por Candela Saldaña - 14 jul 2019

 

La Revolución Francesa fue un proceso político que puso fin al que desde entonces se llamó “Antiguo Régimen”.  Los cambios que introdujo fueron de tal importancia que le dio inicio a la Edad Contemporánea.  Fue un proceso complejo, que en el curso de pocos años cambio radicalmente la sociedad y la política de Francia y toda Europa, lo cual provocó una aceleración del tiempo histórico.

 

Hasta 1789, Francia era un reino gobernado por una monarquía absoluta bajo Luis XVI.  El absolutismo suponía la concentración del poder político en manos del rey, que reunía en su persona la soberanía del Estado.  En el transcurso del siglo XVIII, Francia había experimentado un notable crecimiento económico.  Sin embargo, la riqueza no se hallaba distribuida de forma equitativa.

 

La sociedad francesa estaba dividida en dos grandes grupos: los privilegiados y los no privilegiados.  Quienes tenían privilegios eran la nobleza y el alto clero, que estaban exentos de pagar impuestos y tributos.  La gran mayoría, que era el tercer estado, no gozaba de estos privilegios y debían pagar altos impuestos para sostener a los otros dos estados.  A comienzos de la década de 1770, las malas cosechas provocaron el alza en los precios de los cereales y el pan.  Los artículos de primera necesidad aumentaron su precio, por lo que se hizo difícil la situación de las clases bajas.

 

En 1785, una gran sequía provocó la muerte de miles de cabezas de ganado, ocasionando enormes pérdidas al sector rural.  Por otra parte, el Estado se hallaba sumido en una crisis financiera debido al sistema impositivo que eximía del pago a los sectores más adinerados.  Para 1787, la crisis financiera y los despilfarros de la corte hicieron que los ministros de Luis XVI trataran de cobrar impuestos a las clases privilegiadas.  Estas y otras medidas fueron rechazadas por los nobles.

 

Ante esta difícil situación, se decidió convocar a los Estados Generales, una especie de Parlamento formado por los tres estados.  De acuerdo con su funcionamiento tradicional, los representantes de cada estamento social debían reunirse por separado.  Una vez finalizadas las deliberaciones, los tres se debían reunir ante el rey para votar.  El voto se realizaba por estado: los nobles, el clero y el Tercer Estado.

 

Se presentaron dos propuestas: la primera se refería a la representación: ya que la mayor parte de la población constituía el Tercer Estado, su cantidad de representantes debía ser mayor que los otros dos grupos.  Esta propuesta fue aceptada.  La segunda proposición fue que se votara “por cabeza” y no por estamento, lo cual significaba dar la mayoría de la votación al Tercer Estado, que así ganaría la votación.  Esta propuesta fue rechazada por el rey, pero la resistencia que opusieron los parlamentarios y algunos motines populares en Paris hizo que estallara la llamada “revolución de los diputados”.  Así se iniciaba una primera fase de la revolución.

 

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Los representantes del Tercer Estado, junto con algunos miembros de la nobleza y el clero, constituyeron en 1789 una Asamblea Nacional afirmando la representación de la soberanía de Francia.  Se trataba de una acción revolucionaria: los diputados tomaban en sus manos la soberanía, arrogándose la capacidad de legislar en nombre del pueblo francés desconociendo la autoridad del rey.

 

Luis XVI intento presionar a los diputados utilizando la fuerza armada para disolver a la recientemente creada Asamblea Nacional, pero una inesperada reacción popular apoyó a la Asamblea.  Durante los primeros días de julio de 1789, se produjeron en Paris varios levantamientos populares cuando comenzaron a circular noticias acerca de que el rey estaba concentrando tropas en Versalles.

 

El punto crítico se dio el día 14 de julio, cuando una multitud, en busca de armas para defenderse, tomó por asalto el edificio de La Bastilla, símbolo de la monarquía real.  Este hecho es considerado como el estallido de la Revolución Francesa y se convirtió en un símbolo del triunfo popular sobre el despotismo.  Desde entonces, esta fecha se conmemora como el aniversario de la Revolución.  La ciudad de París quedó en manos de los insurgentes y el rey fue informado de que las tropas habían dejado de ser leales.  De este modo, el monarca ya no estaba en condiciones de hacer cumplir su voluntad.  Entonces, la autoridad real había colapsado.

