por C. Fernández Rombi – 28 jul 2019

 

Han pasado más de cuarenta años de esta pequeña historia que quiero contar antes de morirme, haciendo la expresa salvedad de que no soy escritor ni nada parecido.  Pero fui su único testigo.

 

I

La Universidad Argentina en la década del setenta aún estaba, por su calidad académica, entre las primeras del mundo.  Su Facultad de Arquitectura y Urbanismo (FAU) ─trasladada unos pocos años antes a su nuevo edificio de la Ciudad Universitaria de Núñez─ seguía esa tónica.  Son varios los arquitectos de esa pléyade que supieron brillar a nivel internacional.  Luego, los distintos gobiernos totalitarios que supimos conseguir irían contribuyendo a su deterioro.

 

Yo había conocido a Carlos en el ingreso a la FAU, en el inicio de 1973.  Había claras diferencias entre nosotros: yo, con mis veinte años, recién egresado del secundario; y él, de treinta  ─recibido diez años antes─, ya estaba casado y con dos hijos.  Me le pegué como estampilla llevado por la admiración que me causaban su aplomo y seguridad.

 

Con su título de Maestro Mayor de Obras y diez años de ejercicio profesional, me llevaba claras ventajas en todo lo referido a la  carrera que había elegido y que nunca concluí.  En realidad, es justo aclarar que solo compartimos las materias de primer año.  Mi amigo de ese corto período iniciaba la carrera ─según lo que yo creía─ más que por el afán de aprender, por prosperar en su evolución de profesional de la construcción.

 

No sé calcular cuántos éramos los alumnos de ese año… tal vez, unos setecientos; de los cuales el treinta por ciento (+ o -) eran mujeres.  O sea, que los varones teníamos unas doscientas minas para mirar.  Todavía recuerdo a algunas de las más bonitas, que mis buenas calenturas me ocasionaron.  Siguiendo el tema de las confesiones particulares acerca de este humilde narrador, justo es que reconozca que ni en esa época ni por el resto de mis días fui un ganador con las mujeres.

 

Petiso, feo y corto de carácter, nunca tuve grandes pretensiones.  Mi rebusque era en los bailes de los jueves en la calle Yerbal de Flores… donde abundaban las morochas (gremio Puloil, que les decíamos entonces) querendonas y accesibles.

 

Carlos, era un tipo bien plantado, mucha pinta y sobre todo, dueño de un “verso entrador”.  Pero… a los hechos: me estaba refiriendo a unas doscientas mujeres de arquitectura y en especial a aquellas que ─de seguro, sin proponérselo─ me calentaban la sangre.  Y no puedo, ni debo, seguir adelante sin mencionar a la que se destacaba por encima de todas ellas… ¡lejos… muy lejos!

 

María Magdalena (Malena, para nuestros varoniles cotilleos; aunque ella, con la altivez propia de los elegidos, no respondía al apócope) era, para decirlo rápida y gráficamente: un minón infernal; y, como nosotros, alumna del primer curso.  Seguramente, la persona más fácil de ubicar en todo el edificio de la facultad.  Simple: donde se veía una turba de pendejos reunidos, ella estaba en el centro.

 

Carlos, había decidido desde el primer día de su ingreso que iba a “sacar la carrera” en cinco años (el promedio programado era de seis, el estimado de nueve y el real de doce) algo que cumplió egresando en 1978.  No le daba pelota a las minas.  Pero… Malena era “otra cosa”.  Así que lo intentó, acercándosele un par de veces.  Fracasó.  Me dijo: “Juanca, es imposible.  Está siempre rodeada de pendejos calentones y en lo poco que pude hablar, se me hizo la Monroe.  ¡Chau!  No tengo tiempo para ese franeleo”.  (Tristemente reconozco que, en mi intimidad, me causó una alegría enorme.  Yo no la tendría a la Malena, pero el galán sabiondo, tampoco).

 

Pero bien sabemos que el destino teje su malla con hilos invisibles.  Ya la universidad había sido intervenida (Ottalagano) y nuestra FAU también, (Arq. Héctor M. Corbacho, profesor de dibujo industrial de la ESMA).  Nuestro Centro de Estudiantes (en el cual ni Carlos ni yo militábamos) estaba en la resistencia activa.  No puedo, no debo, ni quiero, seguir adelante sin un recuerdo emocionado para los 130/150 estudiantes y docentes “desaparecidos” durante los Años de Plomo en la FAU…  Aunque de esa tragedia, sólo me enteraría varios años más tarde.  Con la llegada de la democracia.

