por Nacho D’Aquila – 19 may 2020

 

Luchó todo lo que pudo, pero la situación ya estaba definida.  Lo había postergado en varias oportunidades, a veces con un saludable ingenio.  Pero el desenlace era inequívoco y fue inevitable.

 

“Tengo que salir, no me queda otra”.  Sacó un pantalón del placar y se lo puso, no sin cierta dificultad.  Tenía olor a humedad y naftalina, si eso era posible.  Luego las zapatillas y una remera.  Por hábito, fue a verse al espejo del baño.  No había mucho que hacer con lo que le devolvía el reflejo.  A decir verdad, no había demasiado que quisiera hacer tampoco.  Sin siquiera peinarse, agarró las llaves de la puerta del departamento: tenían tierra.  Bajó las escaleras.  Si hubiesen sido de madera, el rechinar hubiera tenido sentido, pero eran de mármol; el rechinar eran sus rodillas.

 

El aire del mediodía se sentía bien, para variar.  “Quizá no hay sido del todo una mala idea”.

 

La mitad del buen humor que tenía se le fue cuando pisó en falso una baldosa sobresalida.  Si no hubiese sido por sus buenos reflejos, estaría en el suelo.  El resto del buen humor desapareció cuando vio gente en la puerta del lugar a donde iba.  Se puso en la cola, sin mucha paciencia para esperar.  Sin reparo cerca, el sol le daba pleno en su frente.

 

Ni sus rodillas, ni las baldosas, ni la fila, ni el sol.  El fastidio fue total cuando se dio cuenta de que había un factor superior a todo: gente por todos lados.  Gente a los gritos.  Que pasa cerca sin modales.  Que se encima.

 

“Carajo, que me había acostumbrado a mi vida de bunker” pensó, mientras daba el paso cansino y obediente, medio metro más cerca de la puerta.

 

 

por Nacho D’Aquila – 30 mar 2020

 

Siendo cinéfilo como era, siempre quiso estar en una película.  Sus preferidas eran los policiales, en las que imaginaba ser el detective privado que devela el crimen con brillantes deducciones.  Aunque también debía admitir que más de una vez se vio como el personaje principal de una comedia romántica, con las dosis justas de épica y empalago.

 

Lo que nunca había pensado -menos aún con su claustrofobia y ligera tendencia a la hipocondría- era estar en alguna de esas de encierro, de reclusión obligatoria como ahora le tocaba.

 

Después de estar diez días confinado en su departamento, decidió salir.  Ten cuidado con lo que deseas, pensó.  Ya en la calle, hizo dos cuadras hasta llegar a la avenida.  Nunca la vio de esa manera, desolada y sin ánimo.  Parecía una imagen tomada de Soy Leyenda.  Ni siquiera en un feriado o durante un partido del Mundial había visto algo parecido.  Esto era distinto.  A la calle le faltaba el alma.  Al ver el boliche de Angelito, se sintió como Charlton Heston en el medio de la playa, viendo los restos de la Estatua de la Libertad.

 

Volvió a su casa, hizo de todo un poco y nada lo entretuvo demasiado.  Después de tantos días, se sentía como en un loop, como cuando un niño juega a repetir mucho una palabra hasta que pierde el sentido.  Esa noche durmió molesto.

 

Cuando despertó al día siguiente (siempre era el día siguiente, siempre era el día de ayer), salió de su habitación y vio el pequeño living, con los mismos colores.  Por fin entendió el verdadero devastador drama que era aquella película con la que tanto se rió.  Se sintió en el día de la marmota (Groundhog day, 1993) pero no pudo esbozar ni siquiera una sonrisa.

 

 

por Nacho D’Aquila - 31 oct 2019

 

El plan de la pareja para el sábado a la noche era quedarse en casa y ver una película.  Quizá por la diferencia de edad entre ellos, para él era algo divertido y para ella casi un desperdicio de un momento del calendario destinado para otra cosa.  “No se puede salir de joda todos los sábados, y además estoy molida”, pensó y aceptó sin mucha convicción.

 

Después de cenar una picada modesta, se metieron en la cama.  Él enumeraba opciones que aparecían en la pantalla del televisor y ella las descartaba una a una.  “¡Qué difícil que es!”, dijo ella y él sonrió un poco.  Recordó las veces que, cuando el plan era una película, tenía que salir de su casa y caminar las nueve cuadras que lo separaban del videoclub.  Estando allí, elegir una película por la foto, el título y el resumen que tenía la contratapa, sin posibilidad de sacar el celular para ver el trailer.  Si de casualidad llegaba con alguna recomendación y preguntaba en el mostrador, le podían contestar “está alquilada, pero me la tienen que traer hoy”, y ahí la duda era esperarla un rato a ver si la devolvían o arriesgarse a que el que tenga en su poder la cinta se juegue a pagar un recargo por devolverla tarde.

 

Al final, eligieron un thriller en el que la hija del protagonista desaparecía y él héroe hacía todo para encontrarla.  Si una peli era un plan tranquilo para el sábado a la noche, por lo menos que haya explosiones y tiros.  La película fue de comienzo lento, por lo que, cuando se acabó el helado ella sugirió “¿Si adelantamos hasta la parte que desaparece la piba?”.