 

En pueblos y ciudades se produjeron levantamientos armados, lo que denotaba el resentimiento que tenían las clases oprimidas por el Antiguo Régimen.  También en diferentes regiones de Francia se sucedieron revueltas populares de campesinos en contra de los señores y nobles, dueños de las tierras.  Mientras se debatían las características de la Constitución, ese mismo año la Asamblea dispuso La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.  Implantó la igualdad civil y jurídica, lo cual significaba el fin de los privilegios de la nobleza y la aplicación de una ley común a todos los ciudadanos franceses.

 

Luis XVI mantuvo correspondencia con muchos nobles emigrados y monarcas europeas entre 1789 y 1791.  El rey esperaba que una intervención extranjera pusiera fin a la revolución, entretanto buscaba que la Asamblea Nacional no adoptase cambios profundos.

 

La noche del 20 al 21 de junio de 1791, Luis XVI, su esposa María Antonieta y sus hijos, acompañados de unos pocos nobles que estaban a su servicio, salieron en varios carruajes del Palacio de las Tullerias, en Paris.  Iban disfrazados como una familia aristocrática y llevaban pasaportes falsos.  Su plan era llegar a Montmedy, cerca de la frontera oriental de Francia, donde el marqués de Bouille estaba dispuesto a iniciar un levantamiento militar contra la Asamblea.

 

19 07 14 CS Quun sang impur abreuve nos sillons 3 Revolución

Revolución

 

El plan fue preparado cuidadosamente, pero su puesta en práctica resultó un fracaso.  La salida se demoró varias horas, y luego, quien conducía el carruaje se perdió por la calles de París, ya que no conocía los barrios populares de la ciudad.  Finalmente, el rey y sus acompañantes, fueron reconocidos al día siguiente en la localidad de Varennes.  Los pobladores informaron a la Guardia Nacional, que los arrestaron y enviaron  de vuelta a Paris.  La Asamblea ordenó que la familia real quedase confinada en el Palacio de las Tullerias, prácticamente como prisionera.  El episodio aumentó la desconfianza hacia el rey entre los revolucionarios y buena parte del pueblo parisino, sobre todo por sus contactos con los aristócratas emigrados que amenazaban con una contrarrevolución armada desde el exterior.

 

El intento de huida del rey lo había convertido a él y a los partidarios de una monarquía constitucional moderada, en sospechosos de contrarrevolucionarios.  Los aristócratas, monárquicos y realistas, que buscaban que la Constitución redactada en 1791 por la Asamblea le otorgara más poderes a la figura del rey, se vieron en una situación difícil.  Los grupos más radicales de la Asamblea, los girondinos y los montañeses, exigían que el monarca continuase preso.  Estos sectores contaron con un aliado importante: la presión popular a través de manifestaciones callejeras.

 

Finalmente, el rey Luis XVI fue condenado a muerte en la guillotina por el gobierno revolucionario de la Convención el 21 de enero de 1793, declarado culpable de "conspiración contra la libertad pública y de atentado contra la seguridad nacional".  La cabeza del monarca yacía en las manos de los jacobinos, figuras que representaban la etapa inicial más sangrienta de la Revolución Francesa.

 

Las calles de Paris se amontonaron de barricadas formadas por hombres, mujeres y niños que exigían un cambio en la política y en la sociedad de la época.  Esa exaltación revolucionaria se vio alimentada por el grito desgarrador de las estrofas de la Marsellesa.  Himno francés creado un año antes de la ejecución del rey, en pleno enfrentamiento entre la monarquía y la república francesa.  Muchos dejaron sus vidas en las calles de Paris, ensangrentados y desollados al paso del grito de los ideales de la República: libertad, igualdad, fraternidad o la muerte.  Así como también las estrofas que hacían marchar a los hijos de la patria contra la tiranía que alzaba su sangriento estandarte.

 

A las armas ciudadanos, se proclamaba, porque “Qu'un sang impur abreuve nos sillons” (una sangre impura inunda nuestros surcos.)

 

 

por Candela Saldaña - 08 jul 2019

 

Entre 1810 y 1820 se realizaron innumerables actos electorales a lo largo de todo el exvirreinato del Río de la Plata, para designar integrantes de gobiernos centrales (juntas, triunviratos, directorios etc.), miembros de juntas electorales, juntas provinciales y juntas subordinadas, diputados para diferentes asambleas constituyentes, gobernadores intendentes y miembros del cabildo.  Eso, debido a la invasión napoleónica a España de 1808, el cautiverio de Fernando VII y el nombramiento del hermano de Napoleón, José Bonaparte, como nuevo monarca.  Lo que desató una profunda crisis política en el imperio español y, como consecuencia, en sus colonias.