 

Una de las medidas de resistencia adoptadas por el Centro, fue la ocupación en forma sorpresiva de la FAU para un jueves cerca de finales del curso.  Ese día, yo remoloneaba por el hall del segundo piso (en esa época era el acceso obligado desde una ancha escalera exterior de estructura metálica y escalones de madera) campaneando la llegaba de mi ídolo (Carlos, no Malena), para darle la noticia de la ocupa programada y de la cual recién me anoticiaba.  Pensaba que él no se iba a querer quedar.  No olvidemos que los celulares no existían y el tipo tenía esposa e hijos para avisar.  Y los del Centro, además de instar a la ocupación habían anunciado: “Después de las veinte horas no sale nadie”.

 

A eso de las diecinueve y treinta y cinco, Carlos llegaba como tromba (según su costumbre); él laburaba en una constructora de Congreso hasta las diecinueve y quince.  Al verlo, me le fui encima.  Él ya había notado que había demasiada gente dando vueltas:

─¡Hola Juanca…! ¿Qué pasa que hay tanto quilombo?

Le conté y chichoneamos un rato.  Me dijo que se rajaba y que al día siguiente me llamaba para ver qué había pasado y si había clases.  Me pega un abrazo y está dando la vuelta cuando la ve…  A ella, a la única; la hermosa y exuberante (muy mucho, muchísimo) Malena y, creo, se le pelaron los cables.  Me miró de una manera que, aún hoy a la distancia, me parece rara.  Como no viéndome… “como en otra cosa”.

─Mejor me quedo, Juanca… así no te aburrís.

 

¡Minga de preocuparte por mí, falso de mierda, calentón!  Nos fuimos a tomar un feca y fumar (en ese tiempo era permitido, no como esa hijoputez de la actualidad) algunos fasos a la cafetería. A las veintiuna era un lleno completo; y aclaro, que tenía un cuarto de manzana de superficie.  Todo el que no estaba gritando y cantando protestas en la planta baja estaba presente.  Entre esos todos, nosotros y Malena con unos quince pendejos alrededor (como era habitual).  Mi amigo hablaba conmigo, pero ya lo junaba lo suficiente  como para ignorar que su mente estaba en Malena.  Ahí nomás, a unos veinte metros.  Creo que hasta me parecía oír el ruido que hacía su mate elaborando su plan.  Sólo para eso se había sumado a la ocupación que a él no le importaba un joraca.

─Juanca, ¿me haces pata?  Vamos a alguno de los teléfonos públicos.  Si no aviso a casa, la gorda no duerme… aunque me imagino que habrá para una hora de cola.

Asentí ─no había otra cosa que hacer─ y le aclaré que antes que tarde, debíamos lastrar algo.  Ya los de la cafetería habían anunciado que iba a permanecer abierta toda la noche, pero era dudoso que tuvieran vituallas para todos.  En el justo momento en que me voy a parar, el gran guacho me aprieta el brazo y me dice: “Aguántame dos minutos, ya vengo”.  Se paró, sin apuro, y con esa decisión que tienen los dueños del mundo, se encaminó a la mesa en la que estaba la gran mina.  Sé que me quedé mirándolo estupefacto, como un superpelotudo.  Fascinado, veo como llega a la mesa saluda en general y luego se agacha pegado al oído de la gran mina y le habla.  Dos minutos después está de vuelta conmigo y me dice “Vamos a los teléfonos”.

 

No me pude resistir.  Tenía que saber…

─Carlos, no seas puto…  Decime qué le dijiste ─se sonrió y pensé que me iba a mandar al carajo, pero no:

─Que era imperioso e impostergable que antes de terminar la noche, habláramos a solas.  Que le tenía una propuesta laboral justo para ella y que no la iba a poder desdeñar.

─Cuando se avive que es un bolazo… ¡te manda a la mierda!

─No te preocupes, voy a saber disculparme…  El tema es que la pueda chamuyar a solas y ya veremos qué pasa.  Me tengo fe, Polaco.

(Soy hijo único de un matrimonio de polacos que instalaron un almacén en Villa Urquiza desde mucho antes que yo naciera.  Carlos conocía el boliche y a mis viejos, me había llevado un par de veces, ya que era cerca de su casa en Elcano y Freire).

