por Diego Kochmann – 09 dic 2021
–Apurate, Santi, que en cinco minutos viene el remís –me gritó mamá desde el baño.
Me terminé de atar las zapatillas y fui al armario para buscar una remera. La primera de la pila era una que me habían traído mis tíos de Mar del Plata, y me la puse. Enseguida sentí algo raro en la panza, pero afuera de la panza, como unas cosquillas… Me miré la remera y me pareció que algunas olas se habían movido. Caminé un paso y fue peor, porque empecé a sentir un frío en la barriga: el mar se había pinchado y estaba goteando. Quise ir a mostrarle a mamá pero ni pude salir de la pieza porque SPLASH, ¡se vino todo abajo! Mamá llegó corriendo con los maquillajes en la mano.
–¿Qué pasó?
–Nada, mamá. Es que se cayó el dibujo al piso.
Mamá me miró la remera toda blanca, miró el piso y se enojó conmigo.
–Siempre tenés un problema cada vez que hay que ir al dentista, Santiago. Dale, ponete otra –me dijo mientras volvía con una escoba y una pala para barrer ese enchastre de arena, agua, caracolitos rotos y los pedazos de un barquito que había quedado sobre los cerámicos.
Y busqué otra remera. Había una con un dibujo de un bosque lleno de pinos, pero apenas me la puse empecé a sentir que los árboles se movían para todos lados como si un viento enloquecido los estuviera empujando para acá y para allá. Entonces me quedé paradito, pero no sirvió. ¡PUM! Cayó el primer pino y, así, de a uno, todos los otros. Quise agarrarlos pero eran tantos que se me escapaban de entre los dedos. También las letras de la palabra BARILOCHE se empezaron a romper y los pedazos caían como vidrios que se clavaban cerca de mis pies.
–¿Qué pasa ahora, Santiago?
–Nada, mamá –le dije para que no se enojara.
Empujé con el pie los tronquitos y las palabras rotas debajo de la cama, y le pregunté si podía ir con una remera vacía, así, sin nada.
–¡Ay, hijo! ¡Qué difícil te ponés a veces! ¿Querés parecer un desgraciado? Tenés miles de remeras lindas.
–Es que…
–Ponete esa del dinosaurio que tanto me pediste para Navidad y no me alteres más de lo que ya estoy.
Entonces me acerqué al armario y busqué la remera. Ahí estaba el tiranosaurio, con sus enormes ojos amarillos y la boca abierta, llena de dientes filosos. Me miró a los ojos y me fui para atrás. Pero justo en ese momento sonó el timbre, era el remís. Entonces me olvidé del miedo que tenía, agarré la remera… y me la puse.
por Diego Kochmann – 25 nov 2021
Apenas subí al tren vi la araña sobre el hombro de la señorita. La joven, muy bonita por cierto, tenía los ojos cerrados y escuchaba música por sus auriculares. A su lado estaba sentada una señora mayor, que tampoco se había dado cuenta de nada. Yo me senté enfrente.
La araña estaba quieta, o apenas si movía una pata. Se ve que se sentía segura ahí escondida, aunque era imposible no distinguir su cuerpo tan negro sobre el fucsia furioso del vestido de la señorita. Pero ella seguía como dormida y la señora de al lado…, ella no hubiese notado ni un elefante colgando de sus propios anteojos. Yo no sabía qué hacer, porque veía cómo le apuntaba los colmillos directamente a su cuello. ¡Podía atacarla en cualquier momento!
Cada tanto, la señorita se despertaba, y entonces yo intentaba hacerle una seña, pero ella enseguida miraba para la ventana, se quedaba así unos segundos, y volvía a su música y a sus ojos cerrados. Ni me registraba, igual que a la araña. Y esta, tan silenciosa, tan negra, tan inmóvil… ¿sería venenosa? Pero un valiente no es quien le avisa al otro que tiene un problema, sino el que se lo resuelve. Y a la señora de al lado no se le podía pedir gran cosa… Entonces junté coraje, me levanté, me acerqué a la señorita y le barrí la araña del hombro con la mano. Ella se sacó los auriculares y me miró horrorizada, como a un bicho asqueroso. Recuerdo muy bien lo que me dijo:
–¿Pero qué hacés, tarado?
La araña, o el estampado negro que tenía en el hombro de la camisa, no se había movido. Lo mismo que otras manchas idénticas, en la espalda, el codo y otros rincones, que adornaban el vestido y que yo no había visto desde mi asiento.
Creo que alcancé a pedirle perdón, cuando el tren frenó en la estación Salsipuedes. Apenas se abrieron las puertas, salté al andén, aunque todavía faltaban dos estaciones para bajarme. Pero no importaba, necesitaba caminar un poco y tomar aire fresco. Además, estaba llegando un poco temprano a mi turno con el oculista.
por Diego Kochmann – 18 oct 2021
Colaboradores
…y en esta extensa pradera descansan los valientes que le permitieron a Guillermo Tell adquirir la experiencia suficiente para poder presentar su espectáculo en público.