 

La ausencia del rey legítimo y la resistencia contra el invasor francés plantearon cuestiones esenciales como en quién residía la soberanía o cómo se constituirán gobiernos legítimos.  En un escenario plagado de incertidumbres, surgió una clara certeza: las ideas independentistas plagaban las mentes más emblemáticas de los ciudadanos más poderosos del Río de la Plata.  La efervescencia social y política desatada luego de la Revolución de Mayo llevó a que los mismos capitulares respaldaran esta idea.

 

Luego de la restauración de Fernando VII como rey español, todos los movimientos revolucionarios en América habían sido sofocados, excepto el del Río de la Plata.  Aunque también en esta región americana el panorama era muy complejo: los dirigentes revolucionarios se habían aislado de la clase política urbana y del pueblo; la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe formaban la Liga de los Pueblos Libres, bajo la protección de Artigas militar y heraldo del federalismo; el Ejército del Norte se autogobernaba, apoyado por los pueblos del Noroeste; Cuyo era la base de poder de San Martin, quien en 1814 había asumido como gobernador intendente para organizar el Ejército de los Andes.

 

En medio de esa difícil situación, el Estatuto Provisional de 1815 decidió la convocatoria de un Congreso a reunirse en Tucumán.  Tal como lo indicaba el citado documento, se aplicó el sistema de votación indirecta y se eligieron diputados a razón de uno cada quince mil habitantes o fracción mayor de siete mil quinientos.

 

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Los diputados electos por Buenos Aires resultaron doce y recibieron instrucciones para dictar una constitución, en la que figurasen los tres poderes por separado, asegurarle al pueblo el ejercicio de la soberanía y que el Ejecutivo recayera en una sola persona.  Las instrucciones nada decían respecto del delicado problema de la forma de gobierno.

 

De acuerdo con la convocatoria remitida por el gobierno de Buenos Aires, en el interior también se efectuaron las elecciones de los diputados, aunque no respondieron las provincias sujetas a la influencia de Artigas, es decir, la Banda Oriental y el litoral; por su parte, el Paraguay se mantuvo en un tradicional aislamiento.

 

A comienzos de 1816 y en vísperas de reunirse el Congreso de Tucumán, graves peligros amenazaban a la Revolución Argentina.  En el orden externo, la restauración del monarca Fernando VII y sus procedimientos absolutistas indicaban claramente a los gobiernos de América hispana, que debían reanudar con mayor empeño la lucha por la emancipación.  Las armas españolas vencían desde México hasta Cabo de Hornos.

 

El sacerdote Morelos, patriota mexicano, había caído fusilado en manos de sus enemigos, mientras la expedición española liderada por Morillo doblegaba a los patriotas de Venezuela y Colombia.  En Chile la situación no era mejor, por cuanto después de la batalla de Rancagua, los realistas dominaban ese territorio con un poderoso ejército.

 

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Acta de la Independencia

 

En esas circunstancias, la Revolución argentina era la única que mantenía erguido el estandarte de la rebelión, aunque amenazada por el enemigo, después de la derrota de Sipe Sipe.  El tradicional peligro portugués se hizo presente una vez más y en el mes de agosto los ejércitos invadieron la Banda Oriental.

 

En el orden interno, el mayor problema lo representaba Artigas; quien había formado una liga de provincias federales, las cuales negaron obediencia no solo al Director Supremo, sino también al Congreso.  Además, en Salta se produjo un serio incidente entre Güemes y Rondeau, solucionado después de momentos inquietantes; y en la propia Buenos Aires, la agitación federal había encontrado apoyo en destacadas figuras.

 

En medio de todos estos problemas, los representantes de los pueblos comenzaron a llegar a la ciudad de Tucumán, elegida por ser distante a Buenos Aires, a fin de no despertar recelos del interior hacia el centralismo porteño.  En su mayor parte, los diputados pertenecían al clero o eran hombres de leyes y le seguían en menor cantidad, los hacendados y comerciantes.  Con la presencia de dos tercios de sus miembros y para no demorar por más tiempo se dio el comienzo de las deliberaciones.  El Congreso asistió el 24 de marzo de 1816 a una solemne misa en el templo de San Francisco y ese mismo día a las 9 de la mañana, declaró abiertas las sesiones en la casa de Doña Francisca Bazán de Laguna.

 

El doctor Pedro Medrano fue elegido presidente y secretarios los doctores Paso y Serrano.  Varios eran los asuntos fundamentales que debía resolver el Congreso, entre ellos la declaración de la Independencia, la unión del país, el dictado de una Constitución y la forma de gobierno a adoptarse.

