por C. Fernández Rombi – 19 oct 2019

 

En el año 258, un cura estaba a cargo de los dineros del papado destinado a los pobres de Roma.  Para tal tarea lo había designado el Papa Sixto.  El cura se había tomado muy en serio su trabajo…  Para su desgracia y su gloria, el emperador Valeriano por decreto imperial ordena la muerte de todos aquellos que se declarasen cristianos.

 

Cuatro días antes de estos sucesos, el Papa celebrando misa en una catacumba romana, es sorprendido por la policía del Imperio y asesinado en el acto junto a los cuatro diáconos que lo acompañaban.  Nuestro curita, ausente en tan nefasta ocasión y nada tonto, al enterarse del crimen, cayó en la cuenta de que el próximo paso de Valeriano sería el incautado de los fondos bajo su custodia.

 

Rápidamente tuvo la confirmación de su sospecha: el Alcalde romano, amigo de lo ajeno, lo emplazó a entregar todos los bienes a su cargo.  El cura pidió un plazo de tres días para realizar una recolección completa.  Acordado que fue, se abocó de inmediato a la venta de cálices, candeleros crucifijos de oro y plata y todo aquello que aquella Iglesia perseguida tenía de valor.

 

El paso siguiente venía de suyo: entregarlos a los pobres y necesitados de Roma.  Al cuarto día, el Alcalde y su tropa se presentaron a reclamar su botín; pero sólo se encontraron con una multitud de pobres, ancianos, viudas, leprosos, mutilados y ciegos.  O sea, aquellos en los que el curita había dilapidado los bienes bajo su custodia.

-¡Pero…!  ¿Qué es esto?  Tronó indignado el dignatario romano.

 

Según relata el poeta Prudencio, el cura contestó con sencillez:

-Estos son los bienes más preciados y únicos del Reino de Cristo.

 

El burlado Alcalde no perdió su tiempo: ordenó encender un fuego; sobre él, una amplia parrilla de hierro; y encima, el curita de la mala decisión.  Luego de un buen rato de estar asándose, éste dijo a los soldados:

-Ya estoy asado de un lado, ahora vuélvanme hacia el otro así quedo asado por completo.

 

Los soldados del Imperio haciendo gala de buena educación, le hicieron caso y lo dieron vuelta… con lo cual queda demostrado que ya en esas épocas se tenía nociones del arte de un buen asado.  Cuando el cura sintió que el final estaba próximo, exclamó:

-La carne está pronta… ya pueden comer.  Y, con devoción, se puso a rezar por la conversión del Imperio.  Esto sucedió el l0 de agosto del año 258.

 

Un siglo más tarde, con Constantino I llegaría la difusión del cristianismo por toda la tierra.  El Santoral Católico dice que el l0 de agosto de cada año es San Lorenzo, diácono y mártir de la Iglesia.  Pero aquel día, era simplemente el cura Lorenzo cumpliendo con su fe y su mandato.  Agrega Prudencio, que mientras se asaba, el rostro del mártir exhibía un resplandor hermosísimo.