 

En dos universos paralelos, como cuando tenés una escena a pantalla partida, mientras él, después de esperar un par de horas en el videoclub para alquilar la película que le habían recomendado, emprende el retorno a casa y la noche recién empieza, ella termina de tomar el helado, gira para el otro lado y se deja caer en el sueño, sabiendo que puede conocer el final en cualquier otro momento y lugar, con sólo apretar un botón.

 

 

por Nacho D’Aquila - 02 feb 2020

 

La pareja de ancianos estaba decidida a no alterar su rutina.  Desayunaron liviano y cerca de las nueve y media de la mañana emprendieron la caminata de todos los días.  Dolores fuertes de rodilla, lluvia persistente y algunas otras causas más ameritaban suspensión.  Pero la vara estaba puesta bastante alta.  Sólo así se mantiene una tradición de más de veinte años.

 

Cierto es que los treinta y cinco grados de sensación térmica que arreciaban esa mañana bien podrían haber justificado la suspensión.  Pero la voluntad pudo más, por lo que se armaron con un par de botellitas con agua cada uno y salieron al paseo.

 

Ya en la calle, el esfuerzo se hizo sentir.  Viendo a veinte metros el puesto de diarios, decidieron parar para ver las tapas de las revistas y, por qué no, recuperar un poco el aire.  Se distraerían unos minutos y luego emprenderían la vuelta.  Un saludo amable y sin demasiada confianza fue suficiente para que el diariero iniciara una conversación.  Viendo que al viejo le llamó la atención un fascículo acerca de vinos que traía una botella de regalo, le preguntó si era amante de esa bebida.  El viejo contestó un escueto “me gusta”, pero no hizo desistir al diariero, que lo invitó a llevar la revista.  “Es interesante, y el vino es bueno.  Yo sé del tema porque me gusta mucho”.

 

Luego de un “No, gracias”, los viejitos retomaron la caminata.  El caballero, con una risa leve, repitió en voz baja “yo sé porque me gusta”.  La señora, elegante y sin una gota de transpiración, lo miró con cariño y agregó “Si con eso alcanzara…”.

 

 

por Nacho D’Aquila - 29 jul 2019

 

Hará un par de meses, no más que eso, la cosa estaba aquietada.  No tranquila, porque la situación no daba para tanto.  Pero el panorama tenía cierto aire de resignación.  La participación de Cristina todavía era una duda.  Se hablaba de que su número de seguidores tenía un piso pero también un techo.  Y que no le alcanzaba para competir.  Del lado de Macri, la situación del país hablaba por sí sola: casi todos los índices que recibió los entregaría en peor estado.  Se hablaba, incluso, de que podía quedar afuera de un eventual balotaje, quedar tercero.

 

Pero las piezas del ajedrez se empezaron a mover.  Cristina movió primero: la reina dejaba la primera línea para juntar fuerzas con su tocayo de apellido, un alfil que en algún momento había amenazado las casillas de su color.  Parecía una jugada maestra, en la que buscaba mostrar ánimos de conciliar, correrse del primer plano y construir un frente de ataque más amplio.  Los analistas hablaron entonces de que había red de mate, de que la cosa estaba por definirse, que tal vez con una primera vuelta iba a alcanzar.

 

En la otra vereda el desconcierto era grande, casi como aparentó en la gestión.  Que había que promover a la dama de la provincia, que Macri no podía tolerar la vergüenza de un solo mandato.  Y entonces, llegó el contraataque: el Presidente agarró una pieza de otro juego y otro color, y la sumó a sus filas.  Ahora el conciliador era él, sus ganas de “profundizar el cambio” lo llevaban a hacer cosas impensadas.  Sus números en la partida empezaron a mejorar.  Y a eso le sumó que comenzó a hacer un mejor uso del reloj, congelando situaciones para dilatar la llegada de los inevitables resultados.  Si llegara a quedarse sin tiempo después de diciembre, sería un problema para después de diciembre.  En este momento, había reencauzado la partida.

 

Lo que sucedió a partir de ahí parece un deja vu de los peores.  El reloj pareció alterarse, y nos hizo retroceder cuatro años.  De un lado, aparecieron caras que estabas guardadas con el tono pendenciero que se les conocía, con el sólo objetivo de escribir los mejores argumentos del equipo rival.  Del otro, se retomó la retórica de jardín de infantes, plagada de lugares comunes y palabras vaciadas de contenido como “futuro”, “ganas”, “esfuerzo” y “pasado”.

 

Los otros jugadores parecen haber hecho muy poco y demasiado tarde, como para siquiera participar de este juego de dos reyes con fortunas de arcas dudosas.  Que tienen en el tablero torres que operan, caballos que ejecutan y algunos peones que acompañan por convicción, miedo, asco al rival o conveniencia.

 

Como siempre, fuera del tablero, quedan desparramados por la mesa o caídos en el piso, millones de peones, avasallados por la guerra.  Ni siquiera pudiendo mover de a una casilla a la vez.