 

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La destitución de Álvarez Thomas y la designación de Balcarce motivaron a que el Congreso resolviera de inmediato el nombramiento de un Director Supremo titular.  Con este propósito, los diputados se reunieron en una sesión extraordinaria en la mañana del 3 de mayo, bajo la presidencia de Castro Barros y ante la presencia de un numeroso público.  Acto seguido, se procedió a la votación y de los veinticuatro diputados presentes, veintitrés lo hicieron a favor de Juan Martin de Pueyrredón, representante por San Luis.

 

En esos momentos, el país estaba dividido por las rencillas interiores, el gobierno central había perdido autoridad ante las provincias rebeladas y los enemigos exteriores amenazaban la integridad territorial.  En tales circunstancias, Pueyrredón insistió a los congresales sobre la necesidad de proclamar de inmediato la Independencia.

 

Ante los anhelos populares representados por San Martin y Belgrano a través de sus gestiones, los congresales dispusieron declarar oficialmente que las Provincias Unidas del Rio de la Plata formaba una Nación soberana, desligada de todo vínculo de sometimiento con respecto a los reyes de España.  Era evidente que tal proclamación ejercería beneficiosa influencia sobre el espíritu del país y daría poderoso estímulo a los ejércitos revolucionarios.

 

En la sesión del 9 de julio de 1816, el presidente de turno Francisco Narciso Laprida propuso que el Congreso tratara el punto tercero del plan redactado.  El secretario Paso leyó la proposición que debía votarse y luego preguntó a los diputados “…si querían que las Provincias Unidas de la Unión fuese una Nación libre e independiente de los reyes de España y su Metrópoli”.

 

La decisión unánime de los diputados provocó manifestaciones de júbilo en el numeroso público presente, que exteriorizó de esa forma su satisfacción por la importancia y trascendencia del pronunciamiento.

 

La Declaración de la Independencia fue sancionada el martes 9 de julio de 1816 en la casa de Doña Francisca Bazán de Laguna, en la provincia de San Miguel de Tucumán.  Por la cual el país proclamó su independencia política de la monarquía española y renunció también a toda dominación extranjera.  Se iniciaba entonces un período de guerras que estarían al frente de los más valientes y altivos personajes de nuestra historia.  Los cuales llevarían en sus sienes laureles de independencia, mientras recorrerían los campos de guerra al estruendo de cañones y clarines.  Estando al frente de la batalla, desgarrarían con sus brazos robustos al ibérico altivo león.

 

 

por Candela Saldaña - 15 jun 2019

 

En diciembre de 1810, la Primera Junta fue reemplazada por la Junta Grande.  Debido a que aquella no tenía un plan político unificado, sino varios planes diferentes, ya que todos sus miembros no tenían ideas ni objetivos similares.  Las posiciones más extremas estaban encabezadas por Mariano Moreno y Cornelio Saavedra, respectivamente.  Moreno era anticolonial y quería reformas profundas.

 

Los morenistas tenían como objetivo la independencia y creían que para lograrla se necesitaba un gobierno central en Buenos Aires.  Saavedra encabezaba a los moderados, y deseaba una transición más lenta, dentro del antiguo régimen.

 

Uno de los motivos de polémica era, justamente, cómo se iban a sumar al gobierno los diputados del interior: los moderados querían que se incorporaran, pero los morenistas preferían que formasen un congreso general aparte, encargado de designar a un gobierno ejecutivo.

 

Los Cabildos del interior contestaron a la Junta.  En muchas ciudades hubo un clima favorable y los Cabildos se plegaron a las ideas de Buenos Aires.  En otros casos se necesitó presión militar, como en Córdoba, donde la Junta no fue aceptada y las élites coloniales organizaron un levantamiento.  Esta contrarrevolución fue derrotada por los revolucionarios, y sus cabecillas resultaron fusilados.

 

También la Junta envió rápidamente dos expediciones militares a las jurisdicciones periféricas del virreinato: al Paraguay y al Alto Perú.  Se pensaba, con razón, que estas zonas iban a oponerse a la Revolución tanto por la gran presencia de españoles como por recelos hacia Buenos Aires.  Tampoco fue aceptada la Revolución de la Banda Oriental.  Estas regiones se constituyeron como frentes bélicos contra el gobierno revolucionario.

 

Entonces, como gran parte del territorio del antiguo virreinato no se sumó al movimiento, muy pronto estalló una guerra: la Guerra de la Independencia.  Durante varios años y en varios frentes combatieron los patriotas contra los realistas, como se llamaban a los españoles y a los partidarios de mantenerse bajo el poder de la monarquía española.

