Desamparo

por C. Fernández Rombi

27 ago 2018

 

Aguardo número en mano (rodeado de otros, pelo más pelo menos, ancianos como yo), que me atiendan y me den un turno para el neurólogo de la Clínica Passo de Témperley.

Llevo más de una hora cuando reparo en el hombre en silla de ruedas.

Solo, como la mayoría de nosotros, atornillado a su silla, que está pegada a una pared del salón, su cuerpo aunque está sentado, se adivina “retorcido” como girado sobre su eje. La mirada perdida contra el muro a no más de cincuenta centímetros de su cara.

A mi edad he visto la imagen del desamparo en todas las formas posibles. De la mano con la miseria extrema, en la expresión de los niños de orfanatos, en los de mujeres con gravidez avanzada haciendo la cola para una bolsa de alimentos, en la de internados en el Hospicio de las Mercedes (hoy, Hospital Tiburcio Borda), al que acudí un par de años cada semana a visitar a una amiga interna, en fin...

Pero nunca sentí impacto tal como el de este momento. Tal vez influya mi propia edad, ¡De seguro...! Los setenta y cinco no son los veinte, los treinta o los cuarenta.

Sin embargo, creo que esta imagen del desamparo en su más cruel representación va más allá, mucho. Parece increíble tal estado de abandono y soledad estando rodeado de un montón de gente.

Esta no es, desde ya, la imagen terrible de los niños de la guerra de Laos o Vietnam, una imagen que pareciera difícil de superar.

Trato de interpretar el porqué de que esta representación parezca, a mis ojos, más terrible aún que la de los hacinamientos de cadáveres de Auschwitz.

Finalmente, me doy cuenta.  El mayor de los desamparos del inválido reside en la mirada extraviada del anciano. Un hito de soledad incomprensible de un ser humano que está "en compañía" de una pequeña multitud humana.