por Carlos Fernández Rombi – 01 nov 2020

 

El bote es grande... ¡qué los parió!  Once pisos, trescientos metros de largo y cuarenta de ancho... ¡qué los pario!  El primer día me pierdo un montón de veces... No me hago dramas, tengo diez días más para perderme. Y, tal vez, alguna vez encontrarme.

 

Es una belleza: varios lounge bar y confiterías temáticas ambientadas que, al atardecer se llenan de música de diferentes ritmos.  El teatro que funciona todos los días con dos funciones y es espectacular: toma tres niveles del crucero y tiene un sistema de luces propio de Broadway.  Dos restaurantes a todo trapo, amueblamiento de nivel, enormes y exquisitamente decorados, en los que la comida es gourmet.  Casino, por supuesto.  Salón de fumadores y biblioteca.  SPA.  Sauna, gimnasio y otros que ni llegué a conocer.

 

Es el crucero de fin de año.  Razón que la empresa utiliza, graciosamente, para no incluir en el precio habitual las bebidas y facturarlas a mansalva: un vino de mediana calidad, u$s 20; gaseosa, 5; un trago de calidad estándar, 9.  Y así continúa.

 

En realidad, lo pasamos muy bien mi alter ego marital, Cuqui y, claro, yo.  Nos tocó un grupo de turno de comidas sensacional.  Ocho por mesa: un matrimonio y la hermana del hombre, Julio, simpático y cálido por demás.  (En algún momento llegué a pensar si no habría un Julio por mesa dispuesto por la naviera para “levantar” los grupos de cena). Además, un par de amigas veteranas, viajeras habituales y de gran simpatía.

 

Pero no quiero entrar en el relato del viaje.  Del cual disfruté a full, sobremanera, de las noches en el balcón del camarote, con un whisky, un cigarrillo y la visión de un mar sin final, nubes y una luna indescriptible. Para eso, ya habrá otro momento.

 

Me quiero detener en el día 31 de diciembre (y su noche de fin de año y año nuevo).  Una verdadera “charada-estafa” de la empresa naviera.  La cosa comenzó a partir del desayuno y se continuaría durante todo el día.  Empezaron a desfilar, uno tras otro, cientos de carritos tipo bar, muy elegantes y atractivos de 1,40 m de ancho.  La parte superior armada en escalera y con una buena provisión de botellas de champañas importado de distintas marcas.  Pregonaban hasta la saturación, que esta bebida (la ideal ¡sin dudas! para recibir el nuevo año) solo se vendería en esos bares rodantes hasta las veintidós horas.  Uno debía comprar su botella y llevarla al frigo-bar de su camarote.  A partir de las 22 horas se entregaría a todos quienes hubiesen comprado su/s botella/s (99% del pasaje), una frapera con hielo. Estas se retirarían de lugares situados estratégicamente en todas las cubiertas del bote.

 

El valor promedio de cada botellita, entre 30 y 40 dólares.  La cartelera fija en los carritos no lo decía, pero sus conductores repetían una y otra vez, que “seguramente el stock no alcanzaría para todos”, recomendando “comprar cuanto antes”.  Bien, durante toda la tarde nos pudimos ver unos a otros (no exentos de vergüenza) con nuestra/s botella/s a cuestas.  Lo más “gracioso” (me daban ganas de llorar) fue después de la cena.  Todos los paparulos formaditos en interminables colas en los ascensores de la nave.  Inmersos en el apurón de ir a pescar en nuestras heladeritas, paso previo para enfilar a la entrega de las benditas fraperas con hielo.  ¡Un papelón internacional! (brasileños, argentinos, italianos, españoles y más).

 

Querido lector, estarás pensando que el día 1º de enero no había en el crucero una sola botella de champaña...  ¡Pues no!  Esa mañana reaparecieron los carritos-bar, colmados de botellas a razón de u$s 30 ¡dos botellas!  Sin importar marca ni procedencia.  Se había producido el “milagro de la multiplicación de la champaña”.  Del stock insuficiente del 31 a la abundancia del primer día del año.  Sin intervención divina.

 

Más allá de esta charada-pijotera del champaña, esa última noche de crucero resultó inolvidable.  Siete cruceros de diferentes empresas se ubicaron en abanico frente a la Bahía de Guanabara, y desde cada cubierta miles de viajeros pudimos brindar y asistir absortos a la llegada del nuevo año.  En presencia del show de juegos artificiales más emocionante y magnífico que se pueda imaginar y yo haya visto.

 

En fin... ¡La perfección solo es para Dios!