 

De 1810 hasta 1815 la Guerra de la Independencia se desarrolló en diversos frentes.  En el Alto Perú hubo avances y retrocesos.  Se enviaron tres campañas desde noviembre de 1810 hasta 1815.  La primera, al mando de Antonio González Balcarce; la segunda a cargo de Manuel Belgrano y la tercera, de José Rondeau.

 

Los primeros triunfos generaron la adhesión de muchas localidades a la revolución; otras la resistieron, sobre todo por diferencias políticas con los porteños.  En la segunda y tercera campaña, el Ejército del Norte sufrió varias derrotas y las victorias no alcanzaron para la recuperación.  En 1815 el fracaso en la batalla de Sipe Sipe determinó la pérdida de la región.  A partir de entonces, la estrategia fue mantener una barrera defensiva en el noroeste a cargo de Martín Miguel de Güemes y sus gauchos.

 

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Después del fracaso de la tercera campaña, el norte argentino hubiera caído en poder de los realistas de no mediar la enérgica y eficaz acción defensiva de Güemes y sus gauchos salteños.  Amigo personal de los generales San Martin y Belgrano, contuvo hasta su muerte a las sucesivas embestidas del enemigo y a través de esta ardua y tesonera lucha colaboró en la magna empresa continental del Libertador.

 

Martin Miguel de Güemes nació en Salta, en febrero de 1785, descendiente de una acaudalada familia que le pudo brindar esmerada educación.  A los catorce años ingresó como cadete en el regimiento “Fijo de Buenos Aires” y con ese cuerpo se trasladó a esta última ciudad, donde  luchó contra los ingleses en el transcurso de la primera invasión.  Producida la Revolución de Mayo, Güemes adhirió de inmediato a la causa de los patriotas y marchó a Salta para incorporarse a su guarnición con el grado de Comandante General de Milicias, a fin de llevar a la práctica un plan defensivo contra el avance de los realistas.  Siempre se mantuvo alerta en la frontera y prestó su concurso a las tropas de Balcarce y más tarde de Pueyrredón.

 

Cuando en 1814 el general San Martin se hizo cargo del Ejército del Norte, confió a Güemes la defensa de Salta, como jefe de avanzadas.  Conocedor de todos los rincones de su tierra natal, hábil jinete, valiente hasta la temeridad, Güemes fue respetado y querido por sus hombres.  Empleaba una táctica defensiva-ofensiva, que se adaptaba perfectamente a las modalidades del terreno, sembrando con ella la confusión en las filas enemigas.  Concebía un plan en lo intricado de un bosque o mientras descansaba en su campamento al lado de un fogón; generalmente, a la víspera del ataque.

 

Por medio de su cautivante personalidad, inculcó a sus hombres el amor por la independencia y la libertad, a través de la llamada “guerra de los gauchos”, palabras que simbolizaban el sentir de un pueblo insobornable, que jamás claudicaría.

 

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Después del combate de Puesto del Marqués, Güemes marchó de regreso a su provincia, pero al pasar por Jujuy decidió recuperar las armas y municiones pertenecientes al Ejército del Norte.  Llegando a Salta, una asamblea popular lo eligió gobernador intendente y de esta forma inició su gobierno personalista, de tendencia autónoma.

 

Al frente de unos 4.500 hombres, La Serna inicio la invasión al norte argentino, a fines del año 1816.  Y en rápidos movimientos, sus avanzadas se apoderaron del pueblo de Humahuaca.  El 6 de enero de 1817, los realistas entraron triunfantes en Jujuy, aunque la ciudad estaba prácticamente desierta, brindando incondicional apoyo a los gauchos de Güemes, quienes disputaban palmo a palmo, el terreno enemigo.  En el lapso comprendido entre 1817 y 1821, los realistas no cesaron en su intento por avanzar a través del norte argentino, pero las sucesivas embestidas fracasaron ante el heroico comportamiento de los gauchos salteños.  En el trascurso de una última invasión, Güemes fue sorprendido por una patrulla enemiga y resultó herido de gravedad.

 

Güemes había establecido su campamento a una legua al sur de Salta.  Al anochecer del 7 de junio de 1821, se dirigió a la ciudad para entrevistarse con su hermana Magdalena, quien le había comunicado que deseaba hablarle.  Allí, su hermana le manifestó junto a su esposo, el doctor Tejada, acerca de tener ciertos datos sobre un nuevo ataque realista.

