por Diego Kochmann – 18 ene 2023

 

En su camino hacia el restaurante “Corazón contento”, la cocinera Mercedes no se cruzó con ningún gato negro, no pasó por debajo de ninguna escalera ni rompió ningún espejo. Por eso, no se entiende por qué la esperaba una tan mala noche en el trabajo.

 

Apenas llegó, y mientras se estaba poniendo el delantal, se enteró de que Tita, su ayudante, tenía a su Jorgito con fiebre y no vendría a trabajar. Encima era viernes, y todos saben que a la gente le gusta salir a pasear los viernes a la noche, ir al cine o al teatro y, por supuesto, terminar la velada en un buen restaurante.

 

Mercedes se recogió el cabello y lo escondió debajo de un gran gorro blanco. En eso se oyó un crujido y se abrieron unas puertas de madera, de esas que nunca faltan en los salones de las películas de vaqueros, tras las que suele aparecer el malvado y preguntar por el sheriff del pueblo. Pero acá, el que apareció fue Julio, el mozo, y no preguntó por nadie. Solo dijo:

–Tallarines a la boloñesa para la mesa 4.

 

Enseguida, Mercedes llenó una olla con agua y la puso a calentar. Le echó sal y sacó de la heladera unos fideos que tenía amasados del día anterior. Volvieron a escucharse los crujidos de la puerta:

–Para la mesa 7: pollo al horno, milanesa a la napolitana y dos hamburguesas al plato. Tres porciones de papas fritas. El pollo que sea pechuga, que salga bien cocida.

 

A toda prisa, encendió el horno, sacó el pollo, las milanesas y las hamburguesas del congelador, echó aceite en la sartén y lo puso a calentar, le sacó la piel al pollo y lo trozó, peló las papas y las cortó en juliana. Todo eso, solo con sus manos, que eran dos pero parecían ocho por la velocidad con que se movían. No vio vapor sobre el agua de la cacerola y metió el dedo. ¡Estaba helada! Pensó que se había olvidado de prender la hornalla, pero no. Estaba encendida, y al máximo. Sin embargo, parecía como que el agua ni se hubiese enterado. Mercedes notó que las papas flotaban pálidas dentro de la sartén, como si no tuvieran ganas de dorarse. Las llamas azules resultaban totalmente inofensivas para el aceite que tenía encima. En eso:

–Marche una grande de mozzarella para la mesa 2.

 

Los pedidos se iban acumulando, y Mercedes iba de acá para allá, pero no podía con todo. ¡Nunca en su vida extrañó tanto a alguien como a Tita aquella noche!

–El señor de la mesa 4 pregunta por sus tallarines.

–Decile que ya salen, mientras llevale más pan.

 

Pero lo cierto era que los tallarines ni siquiera estaban en el agua caliente. Peor aún: el agua ni siquiera estaba caliente. Lo mismo pasaba con el pollo crudo dentro del horno, las papas fritas súper blancas, la milanesa que no se freía y la masa de la pizza, fría como si el horno fuera la más eficiente de las heladeras. Mercedes no podía entender qué estaba pasando. Se sentía como en una de esas pesadillas en que uno quiere escapar corriendo de algún lugar pero hay algo que lo retiene y no lo deja avanzar ni un metro. Y en la cocina parecía haber una fuerza misteriosa que le ordenaba a los diferentes platos: “Hoy no se va a cocinar ninguno de ustedes”. Con los nervios a punto de entrar en ebullición, hundió los tallarines en el agua fría, luego cortó la mozzarella en tiras y las colocó sobre la masa de la pizza, que metió en el horno, ¡a más de 300 grados! Pero pasaron los minutos y los bastones de queso seguían firmes, duritos, indiferentes al calor que los envolvía. “¡¿Pero por qué no se derriten?!”, se preguntaba la pobre cocinera, cada vez más alterada.

–Ravioles al pesto y una porción de tarta de calabaza para la mesa 1. Y la parejita de la mesa 2 me preguntó si todavía estamos ordeñando la vaca para hacer la mozzarella.

 

Mercedes empezó a tenerle bronca a Julio. Y por un lado es entendible, porque cada vez que aparecía, traía una mala noticia. O era un pedido nuevo, o era una nueva queja. Ya sin saber qué hacer, solo lo miraba, y luego miraba las papas, la pizza, la milanesa, la pechuga de pollo, todas tan frías que daban ganas de llorar. Ya no podía más. Estaba agotada, y se sentó en la banqueta, con la mirada perdida en los tallarines duros que buceaban en el fondo de la olla con agua. De pronto oyó unos gritos que venían del salón, y apareció el mozo. Se lo notaba agitado:

–La gente se está enojando mucho.

–Ofreceles más pan.

–No queda más pan, se lo comieron todo.

 

En ese momento comenzaron a oírse ruidos metálicos, como de cuchillos y tenedores golpeando las mesas, y unos gritos que resonaban cada vez con más furia.

–¡Quereeemos comer! ¡Quereeemos comer!

Los cantos, más que de gente civilizada que deseaba cenar, parecían provenir de guerreros a punto de iniciar un combate. Tan rabiosos eran los gritos que atravesaban sin problemas la puerta de madera e inundaban toda la cocina. La olla comenzó a temblar, lo mismo que Mercedes; una por la vibración de los gritos, la otra de miedo.

 

El mozo se dirigió al salón para intentar calmarlos, pero regresó enseguida. No solo que no pudo tranquilizarlos, sino que él regresó mucho más nervioso. Los ojos se le habían puesto grandes como dos huevos fritos.

–Se están comiendo…, se están comiendo… las servilletas.

–¡Qué horror! Deciles que se calmen, que hay una demora pero…

El bullicio era cada vez más insoportable.

–¡¿Qué hacemos?! –gritaron a dúo.

 

De repente se detuvo el golpeteo de los cubiertos contra la mesa, y también los gritos.

–Andá a fijarte qué pasó. Quizás se tranquilizaron...

Otra vez salió el mozo, y otra vez regresó al instante.

–¿Qué está pasando? ¿Se calmaron? ¿Les pudiste hablar?

El hombre estaba blanco como la crema de leche, y entre castañeteos de dientes, alcanzó a decir:

–¡Están descontrolados! ¡Son unos salvajes!

–¿Pero por qué? ¿Qué pasa ahora? ¿Les explicaste que ya enseguida…?

–Las mesas…

–¿Qué pasa con las mesas? ¡Hablá! ¿Se subieron a las mesas? ¿Las están cambiando de lugar?

–¡Se las están comiendo!

Mercedes se quedó muda.

–Ya se comieron los cubiertos –continuó el mozo–. Se comieron los manteles, las paneras de plástico, las botellas, los vasos, las cortinas de las ventanas, las ventanas, las sillas y ahora las mesas…

Entonces se acercó a Mercedes, la tomó de los brazos con fuerza, la miró fijo a los ojos y le dijo:

–El salón quedó vacío, arrasaron con todo. Pero lo peor, lo peor es que… ¡siguen con hambre!

–Pero ya se comieron todo, no queda nada para comer –intentó tranquilizarse Mercedes.

–Te equivocás. ¡Quedamos nosotros!

 

Se abrazaron con fuerza. Ruidos de pasos sonaban cada vez más fuertes. Se escuchó el crujido de la puerta de madera, se empezó a abrir…