por Diego Kochmann – 07 ago 2023
¡Otra vez sin sonido!
Justo le estaba reprochando a mi marido por el lavarropas que nunca se disponía a arreglar, cuando se dejó de escuchar mi voz. Sabía que no me había quedado afónica: se había cortado el sonido, ¡por tercera vez en la semana!
Obvio que no podía reclamar por teléfono, porque no le hubiese escuchado nada al empleado de la compañía de sonido. Así que salí a la calle a averiguar qué pasaba. Si tenía que esperar a que Jorge moviera un dedo… En fin, apenas me cruzó mi vecina Anita, me hizo señas de que esperara. Volvió enseguida con el celular y me mostró un mensajito: “Estamos reparando un desperfecto en uno de los generadores de la zona, el sonido se reestablecerá mañana a primera hora. Sepa disculpar las molestias. Sonidos Argentinos”.
Saludé con un gesto a Anita y regresé resignada a casa. Lo único bueno de todo esto, si es que hubo algo bueno, fue que no tuve que escuchar los ronquidos de Jorge durante toda la noche.
Empresa de seguridad fantasmal
Una noche, mi sobrinito tiró la idea sobre la mesa, ¡y nos encantó! Enseguida pusimos manos a la obra y al poco tiempo nacía FANTASEG. Con orgullo debo decir que fue un éxito desde el comienzo. Es que se combinaban muchos factores, todos a nuestro favor: una ciudad peligrosa, por consiguiente el lógico miedo de aquellos que temían dejar sus hogares solos cuando se iban de vacaciones y, sobre todo, la buena disposición de los fantasmas. Es que a ellos no les interesaba el dinero, ¿para qué les servía en su mundo espectral? Por lo tanto no nos cobraban nada por el servicio de asustar a los ladrones que intentaban ingresar en las viviendas vacías. Lo hacían por puro placer, es que no había nada que los divirtiera más que pegarles flor de susto apenas intentaban meter los pies en las casas ajenas. Y se desarmaban de risa al ver cómo huían despavoridos, para no volver nunca más.
Los que comenzaron a quejarse fueron los vendedores de alarmas, pero bueno, esa es otra historia.
¡No! ¡Así noooo!
Desde una pequeña colina se podía apreciar la magnitud del imponente ejército romano. Dispuesto en una formación en V, provocaba admiración y terror al mismo tiempo, sobre todo a las tribus germánicas, sus siguientes víctimas. Y allí estaban, esperando la voz de ataque, miles y miles de soldados, con sus cascos de metal y sus pesados escudos. Algunos llevaban espadas, lanzas y dagas, otros ya tenían sus arcos preparados. Unos cuantos portaban jabalinas y aquel de más allá… ¡¿un rifle de asalto Kalashnikov AK-47?! ¿¿Pero cómo podía ser eso?? El centurión se acercó al soldado.
–Su nombre, legionario.
–Julius Pretus.
–¿Y qué es esa cosa que tiene en la mano?
–No lo sé, la encontré cerca del campamento.
El centurión tomó el arma y comenzó a revisarla con extrañeza: la culata, el cargador, el seguro… Apoyó un ojo en el extremo del cañón.
–No se ve nada adentro. Acérquese legionario, voy a volver a mirar por este hueco y mientras, usted tire de esa palanquita curvada hacia atrás, a ver si llego a ver algo.