Drama escolar
La niña lloraba sin consuelo en el patio de la escuela. Había entendido que fue víctima de una broma cruel, nada de cierto había en las cartas de amor que había encontrado en su mochila, nada real en ese encuentro tan anhelado al lado del árbol durante el recreo. Pobrecita, ¿cómo podía imaginarse que otros ojos también lloraban desde el aula de sexto grado, en el primer piso, que lloraban y no se animaban a bajar?
No existe belleza que resista un bostezo
El joven la miraba encantado mientras ella hablaba. Lo que ignoraba es que ella no había pasado bien la noche anterior. “Qué hermosa es”, ni cuando el mozo trajo la cena le quitó los ojos de encima. “Qué ojos, qué labios, qué naricita. Es sencillamente perfecta”. De repente, un cansancio profundo venido desde muy adentro la hizo boquear. Antes de que pudiera cubrirse con la mano, el joven observó cómo se le arrugaba, se le comprimía, se le afeaba la cara. Qué grotesca esa boca tan abierta, esa garganta… No quiso ver más, simplemente se levantó y se fue.
por Diego Kochmann – 08 nov 2021
Cuando piso una cancha me transformo,
hasta me olvido de cómo me llamo.
John P. McEnroe
Agazapadas, las fieras blancas esperan el momento. De pronto ella, que estaba más retrasada, comienza una corta carrera. Él salta estirando todos sus músculos, ella flexiona sus piernas hasta el suelo y, de inmediato, él va a cubrirla. Sus movimientos son vertiginosos, pero nada ocurre al azar. Cada paso está sincronizado, no necesitan más que mirarse para saber qué deben hacer.
Andan detrás del animal, curioso bicho de zigzagueante vuelo, al que no quieren cerca ni demasiado lejos; y mucho menos atraparlo en la red.
Hay veces en que lo acarician, en otras lo golpean con rabia. Todo esto, con la parte más viva y metálica de sus cuerpos. Parecería, por sus rostros de dolor, que son éstas las que sufren los azotes.
Celosas guardianas de su hábitat rectangular, nada importa fuera de éste; ni el vuelo de los pájaros, ni el de un ocasional avión, ni siquiera los murmullos cercanos.
El odio se escapa por sus ojos, sus dientes y puños apretados. Y la lucha continúa, las carreras breves, las patinadas, el sudor, la falta de aire y los corazones cada vez más calientes.
Al fin, el bicho, ya sin sus cabellos rubios, deja de volar. Las fieras, ni tan enteras, ni blancas, ya sin odio, se acercan para besarse. Pero esos besos fríos para nada reflejan lo sucedido. Y recién cuando cruzan los blancos límites, regresan a su condición humana.
por Diego Kochmann – 05 oct 2021
A los pocos segundos de haber nacido, la alegría de sus padres se transformó en susto. Era un hermoso bebé, pero sus piecitos… ¡qué raros eran!
A medida que Lucas fue creciendo, estos, lejos de adoptar el aspecto de un pie humano normal, fueron profundizando esa particularidad, con esa forma más bien triangular. Parecían dos porcioncitas de pizza o de una tarta de queso, de la cual asomaban unos deditos casi imperceptibles. Cuando el chico estuvo en edad de caminar, no pudo hacerlo; en cambio, seguía arrastrándose con brazos y piernas por los pisos de toda la casa.
Ninguno de los tantos médicos consultados acertaba en el diagnóstico. Apenas Lucas se descalzaba, estos abrían los ojos (y algunos también sus bocas) por la sorpresa. ¡Es que nunca habían visto algo parecido! Por qué sus pies tenían esa forma tan extraña resultaba todo un misterio, y los médicos estaban tan desorientados como los padres.
Pasaba el tiempo y Lucas iba creciendo: sus manos, sus piernas, su cabeza, incluso sus inútiles pies. Ante la dolorida mirada de sus padres, el niño quería ponerse de pie, pero no lograba mantener el equilibrio y terminaba en el suelo. Pero lo que le faltaba de estabilidad le sobraba en perseverancia, y lo intentaba una y otra vez hasta que, al tiempo, y ayudándose con las manos, lograba incorporarse con cierta destreza. Ya otra cosa era caminar, porque según el mismo Lucas decía: “Es como si el piso estuviese hecho de gelatina”. Y sus padres, con la triste mirada de siempre, lo contemplaban sin saber cómo consolarlo, más que con unas caricias o unas palmaditas en la espalda.
