por Diego Kochmann – 23 may 2024

”Cuando entro en una cancha me transformo,

hasta me olvido de cómo me llamo”

John P. Mc Enroe

 

Agazapadas, las dos fieras blancas esperan el momento. De pronto una, que estaba más retrasada, comienza una rápida carrera. La otra salta estirando todos sus músculos, mientras que la primera flexiona sus piernas casi hasta el suelo y, de inmediato, su enemiga vuelve a saltar. Sus movimientos son vertiginosos, alocados, pero nada ocurre al azar.

 

Andan detrás del animal, curioso bicho de zigzagueante vuelo, al que no quieren cerca ni demasiado lejos; y mucho menos atraparlo en la red.

 

Hay veces en que lo acarician, en otras lo golpean con rabia. Todo esto, con la parte más viva y metálica de sus cuerpos. Parecería, por sus rostros de dolor, que son ellas las que sufren los azotes.

 

Celosas guardianas de su territorio rectangular, nada importa fuera de este; ni el vuelo de los pájaros, ni el de un ocasional avión, ni siquiera los murmullos cercanos.

 

El odio se escapa por sus ojos, sus dientes y puños apretados. Y la lucha continúa, las carreras cortas, las patinadas, el sudor, la falta de aire y los corazones cada vez más calientes.

 

Al fin, el bicho, ya sin sus cabellos rubios, deja de volar. Las fieras, ni tan enteras, ni tan blancas, ya sin odio, se acercan para saludarse. Pero ese frío apretón de manos para nada refleja lo sucedido. Y recién cuando cruzan los blancos límites, regresan a su condición humana.