por C. Fernández Rombi – 09 abr 2019
Monseñor está a días de cumplir sesenta años y es obispo desde hace cuatro. De gran formación literaria y profesor de Teología, siendo un joven cura mantuvo estrecha relación con las poblaciones más humildes de Añatuya, en Santiago del Estero, y de las sierras cordobesas, sus primeros destinos parroquiales. Aún sigue en esa actitud de contacto directo con los curas y feligreses de su diócesis actual.
“El Padre Tito no le tiene miedo al barro” es el comentario de los fieles de las parroquias adonde lo fue llevando el designio de sus superiores. A los cuarenta y ocho ya se desempeñaba en la Arquidiócesis de Buenos Aires, donde fue reconocido por su trato sencillo que no disimulaba su cultura superior y su devoción en la práctica de la fe.
Monseñor ha publicado, entre otros, un libro utilizado de común en los seminarios para el fortalecimiento de la fe: “La duda y nuestra relación personal con Dios”. Pero… un simple yuyo aparece entre las flores y hasta que no se multiplica es difícil de notar. Seguirá creciendo en las sombras si no se lo elimina de raíz, arruinando el mejor de los jardines. El obispo conoce esta ley natural desde hace algún tiempo.
Demasiado y desde muy adentro de mí alma.
La mala cizaña de su jardín espiritual ha ido creciendo con una fuerza que no cede, ni ante su razonamiento, ni ante el auxilio permanente de su confesor. Tampoco con la práctica de la oración, de la que ya ha hecho obsesión pertinaz. Su desarrollo espiritual y su fe comenzaron cuando era muchacho y se afanaba en la lectura de la vida de los santos; desde ese entonces hasta su madurez creció sin pausas ni desmayos, de igual forma su devoción y entrega al sacerdocio.
Daniel, su sobrino, perdió a sus padres cuando tenía un año. Luis, único hermano del obispo, y su esposa fallecieron en un accidente de tránsito del que el chico se salvó de milagro. Ya desde el mismo día de su nacimiento, el padre Tito, hoy Monseñor, sintió que ese pequeño era como su propio hijo. Su mayor devoción terrenal. Además, su futura descendencia en la Tierra. Ahora, huérfano, se convertía en el centro de su vida a la par misma de su sacerdocio. Todo el tiempo libre que tenía era para estar junto al Dany, mimarlo, educarlo y compartir con él su crecimiento.
A través de él, entendí que, sin saberlo, hacía años que tenía una suerte de necesidad de trascendencia personal. A la muerte de sus padres se convirtió en mi hijo espiritual y en mi sangre, que tendría su propia consecuencia en este mundo. Algo que nunca había razonado pero que mi alma anhelaba.
Un año antes de mi ordenación, mi Dany contrajo un extraño y fatal virus. Recién empezaba la primaria y era, en mi concepto, el niño más bueno y querible del mundo. Su agonía duró cuatro días, se apagó como una vela del altar frente a una súbita corriente de aire… no me separé de él ni por un minuto, suspendiendo toda actividad pastoral. Pero no sirvió de nada. El inescrutable y siempre hermético designio del Creador se lo llevó y el horizonte sin fisuras de mi vida experimentó una grieta… inicio de mi penuria espiritual.
¿Por qué, Señor? ¿Por qué, mi Dios venerado y amado hasta la última fibra de mi ser? ¿Por qué mi Danielito? ¿Por qué? ¿Por qué?
Recordaba, una y otra vez, en cuantas ocasiones a lo largo de los años y frente a similares situaciones, a veces más terribles porque involucraban víctimas simultáneas de mi grey, había escuchado esas reiteradas preguntas: “¿Padre, por qué a mí, por qué a nosotros, por qué mi hijo, por qué mi nietita…?”
Siempre tuve el oído listo, las palabras adecuadas y todo el tiempo que el o los deudos necesitasen. Creo que muy pocas veces o ninguna mis dichos sirvieron de alivio definitivo; apenas consuelo, el duelo necesita sus tiempos. Pero el convencimiento de que mi actitud de pastor ayudaba, hacía que me prodigará enfrentado a la tragedia ajena. Ahora me tocaba en carne propia. Yo también, a la muerte de mi niño, tuve un fuerte apoyo de mis colegas, de mi confesor, de mi obispo y de mi propia feligresía, pero… no podía consolarme. Pedí perdón por mi pecado de no aceptación, me he humillado y castigado una y otra vez. Pero ese yuyo que es la voz de la duda estaba instalado. Pecador al fin y al cabo, no hallé consuelo alguno.
Al año de la muerte de mi sobrino, estoy postrado de bruces en el piso de la Catedral de Buenos Aires. Listo para recibir mi ordenación pastoral, sueño de años, mi mente y mi corazón están divididos. La alegría inmensa de un logro anhelado y, ahora, socavado por el luto irreparable de la muerte.
