por C. Fernández Rombi – 18 nov 2019
Corren los primeros días del enero de 1877. La caravana lleva cuarenta días de penurias y fatigas en la travesía del desierto. Partieron animados por el sueño de llegar a Trelew. De las cuatro carretas iniciales sólo quedan dos; una bastante maltrecha de su derrota por ese camino cuasi huella, que desaparece por kilómetros y se convierte en tosco sendero de pastos duros y resecos, hostiles. Salieron de Esquel, cuatro familias más el autor y conductor del proyecto que se ha otorgado a sí mismo categoría de mayoral.
Peter Williams, carpintero galés, varado por la vida en esta Argentina de promesas incumplidas, pisando los setenta tiene un único sueño: llegar a la costa del Chubut y reunirse con su único hermano y familia. Su ilusión convenció a esas familias al borde del desahucio para invertir sus últimos ahorros en esta travesía a la tierra prometida, a esa nueva y dorada Canaán. Peter los motivó con fuerzas ya olvidadas a embarcarse en una aventura con poca certeza de éxito… aún cuando ellos no lo sepan. Sus cálculos decían que el plazo máximo de su viaje demandaría unos treinta días. Para ese término cargaron la vitualla, pero van cuarenta y aún no llegan.
Sólo quedan del grupo inicial, el matrimonio joven en la carreta que se mantiene mejor, dos de los hombres de familias ya perdidas y el mayoral en la más desvencijada. La muchacha de tosca belleza y ahora, pajizo y rubio pelo sucio, tiene, igual que el resto de sus compañeros de odisea, el rostro curtido y reseco por el viento y el sol del desierto. Y la misma mirada de extravío y desesperanza. El grupo estaba motivado por establecer sus hogares a orillas del mítico Río Chubut, del que solo han oído hablar a su improvisado mayoral, el fornido galés. Ilusionado en unirse al puñado de ciento cincuenta y tres paisanos que arribaron a bordo del clíper Mimosa al paraíso prometido en 1865.
El hambre y las penurias los han reducido a bosquejos de humanidad que se arrastran movidos por el último vestigio de esperanza. Este fatídico día cuarenta ha sido particularmente cruel, tórrido y con un viento ardiente y sostenido que los castiga desde la mañana. Al caer la noche es peor, el viento aumenta su intensidad arrastrando un arenal que les golpea el rostro sin cesar. Disponen ambas carretas para darse algo de protección, encienden el fuego y sobre él la marmita ennegrecida por días de mala o nula limpieza; adentro, un poco de agua turbia recogida de un arroyuelo, un trozo de tasajo y unas hojas de hortalizas hervirán un rato y nada, nada más. Muy poca cosa para cuatro hombres y una mujer de gargantas resecas, estómagos vacíos y miradas muertas. El mayoral, es un despojo del hombre que fue, vencido por los años, el viaje y la esperanza perdida; se despatarra sobre un banquito y permanece con los hombros hundidos y la vista clavada en el terreno que ya no ve. El resto de los viajeros, hace días que no le habla. Le han perdido el respeto y la fe, intuyen que no está siquiera seguro del camino que siguen.
Saben, ahora saben, que ese recorrido del que se decía conocedor, nunca lo había transitado y que se guió de confusas instrucciones en una amarillenta carta del hermano y su propia ilusión. Las relaciones del resto no son mejores; los dos hombres ya sin mujer matan su sed con el mead de alta graduación del que cargaron en demasía respecto a los alimentos; están enconados con motivo con el mayoral y sin motivo entre ellos y, más aún, con el matrimonio… envidian del más joven, mujer y carreta.
Esa muchacha que cuarenta días atrás tenía algunos kilos de más, con las privaciones ha adquirido una silueta que el hambre ajena enaltece y mejora día tras día; su busto generoso es un imán para esas miradas calenturientas. Sentados los cuatro alrededor del fuego, con Peter algo alejado por la hosquedad de sus compañeros, trata igual que aquellos de acallar su hambre con el mendrugo que le ha tocado. Él no tiene ni el consuelo del alcohol bravo que los otros dos, toscos y recios, le niegan; apenas un trago de agua mala. En el momento en el cual la pareja se levanta para marchar a su carreta, saludando en voz apenas audible, una frase obscena y brutal, es su respuesta.
El esposo de la afrenta inmerecida se aferra a su cuchilla y se arroja sobre los ofensores, el trío como pulpo monstruoso y degenerado en su forma, rueda por el polvo, las últimas energías se desgastan en la riña desaforada… fuerte y claro suena el grito del más joven herido de muerte. La mujer sin meditar un instante y también de metal armada, se arroja al bulto; el mayoral mira de costado la mancha humana que se mueve, gira y torna a girar; piensa por un instante en pararse e intervenir, en separar… lo deja de lado, no tiene ni la voluntad ni la fuerza.
El grupo de contendientes se apuñala con feroz ignorancia de quien a quien, despatarrados quedan los cuatro sobre turbio lecho de sangre y mugre. Pasa una hora y el frustrado mayoral sigue sentado, ya ni siquiera mira el desastre; el rescoldo del fuego ilumina malamente la escena.
Finalmente el hombre se desliza lentamente hasta caer en tierra…



