por C. Fernández Rombi – 05 may 2019
Soy el hombre más poderoso del planeta.
En este primer año de mi segundo mandato, ya no caben dudas de que soy uno de los cinco presidentes más importantes de la historia de este bendito país. He dejado muy atrás la patética imagen de Bush. Los logros económicos y sociales de mi administración se cuentan por doquier. Mi mandato termina en tres años y ya no podré ser reelecto, pero… ¿qué duda cabe?, seguiré siendo el árbitro del destino nacional y en el 2005 volveré a la Casa Blanca. La vida me sonríe. El mundo se inclina a mis pies.
¡Qué madeja maldita! Un momento de distracción y estoy envuelto en un escándalo nacional… ¡por una puta becaria!
El mundo se me vino encima. Ya no soy creíble. Ahora tenemos un presidente de piel oscura y, a modo de gran idea, la designa a Hillary, Secretario de Estado; mi ostracismo es total… Soy “el esposo mujeriego de”.
El tiempo pasa y el hombre, ya maduro, que fuera uno de los presidentes más jóvenes del imperio, no puede olvidar su pasada grandeza. Extraña los titulares de los diarios, la consulta de sus pares, la obsecuencia, en fin… El Poder.
Su mente, incansablemente, busca sin solución cómo volver. ¡Me corresponde!
Sus analistas son categóricos: “es imposible”. En ocasiones, desvaría.
20 de enero del 2013: Barak Obama, vuelve a asumir la presidencia. Entre las personalidades políticas invitadas ocupa un lugar de preponderancia su Secretaria de Estado, Hillary Clinton, que está acompañada de su esposo. En el momento del saludo presidencial, Obama exhibe una expresión cálida y amistosa, ambos se saludan cordialmente. Luego le toca el apretón de manos protocolar con el esposo.
Obama, extiende su mano. Clinton, extiende su mano armada y dispara. El volteo del arma en su brazo le produce una alegría inmensa.
¡Ahora sí! Nuevamente… ¡soy el hombre más importante del mundo!