En mis más locos sueños había imaginado ser algún día Obispo de la Iglesia de Roma. Y aún consciente de que era una locura, un Papa argentino… ¡Un desatino! Nunca experimenté culpabilidad por ese sueño demente, estaba consciente de que no era el poder lo que alimentaba mi ambición sino la convicción de que cuanto más alto subiera más podía hacer por el catolicismo… ayudar al desarrollo de mi Iglesia tan querida y a la que veía deteriorarse por su anquilosamiento, su incapacidad de retener a los miles de fieles que caían cada año en el descreimiento o eran captados por otras confesiones y, peor aún, sectas de todo tipo.
No puedo gozar la importancia y magnificencia de este acto que estoy viviendo porque no logro sacar de mi mente a mi Dany. Con gusto hubiera cambiado el obispado por la parroquia más humilde del mundo pero con él a mi lado. Supe desde ese momento que mi pecado era grave. Había aceptado la imposición de las manos del Cardenal con la duda en mi mente. Pasados tres días, voy al encuentro de mi confesor de los últimos años. El anciano sacerdote no puede disimular su sorpresa…
-¡Hijo mío… que alegría! Pero no esperaba verte tan cerca de tu ordenación obispal…
Intenta besarme el anillo, no se lo permito, me abrazo a él y estallo en lágrimas. El padre Alberto no pierde un segundo, seguramente por temor de que alguien me vea en tal estado. Con gran suavidad y firmeza me lleva a su pequeña secretaría parroquial, me hace sentar y sin consultar sirve dos copitas de coñac. Apoyará su mano en mi brazo y silente, espera. Luego, se reviste con su estola: tiene claro que lo que va a escuchar será parte del sacramento de la reconciliación.
Me desnudo espiritualmente frente al querido cura que no me interrumpe una sola vez… De alguna forma, ver como sufre ante mi problema, me consuela.
-Monseñor… o Tito, como siempre te he llamado, tu situación es terrible por la pérdida del niño y quizá peor en tu caso, por el resquebrajamiento de la fe. Sé con total certeza como te sientes. Si fueras un sacerdote “más profesionalizado”, sólo estaría el gran dolor por la pérdida de tu sobrino, pero se te suma un estigma que no mereces de modo alguno. Toda tu vida la consagraste al sacerdocio. Sé que todo lo que ahora yo te diga te servirá de poco. Pero me vas a hacer un gran favor, darte tiempo y rezar aún más que ahora. Ve en paz, yo te absuelvo de todo pecado y te impongo como penitencia que leas con detenimiento la obra de San Juan de la Cruz, es él quien mejor ha interpretado “la oscura noche del alma” del creyente.
Me retiré un poco mejor de lo que había llegado a este primera confesión desde mi asunción. En cuanto a la vida del santo cura del renacimiento, la había leído más de una vez. Pero estando en estado de gracia. Tal vez me sirviera el consejo-penitencia del padre Alberto... tal vez.
Pedí, siguiendo el instructivo necesario que ordena la Iglesia para estos casos, un año de dispensa provisional de mi tarea sacerdotal por motivos personales. Uno de mis antiguos fieles cordobeses me prestó una humilde casa en Cumbres de San Antonio, que era lo que necesitaba… Lejos del mundo para estar más cerca de Dios.
Monseñor marchó hacia su propio “desierto” portando los enseres más esenciales para una vida austera, lo más voluminoso era su baúl de libros. Por supuesto, los escritos de San Juan de la Cruz referidos a la noche oscura del alma contaban con un lugar destacado; los otros estaban vinculados al mismo tema por las experiencias vividas por Ignacio de Loyola, la Madre Teresa de Calcuta, Santa Teresa de Ávila, San Vicente de Paul y Juan María Vianney, entre otros. Para él será una novedad enterarse que la Madre Teresa, en ese momento en vías de canonización y uno de los seres humanos al que más ha admirado, también pasó por su propia larga y oscura noche… tentada por la negación misma del Creador.
Cumplido su año penitencial y de reflexión, Monseñor Tito, retoma su ministerio. Su alma está en paz. Luego de dos años en la Arquidiócesis de Buenos Aires es designado al frente del Obispado de San Nicolás de los Arroyos, del cual depende El Santuario Basílica de Nuestra Señora del Rosario de San Nicolás. Lo cual indica que su tarea en los años venideros sería de gran intensidad y entrega física.
¡Gracias a Dios!
La afluencia de peregrinos convocados por la Virgen aumenta año tras año, lo cual obliga a no descuidar la terminación del templo que nació humildemente en la ribera del Paraná como pequeña capilla al lado de un campito y llegará a ser una magnífica Basílica a la cual acuden cientos de miles de fieles de la Argentina y países vecinos. Volverá luego a la Arquidiócesis… y el tiempo, inmutable, se sucede.
Ya cumplí los setenta y cinco y he pedido mi retiro de la actividad pastoral. Quiero terminar mi peregrinaje en un antiguo monasterio de Córdoba; marcho en paz con mi alma y con mi fe. No tengo remordimientos, convencido de que he dado lo mejor de mí mismo como pastor y hombre de fe…
El yuyo del jardín de mi alma, esa mala voz interior, se ha mantenido en latencia. Inaudible por años. En otros muy clara. Esta noche es particularmente insistente… Mañana, Dany cumpliría treinta y cinco años.