El copo de nieve

por C. Fernández Rombi

Salgo a caminar unas cuadras.  La tardecita de lunes feriado de fines de agosto invita a hacerlo, sobre manera después de un invierno lluvioso y frío como pocos.

 

La plaza del barrio es una fiesta; chicos en cantidades inusitadas, muchachos con sus juegos de pelota, parejitas ensayando mimos para cuando cayera la tarde y familias con el mate y la factura.

 

Casi inevitable que mis setenta y algo no recuerden otras tardes como ésta, pero de un pasado ya remoto.  Me limito a caminar, observar y dejarme acariciar por este sol, regalo de un estío adelantado.

 

Veo pasar a varios de los más pequeños enarbolando como espadas triunfales sus palitos con el tradicional copo de nieve...  Ahora sí, el pasado me dice ¡presente!

 

Inevitablemente debo pasar frente al carrito de los pochoclos y copos, hay una cola de seis o siete papis con sus impacientes críos tomados de sus manos. Sin pensarlo, como en la repetición de un atavismo incorporado vaya a saberse cómo y cuándo, me sumo a la fila.  La simpática mocosa “fabricante de los copos” me mira divertida, tal vez por no ver a mi lado criatura alguna.

 

Ya con mi copo en mano me siento a disfrutarlo sin complejos, ignorando las miradas, curiosas algunas, risueñas la mayoría.  Sólo quiero deleitarme.

 

Pero... es cierto que el paso del tiempo es inexorable; las manos pegoteadas, los hilos de azúcar que se pegan a mi boca, nariz y barba, me lo confirman.  Abandono.  Voy unos pasos hasta el cesto de basura y, con disimulo, lo dejo caer en él.


Luego, vuelvo tranquila y resignadamente a mi sillón y a la tele.