por Diego Kochmann – 23 feb 2023

 

Mi novio Tito es un gran observador de aves. “Poca cosa –pensé yo para mis adentros–, no veo la diferencia con ir a cualquier aeropuerto, llevarme un banquito para sentarme y mirar cómo llegan y se van los aviones”. Pero se ve que el pensamiento se me escapó por algún lado porque Tito apretó esas cejas oscuras que tiene, y me miró fijo:

–¿Así que la ornitología te parece una tontería?

Me quedé callada, no quería que cualquier respuesta lo enojara más. Y también porque no sabía qué significaba esa palabra tan rara: orni… no sé cuánto.

–¿Tenés algún plan para este domingo? –me largó de repente.

–Iba a ir al cine, a ver Mc Fair III. O sea…, ya sé que no existe Mc Fair III. Quise decir que voy a ver Mc Fair por tercera vez. Es que en las dos primeras, no la entendí del todo…

Su mirada me ponía nerviosa.

–Al cine podés ir cualquier día. El domingo vamos a Sauces Verdes.

–¿Y para qué?

Otra vez me clavó esa mirada.

–A observar aves. Mejor dicho: un ave.

–Ah, bueno. Si es una sola, va a ser rápido.

En un momento me pareció que me iba a gritar o soltar alguna palabrota. Sin embargo, hizo un silencio, respiró profundo y me aclaró:

–Vamos a ver un ave, pero no cualquiera. Esta es muy rara. Solo se encontraron unos pocos ejemplares cerca de Sauces Verdes. Por eso vamos para allá. Se llama Molothrus angustiae.

–Ah.

Debo de haber puesto cara de no entender nada, porque enseguida agregó:

–Su nombre vulgar es mirlo aullador.

 

Siete segundos después de las nueve de la mañana del domingo, sonó el timbre de casa. Yo recién me estaba lavando los dientes, así que ni pude desayunar, y menos echarme algún colorete en la cara para verme menos pálida. ¡Seguramente me debía de estar viendo horrible! Me subí a la camioneta de Tito con las zapatillas en la mano.

–Te expliqué que tenías que llevar botas –me dijo a modo de saludo.

–No las pude encontrar. Ahora cuando vuelva, voy a tener que hacer un poco de orden en la habitación…

 

El viaje era más largo de lo que imaginé, y más todavía porque casi ni nos hablábamos. Tantos años de noviazgo habían secado cada uno de nuestros temas de conversación, los que en otros tiempos inundaban de placer nuestros corazones, tardes enteras, sentados en el banquito de alguna plaza. Pero ahora era distinto, ya apenas si nos dábamos la mano cuando salíamos a pasear. Y nos hablábamos poco y nada: es que yo no entiendo nada de pájaros y a él le interesaban muy poco las hazañas de Mc Fair. En cambio a mí me fascinan sus aventuras, ¡me encanta él! Quizás, pensé, Tito había planeado esa salida para reavivar nuestra relación.

 

Después de un buen rato de oír por la radio las aburridísimas discusiones de unos tipos sobre fútbol, la ruta se hizo más angosta. Ya a esa altura no pasaba ni un solo auto, ni de frente ni de nuestro lado. Parecíamos solos en el mundo, rodeados de un inmenso campo. ¡Nunca había visto tanto verde junto! De pronto desapareció el asfalto y tuvimos que ir por un camino de tierra. Los pozos hacían temblequear la camioneta y yo ya tenía un lavarropas girándome en el estómago, pero no le quise pedir a Tito que parara un poco.

 

De todas maneras se detuvo solo. Un río bastante ancho cruzaba el camino.

–No pensé que estuviera tan crecido para esta época –dijo Tito, pensativo.

–Es que estuvo lloviendo bastante estos últimos días –me animé a opinar. Y creo que fue bastante acertado mi comentario porque no me miró como las veces anteriores. Solo agregó:

–Vamos a tener que atravesarlo de alguna manera…

 

Él sabía que yo soy una bicha de ciudad, que nunca en mi vida había salido de excursión ni dormido en una carpa. Y los únicos animales que vi son los del zoológico y en la televisión. Ah, y las palomas en el edificio de enfrente de casa. Todo esto era nuevo para mí. Nos miramos un rato sin saber qué hacer. Él hubiese podido cruzar el río, pero ni yo ni la camioneta sabíamos nadar. Me acordé del mapa que me había mostrado antes de salir y le dije en broma que por algún lado debían de estar flotando las letras del nombre del río sobre el agua. ¡Y que podríamos cruzar saltando sobre ellas! Pero él pensó que lo había dicho en serio porque me miró de una manera imposible de describir. Todavía hoy sigo teniendo pesadillas con la imagen de su cara.