─¿Y cómo te vas a encontrar a solas… y a qué hora?  Lo veo difícil…

─No arreglamos nada… pero, nuestras miradas se entendieron.  En algunas horas la pendejada se va a entrar a tirar por los rincones, ahí es cuando la voy a buscar y me va a seguir al cuarto… ¡me tengo fe!

 

El cuarto al que se refería, era el cuarto piso que no se utilizaba más que cómo deposito de tableros de dibujo, sillas rotas y cosas así.  Por lo que yo sabía, era una mugre.  Jamás había subido, cosa que estaba prohibida según los cartelitos colgados en la continuación del último tramo de las escaleras internas de hormigón armado.

 

Bien, para ir cortando este relato que seguramente no le interese a nadie.  Estuvimos juntos el resto de la noche.  Nos unimos y separamos de distintos grupos ─en todos era bien recibido; es más, cuando se debía formar grupos para una cursada en particular, lo buscaban como moscas a la miel ─él era garantía de prácticos aprobados─.  Morfamos algunas hamburguesas y nos tomamos cinco o seis cafés.  Un par de veces la vimos a Malena con su cortejo de costumbre; pero en la última, ya cerca de la medianoche, era evidente que su séquito se había reducido (¡el putazo tenía razón!).  Yo no preguntaba nada: ESPERABA.  No habíamos vuelto a hablar del tema y empecé a pensar que había desistido, interpretando, tal vez, que era un imposible.  A eso de las tres el panorama de la facu había cambiado; un silencio generalizado y montones de tipos y tipas dormitando por los rincones, en los pasillos, en las aulas y los talleres.  Me aburría y bostezaba:

─Carlitos, estoy fundido.  ¿Buscamos un rincón a ver si podemos apoliyar un par de horas?

─¡Dale!  Buscate un lugar y hacete cargo de mi portafolios (él no usaba mochila como la mayoría por razones laborales).  Después te busco… ¡deseame suerte!

 

Y ahí me quedé como un boludo, depositario de sus cosas y viendo cómo salía de cacería.  Sin tener la más puta idea de cómo la iba a encontrar en ese despelote.  De buena gana lo hubiera seguido, ¡me moría de ganas!  Pero… no correspondía.

 

Recién a eso de las siete pasadas, ya el sol estaba alto, me desperté. Fui a buscar el meadero urgente y luego empecé a dar vueltas, mochila al hombro y portafolios en mano.  El tercer piso ─supongo que la planta baja, el primero y el segundo aparecerían igual─, era un lugar de desastre.  Mugre por todos lados.  Tipos todavía apolillando, otros fumando y otros yendo a mojar la jeta.  Perdido el entusiasmo de la noche anterior, queriendo rajarse a sus casas.  Empecé a girar buscando a mi amigo.  Lo veo en el descanso de la escalera más cercana al río, justo en el momento en que, bajando del cuarto, pasa la pata sobre la soga con el cartel de “prohibido pasar”.  Su cara no me dice nada.  Neutra.  Me ve y viene hacia mí:

─¡Buen día, Polaco!  ¿Todo bien? ─me frota el antebrazo a modo de saludo y toma su portafolios.

─¡Bien, Carlitos…!  ¿Y vos? ─aguardo que me tire la bomba Malena (que no se halla a la vista: o bajo antes o lo hizo por el otro extremo).

─Queriendo darme un baño… creo que nunca estuve tan sucio.  Vamos para abajo a ver si nos podemos rajar… te llevo a tu casa y en el camino te invito a desayunar.

Nada.  Nada.  Así lo hicimos, desayunamos en un bar cerca de casa y nada.  No me aguanté más:

─Che, loco… ¿no tenés nada para contarme? ─sonrío apenas y:

─Juanca, los caballeros no tienen memoria…

─¿…?  (¿Qué decís pedazo de hijo de puta?  ¿Me vas a dejar en ayunas?  Pensé)

─Bue… te doy una pista: si algún chabón me habla mal de esta toma de la facu… ¡lo cago a trompadas!