 

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En esas circunstancias, el caudillo sintió disparos de armas de fuego y de inmediato partió con su escolta rumbo a la Plaza Mayor pero en una calle transversal, fue herido por una bala perdida, a consecuencia de un tiroteo con una avanzada realista.  Con un grupo de sus partidarios, Güemes se dirigió a su campamento de Chamical.

 

Entretanto, el general español Olañeta enterado del episodio, envió una comisión para ofrecer al caudillo auxilios médicos, a cambio de que se sometiera a su autoridad.  A modo de respuesta, Güemes mando a llamar al jefe de su estado mayor, el coronel Jorge Vidt y delante de los comisionados realistas, le hizo jurar por su espada que continuaría luchando “hasta que en el suelo de la Patria o no hubiera ya argentinos o no hubiera dominadores”.

 

El 17 de junio y luego de diez días de sufrimientos, el insigne caudillo expiró a la edad de treinta y seis años, convencido de que su pueblo jamás claudicaría ante la bota del invasor.

 

 

por Candela Saldaña - 22 jun 2019

 

En el Río de la Plata, en mayo de 1810, el virrey dejó su cargo y fue reemplazado por una junta encabezada por criollos.  Allí se inició un tiempo de conflictos: la guerra de la Independencia y los desacuerdos que se producían en cuanto a la organización del territorio.  Patriotas y realistas combatían en varios frentes, los gritos de independencia resonaban al sentir de choques de espadas y estallidos estremecedores de cañones.

 

Esta tensa situación vio nacer la valentía y la ferocidad de muchos personajes emblemáticos de nuestra historia.  Uno de ellos fue Manuel Belgrano, una de las glorias más puras de la argentinidad.

 

Nacido en el seno de una acomodada familia porteña, la del comerciante italiano Domingo Belgrano y Pérez y la criolla María Josefa González Casero, Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano se educó en el Real Colegio de San Carlos con la mejor formación que podía encontrarse en la colonia en el último cuarto del siglo XVIII.  Luego se fue a España, a estudiar leyes en Salamanca, Valladolid y Madrid, para recibirse de abogado, finalmente, en la cancillería  de Valladolid.

 

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Manuel Belgrano

 

Estando él en España, ocurre la Revolución Francesa y el joven argentino se ve envuelto por las ideas iluministas que se desprenden de la gesta francesa: “Se apoderaron de mí las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad, y solo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido, y aun las mismas sociedades habían acordado en su establecimiento directa o indirectamente.”

 

En 1793 fue designado Secretario perpetuo del Consulado de Buenos Aires.  Su rol consistió en desarrollar una ardua actividad en la promoción de la industria colonial, de la mejora de la producción agrícola y ganadera, y de las formas de comercio.

 

Propuso la creación de una escuela de matemáticas, y otras de diseño y de comercio.  Por su iniciativa, nace en 1799 la Escuela de Geometría, Arquitectura, Perspectiva y Dibujo.  En el Reglamento, que redacta, Belgrano le da derechos igualitarios de educación a los indios (tanto a criollos como a españoles) y ordena cuatro vacantes para huérfanos, mostrando así las altas consideraciones sociales que se gestaron en Europa.

 

En 1806 se producen las primeras invasiones inglesas.  El acontecimiento despertó todo el celo patriótico del joven abogado, quien encontró en la tarea de promover la independencia su más alto cometido.  Sin haber vestido nunca un uniforme, ni haber recibido instrucción, se hizo militar.  Los sucesos europeos alentaron la revolución y Belgrano protagonizó el movimiento independentista.

 

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De inmediato, se lo convoca para dirigir una campaña militar al Paraguay, a fin de propagar la revolución.  Y a pesar de su escasa experiencia militar, se las arregla para instituir la subordinación y el orden en las tropas, haciendo del respeto por la población civil la máxima premisa de la expedición.

 

Uno de los más importantes logros de Manuel Belgrano fue el comando del Ejército del Norte en la zona de mayor riesgo para la revolución.  Sufrió derrotas, pero también logro triunfos memorables por el arrojo de sus hombres y por su presencia atenta en el campo de batalla.

 

Cuando llegaron noticias de que una escuadra enemiga estaba próxima a zarpar de Montevideo en dirección a Rosario y ante la inminencia del peligro, Belgrano resolvió levantar el patriotismo de sus tropas por medio de un símbolo, que sería a la vez el distintivo de la Revolución.  El 13 de febrero se dirigió al Triunvirato solicitándole la autorización para el uso de una “escarapela nacional”, con los colores azul celeste y blanco.

