por Diego Kochmann – 08 oct 2022

 

La ñata contra el vidrio

Le encantaba pasarse horas mirando por la ventana, sobre todo en las clases de Biología, Historia y Matemáticas. De grande siguió haciendo lo mismo, aunque ahora sus ojos no se clavaban en el vidrio de las ventanas del aula, sino en el de las vidrieras de los negocios. Y ahí se quedaba contemplando remeras, zapatillas, computadoras, celulares y hasta unos pollos que daban vuelta sobre las brasas y desprendían un aroma irresistible.

Nada de eso podía comprarse. Y claro, sin un título secundario bajo el brazo, los pocos trabajos que lograba conseguir estaban muy mal pagos.

 

Idea arruinada

Estaba cruzando el puentecito de madera cuando tropecé con un tablón que estaba algo salido y se me cayó al agua la idea que tenía entre manos. Y como yo no soy de esos escritores a los que las ideas le aparecen como hongos después de una lluvia (más bien al revés, me parezco más a los que se conoce como “secos de imaginación”), me lancé al río, así con ropa y todo.

Sin llegar a ser una furia, el río era bastante torrentoso. Y yo nadé desesperado detrás de la idea, que se iba golpeando con las rocas a medida que se alejaba. Justo cuando estuve por pescarla, no sé de dónde apareció una trucha y se la tragó. ¡En ese momento me quise matar, en serio lo digo! Pero se ve que a la ladrona no le gustó la idea y la escupió enseguida. Así que di un par de brazadas más y logré agarrarla del cuello.

La pobre estaba más muerta que viva: mojada, machucada, mordida, le faltaba una parte... ¡Daba pena realmente! Volví caminando por la orilla, también empapado, sosteniéndola con la mayor suavidad posible.  

¿Y ahora qué hago? –le pregunté a mi hermana, que seguía sobre el puentecito–. Esta idea, así, no me sirve para nada. ¿De qué escribo ahora?

–Hay tantas cosas sobre lo que podés escribir –me dijo muy tranquila y se puso a mirar a su alrededor–. Por ejemplo, esos pajaritos en aquel árbol, escuchá qué hermoso cantan. ¿Por qué no inventás un cuento sobre eso?

Claro, como si fuera tan fácil.

 

Cuenta regresiva

Fueron diez los minutos que demoró en encontrar sus botas en el desorden de su habitación, nueve los pasos que la separaban de la cama donde se sentó a calzárselas. Ocho los ojos que observaban cómo entraba su pie, desde el fondo oscuro de la bota. Siete los milímetros cúbicos de veneno que le inyectaron unos poderosos colmillos. Seis los alaridos que dio hasta que llegó la ayuda esperada. Cinco los besos que lo despidieron, cuatro las personas que hicieron falta para cargar su voluminoso cuerpo en la ambulancia. Tres los semáforos que lo separaban del hospital. Dos los sueros que le inyectaron con la esperanza de salvarla y un suspiro, lo último que hizo antes de partir de este mundo.