Cuando empezó el segundo año, él ya había dado en forma de alumno libre tres materias (¡pedazo de animal!) y yo empezaba alguna de segundo.  Nos veíamos muy poco, yo hacía la carrera en tranvía y el loco en un tren expreso.  Alguna vez coincidíamos en la cafetería y compartíamos un rato.  Hacia fines de ese año ─Malena ya había dejado─ yo abandoné mis “estudios” sin pena ni gloria.

 

II

Después de ocho años me lo encontré de nuevo.  Una alegría.  Fue en el hall del Mercado del Plata de Carlos Pellegrini entre Cangallo (hoy Perón) y Sarmiento.  Frente a los ascensores.  Yo estaba esperando el ascensor, acudía a la Dirección de Inspección General en el 2º Piso.  Me habían clausurado el boliche de Villa Urquiza del cual me había hecho cargo a la muerte de mis viejos.  (El Almacén Don Pablo, ahora ya modernizado, era “Fiambrerías Nelly” ─la “s” era para fingir de “cadena” y Nelly, por la tucumana, mi esposa).  Él bajaba.  Nos dimos un abrazo cálido y sincero.  Me contó que venía del 3º (Dirección de Obras Particulares) a la cual acudía por la profesión dos o tres veces por semana.  Me interrogó acerca de mi presencia, cuando le conté, miró su reloj y tomó una decisión:

─¡Vamos, te acompaño!

 

Después que ubiqué al inspector de la clausura, Carlos tomó la posta, hablándole como si lo conociera de toda la vida, al pasar mencionó al Director General y hasta el mismísimo Intendente Cacciatore.  ¡Qué hijo de puta desfachatado!  El inspector, recién entonces se dirigió a mí:

─Señor Dzyadura, no se haga ningún problema.  Vuelva a su negocio y con cuidado despegue las dos fajas y me las guarda.  Yo voy a pasar en la semana y me las entrega; olvídese de la clausura y que siga usted bien.  Le retengo el acta para anularla.

 

Luego nos fuimos a la confitería ─que ya no es─ de Pellegrini y Cangallo (Carlos me comentó que ahí se arreglaban todos los chanchullos entre profesionales e inspectores de obras) a tomar un café y recordar los buenos viejos tiempos.  Charlamos un buen rato (aunque él no podía dejar de controlar la hora cada cinco minutos).  Había una pregunta que me quemaba por dentro, no podía evitarla:

─Carlos… ¿volviste a ver a Malena? ─Su cara de estupor ya era una respuesta.

─No, Juanca… la verdad es que ni me acordaba de esa pendeja.  Aunque, estaba buena por demás.  No, no, fue historia de una noche y nunca más.

 

Al separarnos me dio su tarjeta profesional, con la dirección de su estudio en Caballito y sus teléfonos.  Ambos nos prometimos volver a encontrarnos.  Nunca más.  Mi primera intención al quedar a solas fue tirarla, luego me arrepentí y todavía debe estar en alguna vieja billetera.  (Aunque él tenía mi teléfono y sabía mi dirección.  Bien podía haber dado el primera paso.  Yo no: ya pertenecíamos a mundos distintos).

 

III

Han pasado tantos años… ya ni recordaba esta historia; creo que ni el nombre de excondiscípulo estaba en mi memoria.  Pero, hoy ─mi esposa murió hace una semana─ me  puse a ordenar viejos papeles y encontré estos escritos y todo volvió a mi memoria como rayo.  En realidad, todo no.  Hubo una persona de esa época de juventud que nunca, nunca se fue de mi memoria, ni de mi corazón: Malena.  Durante muchos años, viendo en la tele esos programas de vedetes, bailes y desfiles de moda a los que mi Nelly era tan afecta, cada vez que aparecía una nueva estrella yo tenía el mismo pensamiento recurrente: “Esta mina no le llega ni a los talones a mi Malena”.  Es más, hasta mis cuarenta, incluso cincuenta pirulos, esperé que algún día ella apareciera en la TV como gran estrella, como ídola total.  Nunca pasó.

 

He tenido una buena vida; dos hijos, cinco nietos y una negra buena y querendona.  Estuve, claro es, siempre en secreto enamorado de muchas mujeres inalcanzables como la Bardot o la Lollobrigida y cien más…  En fin, tantas que horadaron, una y mil veces, mi cerebro, mi propia alma… pero ninguna, ninguna como ella.