 

En el acuerdo del 18 de febrero de 1812, el gobierno resolvió reconocer la Escarapela Nacional de las Provincias Unidas del Rio de la Plata, “declarándose como tal la de los colores blanco y azul celeste, quedando abolida la roja con que antiguamente se distinguía”.  El día 23, Belgrano entrego el nuevo distintivo a sus soldados.

 

Continuando con sus nobles decisiones, Belgrano juzgó que con los mismos colores de la escarapela debía flamear una bandera bajo el cielo de la Patria.  El 27 de febrero enarboló una nueva bandera “conforme a los colores de la escarapela nacional”.

 

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En él se conocen las virtudes comunes a muchos patriotas, como la honestidad, la probidad y la austeridad, combinadas con una particular moderación, que para muchos era signo de debilidad de carácter.  A comienzos de 1815, Belgrano abandona completamente sus funciones militares y es enviado a Europa, junto a Rivadavia y Sarratea, en funciones diplomáticas.  También se destacó como diplomático, desarrollando una importante labor propagandística, cuya finalidad era que la revolución sea reconocida en el Viejo Continente.

 

Regresa al país en julio de 1816 y viaja a Tucumán para participar de los sucesos independentistas, donde tiene un alto protagonismo.  Más tarde, Belgrano siguió desarrollando una ardua actividad político-diplomática.  Fue el encargado de firmar el Pacto de San Lorenzo con Estanislao López que, en 1919, puso fin las disputas entre Buenos Aires y el litoral.

 

Volvió a encabezar el Ejercito del Norte, en el cual gracias a la fama que gozaba entonces como jefe y patriota, fue vivamente admirado por la tropa.  Sirvió de apoyo al esfuerzo de San Martin en Cuyo y en los Andes hasta que, enfermo, tuvo que retornar a Buenos Aires.

 

Aquejado por una grave enfermedad, el prócer murió en Buenos Aires el 20 de junio de 1820, empobrecido y lejos de su familia.  Culminaba así una vida dedicada a la libertad de la Patria y a su crecimiento cultural y económico.

 

Momentos antes de fallecer el general Manuel Belgrano pidió a su hermana Juana, que lo asistía con el amor de una madre, que le alcanzase su reloj de oro, que tenía colgado a la cabecera de la cama.  “Es todo cuanto tengo para dar a este hombre bueno y generoso”, dijo dirigiéndose al doctor escocés que lo atendía, José Redhead, quien lo recibió enternecido.

 

La pieza, un reloj de bolsillo con cadena fabricado en oro, le había sido obsequiado por el rey Jorge III de Inglaterra, y fue la que el prócer entregó en su lecho de muerte al médico como pago de sus honorarios, al no contar con otros recursos económicos.

 

Luego empezó su agonía, que se anunció por el silencio, después de prepararse cristianamente, sin debilidad y sin orgullo como había vivido, a entregar su alma al Creador.  Las últimas palabras de sus labios, fueron: “¡Ay patria mía!”.

 

 

 

por Candela Saldaña - 01 jun 2019

 

 

En los ´60, numerosos movimientos contraculturales cuestionaron los sistemas de vida y de pensamiento vigentes.  Cientos de miles de jóvenes dejaron de valorar los modelos de racionalidad, tecnología, riqueza y consumo que guiaban a sus mayores, revalorizando el cuerpo y la sexualidad y volcándose a las experiencias místicas.

 

Los viajes y el contacto con la naturaleza se convirtieron, también, en una búsqueda espiritual, un encuentro de cada persona consigo misma.  Tomó forma la aspiración a una nueva sociedad, no militarista, opuesta a la violencia, que corregiría la injusticia de las diferencias sociales.

 

La memoria colectiva considera a la década de 1960 no solo como una época de cambios, tanto políticos como económicos, sino como un verdadero cambio de pensamiento.  Un período de importantes innovaciones tecnológicas y de renovación social y cultural, que generó la convicción de que se podía transformar el mundo.

 

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Poco a poco, en las sociedades que se consideraban democráticas, una revolución “del pensamiento” desafío al poder y a la autoridad establecida.  Comenzaron a levantarse voces que cuestionaban al sometimiento y la opresión de distintas minorías (personas de color, indígenas, mujeres, pueblos colonizados…), así como las intervenciones armadas en el exterior.  Un verdadero cambio en el modo de ver y pensar la realidad se había gestado.  En realidad, si bien el año 1968 marco el punto culminante de este movimiento contra el modelo de sociedad burguesa vigente, toda la década participo de cierta “aspiración revolucionaria”.