Llegó el momento de ir al colegio. Lucas no aceptó la sugerencia de la silla de ruedas: él podía caminar, mal, pero podía. Hablaron los padres con la directora, quien lógicamente prometió ocuparse del chico de manera especial. Y es lo que hizo desde un principio, al igual que las maestras, quienes lo hacían sentar en la primera fila y esperaban el tiempo que fuera necesario hasta que lograra llegar a su pupitre y acomodarse. Lo que ninguna pudo es evitar las burlas de algunos de sus compañeros. Apenas se asomó por la puerta del aula, los ojos malvados de un par de ellos se clavaron en sus zapatillas con forma de empanada (que su padre había fabricado para que le entraran los pies) y en su andar de viejito tembloroso. Y no dudaron en tomarlo como objeto de su diversión, sin pensar (o quizás sí) en cómo le afectarían esas “bromas” a Lucas.
–Abuelo. Pies de manteca derretida. Tortuga vieja. Todo eso me dicen, y otras cosas más– le contó Lucas al psicólogo–. A veces me empujan a propósito para que me caiga. No son todos los chicos, algunos son buenos, pero otros no me quieren y se ríen. Y en los partidos, me dicen que no sirvo ni para ir a buscar la pelota cuando se va lejos.
–¿Y qué pensás vos?
–Que tienen razón.
Para esa época, consultaron a un médico más, este recomendado por la directora. A diferencia de los anteriores, no se mostró sorprendido cuando examinó al muchacho. Le palpó los pies mientras le preguntaba si le dolían. El niño negó con la cabeza y, mientras se volvía a calzar las zapatillas, el médico miró a los padres:
–Lucas tiene el síndrome del lemon pie, o pie de limón, en castellano.
Antes de que pudieran preguntarle qué demonios era eso, el médico les explicó que se trataba de una enfermedad muy extraña, que se presentaba un caso cada diez millones de habitantes. Y que justamente por eso la ciencia no se había molestado demasiado en estudiarla para encontrarle una cura o, al menos, alguna medicación para mejorar la calidad de vida del paciente.
–¿O sea que no hay nada que podamos hacer? –entendió perfectamente la madre.
–Así es. En algunos casos, con el paso de los años, los pies logran fortalecerse y, por consiguiente, Lucas podría caminar mejor. No de manera normal, pero algo mejor que ahora. Pero ya les digo, se han estudiado muy pocos casos como para sacar conclusiones serias. Debo ser sincero con ustedes: puede pasar como no.
Con esas amargas palabras, la familia se retiró del consultorio. Y las cosas no cambiaron mucho desde entonces. Investigando en Internet, el padre leyó que el calcio fortalece los huesos de los pies, por lo que Lucas comenzó a tomar unas pastillas cada mañana. Pero lo cierto era que no notaba ninguna mejora. La directora y las maestras de Lucas hablaban con los chicos que lo molestaban, incluso tuvieron una reunión con sus padres, pero la “tregua” duraba menos que un suspiro y las cargadas volvían al aula a los pocos días.
Y así fue como vivió Lucas esos años, y también así es como todos suponían que iban a darse los siguientes. Sintiéndose siempre diferente a los demás chicos, mirando en un rincón del patio cómo ellos corrían o jugaban a la pelota, ocultando sus pies en todo momento y teniendo que aguantar las continuas cargadas y risas. Pero aún más que las miradas burlonas de algunos de sus compañeros, Lucas odiaba las miradas afligidas de sus padres. No soportaba ser el motivo de su tristeza.
Fue una noche de viernes de febrero cuando su padre anunció: “Preparen las valijas que mañana nos vamos a la costa”. Lucas obedeció sin mucho entusiasmo porque no le atraía para nada la idea de estar en la playa. Por supuesto que no pensaba mostrarle los pies a nadie, pero tampoco estaba bueno ir todo el tiempo por la arena en zapatillas, y encima esas zapatillas. Pese a que toda su vida fue centro de miradas ajenas, estas le seguían molestando, y mucho. Detestaba que le preguntaran por qué caminaba de esa manera o por qué usaba esas zapatillas tan ridículas. Cuantas menos personas, menos preguntas. Por eso hubiese preferido ir a la montaña, a un pueblo alejado, o mejor, quedarse en casa. Pero, en fin, sus padres habían decidido la playa.
Los primeros días no fueron más divertidos de lo que había imaginado. Por eso, una mañana, cansado de no hacer nada, les pidió permiso a sus padres para alejarse un poco por la playa. El sol pegaba fuerte. Al rato vio a un chico que estaba sentado sobre una pequeña duna y que, al ver a Lucas, se incorporó y se le acercó.
–Hola. ¿A dónde vas?
–Hola. A ningún lado.
–¿Puedo ir con vos?
–Sí, como quieras… Lo único que yo camino despacio…
–No hay problema, tengo tiempo de sobra.
