por Diego Kochmann – 27 oct 2024

 

Ya desde hacía un tiempo que el ascensor del edificio andaba para la mona. Apretabas el 3 y se mandaba al 8, apretabas el 12 y apenas si subía al 4, y así todos los santos días. Hicimos venir a un técnico pero no le encontró nada, según él tenía sus achaques por los años, pero andaba joya. Y según nosotros, ¡el tipo no cazaba una de ascensores! Pero llamamos a otro, y a otro más, y los dos nos dijeron lo mismo: “Está viejito, pero se lo ve perfecto”.

 

Evidentemente no tan perfecto, porque seguía yendo para donde se le cantaba la gana. Entonces una tarde, así de la nada, se me vino a la cabeza una película que había visto hace mucho. Era sobre una carreta que iba siempre para donde se le ocurría, sin que le importaran los gritos del tipo que iba sentado arriba de ella. Estaba piola, porque no se podía saber si el jodido era el carromato o los caballos que tiraban de él. ¡Carruaje indomable! Así se llamaba.

 

Me puse a pensar que algo así podría estar pasando con nuestro ascensor al que, obvio, ya casi nadie subía. Pero yo vivía en el 11, y por la escalera se me hacía una tortura. Para bajar no tanto, pero con cada escalada quedaba destruido. Por eso seguí peleándosela, ese maldito aparato no me iba a ganar tan fácil. ¡Pero no había caso! Se mandaba al 6, al 2, al -1, ¡pero nunca al 11! ¿Sería un ascensor bromista? ¿O un vago, que con esa jugarreta conseguía que nadie quisiera montarlo y así se pasaba todo el día descansando en la planta baja? Podía ser cualquiera de las dos.

 

Una mañana le advertí, mientras apretaba el 11 en el tablero:

–En este vaso tengo café caliente. Si no me hacés caso, se me puede llegar a resbalar de las manos.

El aparatejo empezó a subir, bien despacio, como siempre. Y también como siempre haciendo un barullo que parecía que se estaba desarmando en el camino. ¿Y qué hizo el muy zorro? ¡Exacto! Se paró justo en el 11.

–Muchas gracias –me despedí con una sonrisa triunfante.

 

Y al otro día lo mismo, o parecido. Porque me le subí con el café y apreté el 11. Él arrancó, sin protestar, asustado de que lo quemara. Pero…

Llegamos al 11 y el maldito no abrió las puertas. ¡¿Qué caranchos…?! Estuvimos así un buen rato, sin hablarnos. O sea, yo no decía nada y él ya no largaba esos ruidos tan latosos. Lo amenacé inclinando el vaso, pero no aflojó.

–¿Así que sos de los duros, eh? –lo apuré mientras le volcaba un chorrito de café en el piso.

 

Pero él, como si nada. Entonces le tiré un poco más. Y era duro de verdad, porque no abría y no abría. Terminé de gastar la única arma que tenía girando el vaso por completo, y enseguida se formó una lagunita de café humeante sobre el piso. Pero él, en lugar de rendirse y dejarme salir, se le dio por bajar. Otra vez los ruidos horribles… y llegamos a la planta baja.

 

Ya loco por tanto tiempo encerrado, me puse a patear la puerta como un trastornado. Al rato nomás escuché una voz del otro lado. Era el encargado, que me pedía que me tranquilizara. No sé cómo hizo, creo que con una llave rara que tenía, pero pudo abrirme. Ahora, cuando vio el enchastre en el piso, me puso una cara de traste que no me gustó nada.

–¿Acaso no sabe leer? ¿Qué parte de “ascensor descompuesto, use la escalera” no se entiende? –me escupió mientras se acercaba con un balde y un lampazo para limpiar el charco amarronado.

 

Me disculpé y solté en voz baja unos cuantos insultos, alguno para el encargado, pero todos los demás para el condenado ascensor.