por ND’ - 12 oct 2018

 

Tenía doce años cuando paré ese pase cruzado con el borde interno del botín derecho.  Eran mis primeros partidos en “cancha grande” (de once).  No entendía mucho de estrategia, no sabía que se podía pensar durante un partido.  Así que, así como paré la pelota, la tiré para adelante y empecé a correr.  Con el sólo arranque dejé al primer marcador que se me vino encima fuera de combate, no sin antes recibir una patada en la pierna izquierda que no llegué a sacar.  A los pocos metros me encuentro con otro rival que marca de frente y no se perfila, así que redoblo la apuesta y se la tiro por un lado y la voy a buscar por el otro.  Ahí, el souvenir es deliberado: un topetazo con el hombro derecho en el medio de mi pecho, que me hace tambalear y girar sobre mi eje.  Si intento mantener mi postura inicial voy a caerme, por lo que aprovecho el envión y completo el giro como un bailarín para poder seguir corriendo.  De afuera se escucha “¡eeesaaa!” y algunos aplausos mientras sigo.  Me siento Caniggia.  Me siento bueno de verdad.  Siento que es la jugada de mi vida.  Hasta que finalmente siento un dolor tremendo en el tobillo.  Desde el piso, cuando abro los ojos, veo cómo la pelota se pierde por un costado y escucho un silbatazo.  Hago un esfuerzo por pararme rápido y me muerdo el labio para no gritar.  Pero más que gritar, tengo ganas de llorar.  El dolor es fuerte.  Así como me paré intento caminar, pero al apoyar el tobillo izquierdo el dolor se multiplica.  Decido quedarme parado un segundo antes de intentar caminar de vuelta.  El rival recibe la amarilla y me mira.  “¿Estás bien?”, me pregunta y suena sincero.  “Sí, no tengo nada”, le contesto.  Mentira, ya lo sé.  Creo que él también, pero ante la duda me pongo a trotar despacito hacia el área.  Debo estar caminando como si tuviera una pata de palo porque el árbitro me pregunta “¿estás bien, pola?”.  “Sí, sí, no tengo nada”.  Y ahí, yendo al área en una gamba, me sentí el Cani de verdad.

 

Ahora tengo treinta y uno y me da vergüenza ajena ver las piruetas que hacen los jugadores cuando reciben (o no) una infracción.  Caras de dolor excruciante que se borran al instante que el jugador rival es amonestado.  Saltos mortales que de seguro duelen más que la patada recibida.  Brisas leves que tumban a jugadores hiperentrenados de ochenta kilos de puro músculo.  Si ven que la farsa no produce el efecto alcahueteril deseado, se paran a toda velocidad para protestar como un nene caprichoso al que no se le permite repetir porción de postre.  Si en cambio consiguen la penalización para el rival, lo miran socarronamente o, en el mejor de los casos, con un sesgo de autoindulgencia en la mirada, como diciendo “es mi laburo, qué voy a hacer”.  Son descarados y no les da vergüenza.  Y lo terrible de la cuestión es que si no lo hicieran, sus propios hinchas se lo reclamarían.  “¿Cómo no exageró un poco, si el otro estaba amonestado?”, “¡Se tendría que haber tirado y daban penal!”.

 

Hace muchos años que esto es así.  En algún momento entre que yo fui chico y el presente, el paradigma cambió.  Antes no había que mostrar dolor, era algo más en lo que superar al rival.  Ahora hay que “sacar ventaja” (eufemismo para no decir “hacer trampa”), porque si no, sos un gil.  Y esto es ley para todos.  En cualquier lugar del mapa.  Es así para todos, menos para uno.  Al que le interese, búsquelo: hay un solo jugador que si puede continuar la jugada, la continúa; que no exagera cuando le pegan; y que casi nunca pide penalización para el rival.

 

Es espantoso, pero así está el fútbol hoy.  Y es avalado por casi todos.  Antes, adentro de una cancha, había otros valores.  Ahora, como si fuese otro capítulo de la mejor serie argentina, cada partido de fútbol podría titularse “Los Simuladores”.