por C. Fernández Rombi - 07 oct 2018
Caminaba distraído por la avenida Corrientes en Chacarita, sumido en difusos pensamientos y en los avatares de mi vida. Consciente desde hace tiempo de que debería hacer un par de cambios de importancia en mi vida, pero no acertaba a definir con claridad qué cosas debía cambiar.
Sumido en mi maraña mental choco de frente con un hombre que caminaba en dirección contraria. Automáticamente esbozo una disculpa que el otro corta apenas nacida.
─¡Juan... cuánto tiempo! ─me toma con cariño de ambos brazos.
Me pareció de momento un rostro conocido, tal vez, de mi pasado. El tema era determinar rápidamente de cuál de mis pasados.
El de mis veinte, en Villa Luro, viviendo con mis padres, lleno de energía y con genuinas intenciones de estudiar y crecer como ser humano...
El de mis treinta, en Cangallo y Uriburu, ya casado con una buena muchacha, pero asfixiante y con exigencias materiales que me obligaban a trabajar en doble turno. Ya olvidadas mis expectativas de los veinte...
El de mis cuarenta, acá en Chacarita, sin familia y viviendo en la Pensión de doña Tere; desganado y con menos esperanzas que un salchicha en una carrera de galgos.
Es inútil, a esta cara desconocida no la puedo ubicar en ningún momento de esos tiempos del pasado. Decido sincerarme con el extraño diciéndole que no lo recuerdo.
No tengo tiempo, me suelta los brazos, da un paso hacia atrás y:
─¡Discúlpeme señor...! Lo confundí con un viejo amigo.
Se marcha, dejándome enredado en mi pasado... y en mi presente.