por Diego Kochmann – 06 jun 2022

 

Ya tenía todo preparado. A la mañana había echado veinte litros del megaóxido de hidrógeno en la pileta y había encendido el motor para que circulara el agua. Justo ayer, papá se había reunido con unos norteamericanos que nos querían comprar la fórmula del megaóxido. No sé cuántos millones de dólares le habían ofrecido. Además, me querían dar una beca completa para que me fuera a estudiar a una universidad de Estados Unidos, Harvard creo, con todos los gastos pagos. Pero a mí no me interesaba nada de eso. A mí, lo único que me importaba era Juli. Y por fin me había animado a invitarla a casa.

 

Y ahí estaba ella, mirándome desde el borde de la pileta. Yo podía ver su figura toda borrosa, sumergido como estaba en el fondo. Por supuesto que no le había dicho nada de mi invento del megaóxido, de fórmula H2O26 y que, al ser una sustancia tan oxigenada, permite a las personas poder respirar bajo el agua sin ninguna dificultad. Yo había querido impresionarla, quedándome unos cuantos minutos ahí abajo. Pero al rato de estar sentado en el fondo de la pileta, empecé a pensar que no estaba bien engañarla. La verdad era que yo no tenía súper pulmones ni ninguna otra capacidad especial. Debía admitir que era como cualquier otro chico de doce años. Por eso salí del agua y le conté todo.