Esperando a Boris
por C. Fernández Rombi
13 dic 2016
Matilda, en la víspera de su cumpleaños número cincuenta, sigue siendo poseedora de una apacible belleza, un cutis todavía fresco y un carácter estable y tranquilo. Sin sobresaltos.
Hace treinta y cinco años ─apenas tenía dieciséis─ que espera por su novio; el primero y único. Boris, partió al cumplir sus veinte hacia Europa; dejando en sus oídos una férrea promesa: “Espérame, volveré”.
Todos estos años, la mujer, ha vivido en función de esa promesa. Terminó la secundaria y después… Nada. Ni estudio, ni trabajo, ni hombres. Sólo un par de amigas solteronas y unos cuantos sobrinos, que “la adoran” y son su única forma de expresión de cariño.
Sin embargo, su familia no piensa en ella como “la tía solterona”. Ella tiene novio… o, por lo menos, lo espera. Dos o tres veces al año llegan sus cartas, cariñosas, cortas y siempre, reiterando la antigua promesa: “Espérame, volveré”.
Ese día llegará un telegrama del hermano de Boris. Son sólo cinco palabras que lo cambian todo: “Boris ha muerto. Lo siento”. La casa pareciera temblar; su madre y sus hermanas lloran; el padre, atolondrado, sube a la terraza sin saber para qué. Los chicos quedan en silencio.
Ella, desconcertada, pide a la familia que la dejen a solas y marcha a su cuarto… Sabe que debe llorar, no puede. Sabe que debe sufrir, no puede.
Sabe que debiera estar en los inicios de una acometida de dolor inaguantable… no experimenta dolor alguno. Es más, a cada momento que pasa se siente mejor. En su mente y en todo su corazón pide perdón a Dios por eso, por estar cada vez mejor y más alegre.
Aunque no le encuentre explicación alguna.
Ha pasado horas en ese estado de alegría serena y creciente; ignora en qué momento empezó a hacer un sinfín de planes.
Estudiar, trabajar, salir, conocer hombres, en fin… ¡Vivir! Es, recapacitará, como cumplir los diecisiete otra vez. Pero ahora, en serio. Se preocupa por su familia; deberá fingir aflicción un tiempo. Si no, creerán que enloqueció de puro dolor.
Al caer la tarde, en la casa, el bullicio habitual.
Su madre discute con una de sus hermanas, su padre arregla algo, o no, a martillazos. Suena el timbre, el perro ladra desaforado.
Un minuto más tarde tocan muy suave a su puerta; sin aguardar respuesta entra la madre; su sonrisa es más luminosa que nunca al decir:
─Hijita querida, ¡por fin, por fin…! ¡Ha llegado Boris!