El Laucha
por C. Fernández Rombi
23 dic 2017
-¡Parece una laucha!
Fue el primer comentario de Miguel -veinte años antes- al recibir de la enfermera a su primer hijo en la Maternidad Sardá.
Y debió ser así nomás; cómo no estuve presente, no puedo dar fe. La cosa es que, a pesar del nombre pretencioso con que lo bautizaron -Rafael Maximiliano Pérez Llano- para todos siempre sería “el Laucha Pérez”.
A sus veinte, esmirriados metro sesenta de estatura y cincuenta y pico de kilos. Es el saldo de una venta de saldos en una tienda de barrio. Nadie se ha preocupado demasiado por él; tal vez sí, su mamá los primeros añitos, pero luego llegaron tres hermanos... y, por esos designios incomprensibles del destino, los tres, candidatos a cualquier concurso de bebés de la tele.
Miguel, frente a sus amigos, se acostumbró a su propio chiste malo: “El Laucha fue un polvo mal echado”. Era, creo, una especie de disculpa por ser el padre del muchacho. El apelativo marcó la vida del pobre pibe. Pasó la primaria y la secundaria a los tirones. El desprecio era tan generalizado, que incluso algunos profesores lo llamaban así. Ahora, a partir de su cumple número dieciocho, ha comenzado un proceso de cambio que no es advertido ni por familia ni “amigos”. Está acumulando rencor.
El niño de antes, el muchacho de ahora, está viviendo una transformación peligrosa y nadie lo advierte. Tiene que terminar mal... para sí mismo o para alguien más. El resentimiento, antes de transformarse en rencor, lleva su tiempo. En el caso del Laucha, ese resentimiento empezó a gestarse en la primaria, cuando sus compañeros lo cargaban gritando en el recreo: “¡Guarda que viene el Laucha...! ¡Si muerde la pelota la pincha!”. Y siguió, y siguió, sin que él mismo tomase nota. Hasta el mismo día de su cumple número dieciocho.
Se había juntado en el cordón de la vereda de su casa con cinco o seis de sus “amigos”. La madre le había preparado un bizcochuelo y tres cocas de dos litros, un par de turrones y unos vasitos de plástico. Tal su fiesta. Sin embargo, lo estaba pasando bien. Hasta el momento en que escuchó esa frase de uno que quiso hacer un chiste: “Boludos, hasta las lauchas cumplen años”.
Ese fue su punto de inflexión. A partir de ese momento, todo, desde una humillación real hasta la mínima broma inocente, era ingresada por su mente en la virtual columna del Debe de su vida. A los dos años del crecimiento sin pausas de esa columna, estaba convencido que era el tiempo de cerrar el balance... o, por lo menos, ingresar algo en la del Haber.
Le sobraban candidatos. Su imaginación, penosamente, buscaba el de mayores merecimientos. Le llevó tiempo, pero en cuanto se le ocurrió fue una certeza indubitable: “El Laucha fue un polvo mal echado”. Esa frase desgraciada, que su padre usaba como muletilla y que pretendía ser una gracia ante sus amigos, y a veces, incluso con la mamá, lo había perseguido desde que era un chiquilín.
“Ese hijo de puta me marcó para toda la vida... Ahora lo va a pagar.”
Cumple el primer año de una condena de reclusión perpetua. En el momento en que el guardia cárcel lo presentó a sus futuros compañeros de penal, dijo:
-Esta es la rata que asesinó a su padre…
Finalmente, Rafael Maximiliano Pérez Llano, dejó de ser El Laucha, ahora lo llaman: La Rata.
“El rencor, es un sentimiento de enojo profundo y persistente; un resentimiento arraigado que desequilibra y enferma la mente” (Psicología del rencor)
“1.- Homicidio agravado por el vínculo y por la relación con la víctima. Art. 80: ‘Se impondrá reclusión perpetua o prisión perpetua, pudiendo aplicarse lo dispuesto en el artículo 52, al que matare: 1. A su ascendiente, descendiente, cónyuge, ex cónyuge, o a la persona con quien mantiene o ha mantenido una relación de pareja, mediare o no convivencia’” (Código Penal Argentino)