vez, hacer la transacción y luego subirse al auto que se les había arrimado. El tema no me molestaba, ellas hacían su vida y yo la mía.
A los dieciséis ya era un ratero experto. Celulares y billeteras en el tren Sarmiento en las horas pico, tablets y alguna que otra notebook en los negocios de la avenida Juan Bautista Alberdi. Me ayudaban mi físico mezquino y mi forma de moverme, huidiza y mirando el piso. También me ayudaba yo mismo. Me vestía limpio y sencillo, no había nada en mí que llamara la atención ajena.
Alguien está mirando, siempre.
El día de mi cumple número diecisiete me iba a hacer un buen regalo. Hacía un par de meses que venía planeando “algo grande”; había visto un día a eso de las seis de la tarde, un Ford Mondeo estacionado frente a un negocio de computadoras, cargar unas “compus” de las más caras. Desde ese día comencé el estudio previo.
Era ideal, casi matemáticamente día por medio alrededor de la misma hora el Gordo cargaba merca de lo mejor en el baúl del Mondeo, luego se iba hacia el bar sobre la misma cuadra a tomarse una latita de birra. Tiempo empleado: quince minutos… ¡No me servía!
Había practicado en un par de esos autos: silenciar la alarma y abrir el baúl me llevaba unos seis minutos, más cargar la merca en un changuito de supermercado (que me había afanado antes) y desaparecer sin hacer escándalo, por lo menos veinte… ¡No me servía!
Tenía que armar una distracción... Dalma, la más cararrota de mis hermanas era la solución. Era fácil, estar unos minutos antes de esa hora en el bar del gordo y su birra, vestida como para su laburo habitual, un par de sonrisas, un rato de charla y luego...¡que hiciera lo que quisiera con el Gordo!
La convencí con facilidad. Era eso o contarle a la vieja de su laburo, además le dije que el Gordo tenía facha de calentón, travieso y con mucha guita; en una de esas... ¡se conseguía un cliente flor y truco!
(Agregado sin importancia: un año después de estos sucesos, “el Gordo” le ponía un lindo bulín a la Dalma que, gracias a él, ya había dejado de “hacer la calle”. A la final... ¡la laburé de Cupido!)
La tarde de mi gran negocio todo se daba tal y cual lo había planificado. Abrí el baúl del auto y empecé a cargar la merca, pero...
Alguien está mirando. Siempre.
Cargaba la última notebook, cuando el viejo del negocio de enfrente (¡tremendo hijo de puta! La avenida tiene treinta metros de ancho) cruzó zigzagueando entre el tránsito y gritando desaforado:
─¡Ladrón! ¡Ladrón...! ¡Agarren al ladrón!
Me agarraron entre tres o cuatro que pasaban y en instantes eran un montón dándome piñas y rodillazos. Me rescataron mi hermana y el Gordo.
Final: ¡pasé mi noche de cumple en cafúa!