por Diego Kochmann – 07 feb 2025
La editora había sido directa con el autor: “Vayamos con un libro de microcuentos. Calculale al menos cien, que sean divertidos y originales. Los necesitaríamos para fines de este mes”.
El escritor, consciente del escaso tiempo con que contaba, puso de inmediato su cabeza en modo “tormenta de ideas”. O, como a algunos intelectuales les gusta decir, sembró en los surcos de su cerebro miles de semillas de ideas, las cuales no tardaron en germinar. Sin embargo, lo que suele suceder (salvo en el caso de un Borges o un Neruda) es que brotan muchos más yuyos que flores.
Ahora bien, si traducimos flores por grandes ideas y yuyos por simples pavadas, nos damos cuenta de que el pobre escritor estaba en serios problemas. Ya mismo tenía que ponerse a arrancar todo el yuyerío para dejar espacio a nuevas flores lo que, nuevamente traducido, significa que debía decir esas tonterías, contárselas a alguien. Era la única manera de poder extirpárselas de la cabeza.
Así fue como familiares, vecinos, los compañeros de fútbol de los jueves, el verdulero, el kiosquero, la portera, su profesora de inglés y algunos más tuvieron que soportar esas ridiculeces. Y todos pensaban mientras lo escuchaban: “¿Pero qué está diciendo este hombre? ¿Acaso se dio un golpe en la cabeza y se volvió turulo?”. Él sabía que lo miraban raro, ¡pero no podía parar!
Con los días, la lista de microcuentos fue creciendo en la computadora del escritor, aunque no tan rápido como la otra lista, la de conocidos y familiares que comenzaron a esquivar al bobín. Fue justo antes de que comenzara el siguiente mes cuando nacía un hermoso libro de microcuentos, apenas unos días después de que se hiciera famoso el tontuelo del barrio.