por C. Fernández Rombi – 09 sep 2019
Primavera en Buenos Aires (y claro, en Lomas de Zamora también). Pido un remís y nos vamos con mi “peor es nada” al Maxi Carrefour de Rodríguez y Camino Negro. Amparados en la débito del Santander-Río, nos dedicamos con entusiasmo a cargar todo tipo de vituallas. De movida, me llamó la atención la cantidad de clientes en competencia con nosotros. Lo cierto es que, últimamente -octubre 2018- eso no es común. Son las siete de la tarde cuando nos encaminamos a las cajas... La cola es infernal. Literalmente, da una vuelta y media por el interior del gigantesco salón de ventas. Casi en simultáneo, recuerdo que los sábados cierran a las ocho; pero no preveo problemas, ya estamos en la cola. No solo me extraña la abundancia de humanos, también lo cargado de los amplios changos. Una hora más tarde, el cajero me comentará que a partir del paro general del pasado 25/09, suele estar de esta manera. Ni él ni yo encontramos una explicación lógica. Tal vez, viejas secuelas del aciago diciembre del 2001... ¡Esperemos que no!
¡Ya pagamos! Ahora nos toca otra larga cola para que los de seguridad chequeen lo comprado. Cuando estamos por salir de este nuevo proceso y del, a estas alturas, odiado local, pido el remís para volver a casa. Aprovechamos el tiempo de espera para ir cargando la compra en las diez bolsas (a dos devaluados mangos cada una) provistas por el súper.
Los coches de los clientes, bien provistos, hace rato que empezaron su desfile de partida. La espera se hace larga, espera que se alarga en más de media hora, siendo que vivimos a tres kilómetros y la remisera está a dos cuadras de casa. Ya no tenemos tema de conversa; ya también, maldije un par de veces por no tener más vehículo propio. Vía celu reclamo el auto: “Señor, hace rato que lo espera... el problema es que está cerrado el acceso por colectora (por el cual entramos) y por el portón de Rodríguez solamente dejan salir. Nuestro auto lo espera en la Avenida Rodríguez”.
¡Me cache...! Y allá vamos, corriendo (es una forma de decir, el chango está pesado, yo pasé los 70 hace rato y los autos desfilan lento para salir, bloqueando todo). Cuando por fin llegó a la salida, veo que han cerrado medio portón (realmente, sólo permiten el egreso) me mando empujando el chango hijo de su madre, momento en cual el único “seguridad” que trata de ordenar el caos me grita: “¡No puede salir con el chango!”. Sé que es inútil discutir o negociar (para lo cual tendría que explicarle toda la historia), le tiro de mala manera el carro de mierda a mi mujer, salgo frenético por el miedo que el remís se las tome. Prácticamente, toda la cuadra está ocupada por autos con tarados ordenando sus compras en sus baúles, momento justo en que veo a unos treinta y pico de metros un auto que despega del cordón y sale arando. Sobre el vidrio trasero, la calco: “Remis Las Leñas”. Le grito como un tarado, pero en ese quilombo de autos y bocinas mi voz es una gota en el mar.
¡Esto no da para más...! Vuelvo pesadamente sobre mis pasos a la playa de estacionamiento, a mi mujer y a nuestro carro alimenticio con casi cinco mil mangos a bordo (que para dos jubilados es mucha merca y mucha plata). Hablamos los dos al unísono y ninguno entiende nada. Noto en el subconsciente y en forma simultánea que ya no hay autos en fila de partida, que están cerrando el último tramo del portón y que los de seguridad (en motos, bicis o a pie) huyen despavoridos. Son las 20.25 horas: es el momento en el cual las luces del local se reducen a la mitad y aparecen dentro los de la limpieza; de los cuales nos separa un muro de vidrio impenetrable. Ni idea de por dónde han entrado.
─¿Y ahora, qué hacemos? Pregunta mi jermu, con expresión de loca.
Me encojo de hombros, no tengo la menor idea. Filosóficamente, agarro el chango y me vuelvo unos cien metros. Al lado de la puerta por la que salimos el siglo pasado, hay unos pallets apilados a la altura justa para sentarse. Una vez sentado:
─¡Y yo qué sé! ─para suavizar la cosa, agrego─ ¡Suerte que no hace frío!
El tránsito por Camino Negro es cada vez más intenso. Pasada una hora, ella abre un paquete de galletitas dulces y, mordisqueando, me ofrece; sacudo la cabeza, ¡malditas ganas de galletitas tengo! Pero, de carne somos, ya cerca de las 23 el bagre empieza a picar y manoteo un sobre de bondiola en fetas que “no pega” con las Oreo de chocolate... En esta compra no entraron ni el lactal ni las galletitas de agua, así que... ¡joderse! Observo el panorama de las bebidas: dos botellones de jugo para diluir, cuatro botellas de vino tres cuarto, una de licor de chocolate y otra de anís dulce. Nuevamente... ¡joderse! Con el vino, yo zafaría de diez... pero, sin sacacorchos, ¡ni hablar!
A eso de las tres, el tránsito ha muerto. Como los baños dan hacia la playa pero han quedado cerrados con llave, por instinto, “mi ella” y yo, elegimos lugares bien lejanos y opuestos. En esto hubo suerte, la compra incluye un bolsón de seis rollos de higiénico. A las 4, ella, sentada en la pila de pallets, la cabeza apoyada contra una columna, un paquete de algodón como almohada, duerme tranquilamente.
Yo me paseo de una punta a la otra. La acidez estomacal originada por la mezcla de fiambre, galletitas de chocolate y anís, me está devorando... ¡Maldigo al señor Carrefour, a la remisera y a la bondiola con galletitas de chocolate! Las 7 y 30 del domingo y arriban los primeros empleados. Apenas vi al primero llamé a la remisera. Los referidos empleados nos miran con expresión de tarados y alguno trata de interrogarme. Desistirá. No veo mi cara, pero la expresión de “sonada” de mi esposa me lleva a comprender que la mía, no debe de quedarse atrás.
8 y 30 descargamos la compra. 9 y 45 nos vamos a dormir. Fue un sábado distinto. No recuerdo una salida de sábado tan económica. Cero gasto. ¡Bien!