Así continuó Lucas su lento paseo, acompañado por este muchacho que hablaba poco, que le contó que vivía por ahí y no mucho más. Como Lucas también era bastante callado, anduvieron en silencio casi todo el tiempo pero, al parecer, disfrutando ambos de la compañía. Después de un buen rato llegaron hasta donde las olas rompían contra unas rocas. Allí se detuvieron. Lucas lo miró por primera vez a la cara.
–No me preguntaste por mis zapatillas.
–Y vos no me preguntaste por mis ojos.
–¿Tus ojos? ¿Qué tienen de malo?
–De malo nada, pero son de distinto color.
Lucas se le acercó y notó que era cierto: el marrón de su ojo derecho era algo más oscuro que el del izquierdo. Pero la diferencia era mínima.
–No te pregunté porque ni me había dado cuenta. Pero vos…
–Yo no te pregunté porque no me importa.
Al otro día, volvieron a encontrarse en la playa y caminaron esta vez para el otro lado, donde la playa era más angosta y terminaba en un acantilado no muy alto. Lo bueno era que se veía poca gente por allá. Antes de arrancar, Lucas se disculpó por lo despacio que tenían que ir por su culpa, pero el muchacho pareció ni escucharlo. Lucas se había quedado pensando la noche anterior en eso de “no me importa”. ¿Sería el muchacho alguien que no se fijaba en los defectos externos de las personas sino en su interior, o simplemente sería un egoísta al que solo le importaban sus propias cosas? Incluso aunque fuese la segunda razón, a Lucas le venía muy bien que no estuviera pendiente de sus pies.
De a poco se fueron conociendo y Lucas se animó a contarle sobre el colegio, sus padres, el psicólogo. Su amigo, en cambio, casi no le hablaba de su propia vida. Pero en uno de los tantos silencios, comentó:
–Es re lindo sentir la arena entre los pies.
Y así, sin pensarlo, Lucas se descalzó y comenzó a caminar sobre la arena y, pese a que quemaba un poco, le encantó. Cada tanto se acercaba al mar para pisar la arena húmeda y dejaba que las pequeñas olas le refrescaran los pies. Se sintió feliz de poder hacerlo. Cruzaron por unas piedras, llegaron a una playa muy pequeña y allí se echaron a descansar. Lucas todavía se sentía algo incómodo sin sus zapatillas, como si estuviese desnudo, pero si a su amigo no le importaba la forma de sus pies, ¿por qué a él le tendría que preocupar?
Los milagros suelen llegar de repente, cayendo del cielo como un rayo. Ocurren en milésimas de segundo, pero su magia permanece para siempre. Sin embargo, esta vez no sucedió de esta manera.
Durante los siguientes días, los chicos repitieron las caminatas, para un lado u otro de la playa. Entretenidos en las charlas, ninguno de los dos notó que cada vez caminaban más deprisa.
Y aquel mediodía, la madre de Lucas se despertó de una corta siesta en su reposera y miró hacia su izquierda. Entre otros bañistas, distinguió a un chico que se dirigía directo hacia su sombrilla. Se parecía a su hijo, pero no podía ser porque caminaba normalmente, sin ese tambaleo tan particular. Además, Lucas solía llegar justo para la hora del almuerzo, y todavía faltaba un rato largo. ¡Pero qué igualito era!
Y más se acercaba, más se parecía. De todas maneras no podía ser, ¡ojalá Lucas caminara tan derechito! Llamó rápidamente a su marido, que volvía de darse un baño en el mar. Ambos esperaron en silencio, tensos. Ya no había dudas de que el niño se dirigía hacia ellos, y un poquito después… ¡de que se trataba de Lucas!
Es difícil describir el instante cuando los tres estuvieron frente a frente, pero sí es posible asegurar que en aquellas playas no hubo momento más emotivo en todo el verano, ni en todos los veranos anteriores. Muchas lágrimas y muchos abrazos. ¿Para qué palabras?
Una de las posibles explicaciones sobre la curación de los pies de Lucas se puede encontrar justamente en su nombre: lemon pie. Un pastel de limón que aún está blando, crudo, al que le falta cocción para que tome forma, que se endurezca y fortalezca. Esos pies, toda la vida evitando ser observados, también esquivaron el calor del sol, y eso es justamente lo que necesitaba. Calor para terminar de estar a punto.
Puede decirse que dejar de ocultar el problema sirvió para resolverlo. Es cierto que esta es solo una de las muchas hipótesis que se pueden dar, incluso es muy probable que los médicos no la vayan a aceptar. De todas maneras, poco importa eso. Lo fantástico es que de ahí en más, Lucas pudo caminar normalmente. Y por eso, como nunca, estaba con unas ganas tremendas de empezar el colegio. Ya se imaginaba entrando en el aula y contemplando los rostros de sorpresa primero, y alegría después, de la maestra y sus compañeros. Quizás no de todos ellos, pero ¿qué le importaba eso a Lucas?