 

Nada quedó fuera del cuestionamiento: la concepción de la familia, la educación, el manejo de los medios de información, la relación de los humanos con la naturaleza, la democracia formal, la vida sexual, el trabajo, el sindicalismo, la liberación femenina…  Todas estas nuevas formas de manifestar el descontento escandalizaron a los sectores conservadores.

 

A partir de 1945, la mayor parte de las mujeres que vivían en países desarrollados se integraron al mercado laboral y accedieron masivamente a la educación superior.

 

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Sin embargo, su presencia en oficinas, fábricas y universidades no fue acompañada por un cambio en las relaciones entre sexos: las mujeres trabajaban a cambio de un salario, pero seguían atadas al mandato social de la maternidad y las tareas hogareñas.

 

Esta situación impulsó el renacimiento del movimiento feminista del siglo XX.  La segunda ola feminista fue iniciada por mujeres de alta y clase media.  Particularmente, aquellas que contaban con educación universitaria habían advertido que tenían roles determinados que les marcaba la educación, y que los medios masivos de comunicación y la publicidad consolidaban.  Este modelo hacía hincapié en un modelo de mujer con una cómoda posición económica, ama de casa, madre y consumidora; una mujer rodeada del confort tecnológico y, a  la vez, prisionera de él.

 

Si bien las mujeres habían obtenido algunas conquistas en la esfera pública, estas no habían modificado las limitaciones femeninas en la vida privada.  La escritora francesa Simone de Beauvoir había escrito “El segundo sexo”, donde afirmaba que la situación subordinada de la mujer no provenía de sus condiciones naturales, sino de imposiciones culturales.

 

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Movimientos feministas volvieron a ponerse en marcha para lograr una toma de conciencia en las mujeres y la verdadera igualdad entre ellas y los hombres.  Cuestionaron la publicidad sexista y la pornografía, la desigualdad en los salarios por igual trabajo y las dificultades de las mujeres para acceder a cargos de responsabilidad, aunque tuvieran la misma formación que los hombres.

 

Las feministas radicales sostenían la consigna “Lo personal es político”, ya que consideraban que por separado conducía a un análisis erróneo de lo social, y por eso también se concentraron en aspectos privados como el matrimonio, la sexualidad y la maternidad.

 

En 1966, Betty Friedan dirigió en los Estados Unidos la Organización Nacional de Mujeres, de donde se desprendió el Movimiento de Liberación Femenina, en 1967.  Presionaron sobre partidos políticos, legisladores y candidatos presidenciales, organizaron encuestas  y editaron libros a favor de la liberación femenina en sentido amplio.

 

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La creación de la píldora anticonceptiva, que se comenzó a comercializar en los ´60 colaboró con la causa, ya que contribuyó a separar la sexualidad de la procreación.  De todos modos, las feministas no se conformaron y pidieron, además, el derecho al aborto, que se logró entre las décadas del 60 y 70 en los Estados Unidos y en algunos países de Europa.

 

En la actualidad, en la mayoría de países latinoamericanos se lucha por la conquista de ese mismo derecho y por el descarte de la persistente subordinación de la mujer.

 

Gracias a la revolución gestante de siglos anteriores, con la liberación femenina de la década del 60 se dio el paso para hacer oír los planteamientos de estas hijas de la libertad.

 

Simone de Beauvoir, escritora y feminista francesa, expresaba que “No se nace mujer: llega una a serlo.  Ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; la civilización es quien elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica como femenino.”

 

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Estas vibrantes palabras no podían estar más acertadas, pues el precioso testimonio escrito de las luchas feministas descubre la existencia de algunas rebeldes que se imponían contra los cánones de su tiempo dejando de lado la figura de hija, esposa o madre impuesto por el patriarcado.  Para salirse de las normas sociales, estas mujeres, desde posiciones ideológicas diferentes a las que imperan en sus círculos, no se resignan al silencio o la conformidad y lanzan su protesta.

 

En la actualidad hay un sinnúmero de mujeres que escriben, hablan, debaten y exponen sus ideales sobre una sociedad de mujeres que se moviliza con mayor intensidad.  Estas lo hacen gracias a las altivas damas de épocas anteriores, que lograron abrir sendas para las generaciones presentes y futuras.

 

Alzando su voz, contra los vientos patriarcales y castradores, que las limitaban de romper con los cerrojos culturales de los arquetipos que muy injustamente las tenían esclavizadas.