 

Al final, decidimos (decidió) que nos meteríamos al agua y dejaríamos la camioneta del otro lado. Nadamos (nadó) un buen tramo, conmigo sobre sus espaldas. Obviamente quedamos empapados, pero por suerte hacía bastante calor.  Empezamos a caminar por los pastizales, con toda la ropa mojada pegada al cuerpo, lo que me ponía de muy mal humor. Fue en ese momento, la primera vez en todo el viaje, que me miró a los ojos para hablarme. Me contó sobre esa extraña ave, que era la única que emitía un aullido en vez de trinar. La verdad que era raro un ave que aullara como un lobo. No digo que me dio miedo, pero un no sé qué helado me recorrió la espalda.

 

Mientras caminábamos, me puse a cantar la canción de Mc Fair. En eso, Tito se dio vuelta, me apuntó con su índice y me advirtió:

–Si no te callás, no vamos a encontrar nunca al mirlo, y la única aulladora vas a ser vos, del castañazo que te voy a dar...

Anduvimos y anduvimos. Ya estaba aburrida de tanto pasto alto. Tito me dijo que no me siguiera quejando, que él también estaba cansado. De pronto nos chocamos con un lugar donde había bastante barro. Mejor dicho, lo único que había era barro. Me acordé de las botas. ¿En qué rincón de la casa las habría dejado? Ahora ya era tarde para pensar en eso, y no debía distraerme porque él ya se me había escapado unos cuantos metros. ¡Eso fue lo peor de la salida! Estábamos enterrados hasta las rodillas, y cada paso era una lucha. Pensé en Mc Fair, que tantas veces tuvo que vivir situaciones como estas. Pero ahora, la que estaba en medio de una aventura era yo. Y la verdad, ¡era mucho más cómodo estar sentada en la butaca de un cine comiendo pochoclos! De pronto escuchamos algo:

–¡¡El aullido!! –gritamos a coro.

Enseguida cruzó el dedo entre sus labios para que me callara. Se llevó a los ojos el largavista que llevaba colgado y apuntó hacia las copas de los árboles.

–Ahí –me susurró mientras me pasaba el largavista.

 

Lo pude distinguir, parado entre unas ramas. Era todo negro, de pico naranja y bastante chico. Pensé en cómo un pajarito de ese tamaño era capaz de lanzar semejante grito. De repente, voló hacia una rama que estaba justo enfrente de nosotros, a unos metros nada más. ¡Bárbaro! Ya ni necesitábamos el largavista. Nos quedamos los tres quietos, en un silencio total, solo Tito tomaba una foto tras otra. Al ratito aparecieron otros dos, supongo que también eran mirlos porque eran iguales al nuestro. Se posaron sobre una rama un poco más alejada y allí empezaron a rozarse las alas y a chocarse los piquitos, como si se estuvieran dando besitos. El otro no les sacaba los ojos de encima y, entonces, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido al cielo que retumbó en cada tronco, y en nosotros mismos. Fue algo difícil de contar, un grito que me atravesó el pecho, de una tristeza absoluta. Los otros dos se volaron y no los vimos más. Otra vez quedamos los tres en silencio, parecía como que ninguno tenía ganas de irse. Por fin, Tito me hizo una seña y comenzamos la vuelta.

La caminata hasta la camioneta se me pasó más rápido que a la ida, pero no nos hablamos ni una vez. La verdad, yo estaba tan cansada que no tenía ganas de hablar, y menos de cantar.

–Para los que dicen que las aves no tienen sentimientos… –dijo Tito cuando ya estábamos subiendo a la camioneta. Pensé que iba a decir algo más, pero solo suspiró. Sin embargo se lo notaba satisfecho, y yo estaba contenta por él y porque habíamos encontrado al mirlo, pero al mismo tiempo estaba un poco triste por el pobre pajarito.

–Seguramente encontrará una pareja muy pronto, en poco tiempo comienza la época de apareamiento –me dijo Tito, como si hubiera adivinado mis pensamientos.

–¡Ojalá! No pensé que los aullidos eran por esto…

–Te confieso algo, Nancy: yo tampoco.

 

De lo que pasó en la vuelta no puedo contar nada porque me quedé dormida apenas arrancó la camioneta. Recién me desperté cuando sentí la frenada. Habíamos llegado a mi casa.

–¿A qué hora es la película? –me preguntó de repente.

–¿Cuál película?

–¿Cómo cuál? La de Mc Fair.

–Ah, creo que hay una función a las ocho.

Ahí nomás me invitó al cine, y después a comer algo. Ya en el restaurante, me dijo:

–Debo decir que la película no es tan mala como yo pensaba. No es de las mejores que vi en mi vida, pero se deja ver. ¿A vos seguro que te encantó, no?

Le contesté que sí, pero la verdad era que en ningún momento había podido concentrarme en Mc Fair y sus aventuras. No me había podido borrar el mirlo de la cabeza. Le sugerí:

–¿Y qué tal si el domingo que viene agarramos la camioneta y nos vamos a Sauces Verdes? ¡En una de esas lo volvemos a encontrar!