 

Ninguna fue como María Magdalena.  Malena.  El amor de mi vida fue esa mujer con la cual nunca cambié ni un saludo.  El amor de mi vida fue esa mujer a la que tuvo en sus abrazos por una noche mi olvidado, querido y odiado amigo.  Todo, todo, lo hubiera dado por una noche con Malena.

 

 

por C. Fernández Rombi – 20 jul 2019

 

Una historia tan repetida que ni vale la pena leer.

 

Vendí mi autito.  Mantenerlo se me puso algo más que difícil.  $120.000.-  Liquidé un par de deudas y cinco días después, con el pique restante hice la de cualquier argentino normal.  Fui a una cueva de la peatonal Laprida de Lomas a comprar unos dolarcitos...  Por si las moscas.

 

Me dio para dos mil.  Con el bultito en el fondo del bolsillo del jean y mirando para los cinco costados fui a tomar el bondi para casa.  En plena peatonal, a las tres de la tarde, un gorila me dio un pechazo mandándome adentro de una galería comercial, el socio me recibió con un bufoso en mis costillas.  (Creo, no sé...  Tal vez, sólo era un fierro redondo...  Del puro cagazo, ni lo miré)

─¡Dame las dos lucas verdes o sos boleta viejo pelotudo!  Se las di... ¿qué remedio?

 

Ya algo más tranqui, llegando en el colectivo a casa, caí en la cuenta de que una de las empleadas de la casa de cambios me había marcado.  Furioso y con taquicardia lo llamo a mi hermano: Dany, me pasó esto y esto...  “¿No te conté hermano...?  Quince días atrás le paso a tu nieta Mabel en una casa de cambios de Morón...”.

 

Realmente  la charla no me alivió un joraca.  Insisto y lo llamo a mi amigo del alma: Chiqui, me pasó esto y esto...  “No me jodas...  La semana pasada, en Adrogué, le hicieron la misma maniobra a mi prima...  Consolate, era mucha más guita...”.

 

Parecía (me sentía) un boludo a quien nadie consolaba.  Insistí.  Lo llamo a mi amigo de toda la vida, Papá cuervo: Georgie, me pasó esto y esto...  “¿Sabés Carlitos, leí ayer en el Clarín que a una mina en Palermo se la dieron a una cuadra de la casa de cambio cuando había entrado a una pizzería... 30.000 de los verdes.  ¡Esto es un quilombo... no  se aguanta más!”.

 

Ya desesperado porque ninguno me consolara un cachito... ni siquiera un cachito (¡hijos de puta!), juego mi última carta.  Llamo a mi bastión espiritual, mi hijo Aníbal, profe de historia en Lago Puelo (1700 km de Lomas): Ani, me pasó esto y esto...  “¡Qué joda viejo...!  ¿Sabés que hace unos días le sucedió lo mismo al rector de uno de los colegios donde trabajo en El Bolsón; nosé cuántos verdes eran; pero de seguro, mucho más que los tuyos”.

 

Cuelgo el tubo y cavilo con toda mi materia gris en uso.  Y furioso contra la pendeja que me marcó, contra mi hermano, mis amigos y mi hijo... ¡Que se pudran todos juntos!  Una hora y media de charlas, ¿y qué saqué en limpio...?

 

Mal de muchos...  En fin, yo… ¡argentino hasta la muerte!

 

 

por C. Fernández Rombi – 07 jul 2019

 

Desde muy chico, esa cruz de troncos, mojón de  una vieja sepultura, llamaba mi atención.  Está a no más de cuarenta metros del borde de la vieja ruta de ripio que une El Bolsón con Esquel, atravesando el Parque Nacional Los Alerces.  El paisaje es de una belleza tal, que aleja de mi ánimo y esfuerzo el intentar describirla.  Mi padre, uno de los primeros habitantes de Cholila (cinco casas, el almacén y la escuela; ahora es un pequeño poblado de dos mil habitantes, a unos setenta kilómetros de El Bolsón), solía llevarme en el carretón de reparto con el que dos veces al mes recorría parte del camino.  Cada vez que lo veía de buen humor le pedía parar un rato en el lugar y ejercitaba mi puntería de gomera con la siempre algo destartalada cruz.

 

Después de tomada la primera comunión abandoné la gomera y acostumbraba, bajo la indulgente mirada del Viejo, persignarme al pasar frente a la sepultura.  Al cumplir mis veinte años, mi Viejo emprendió el último camino.  Sin el carretón.  Tiempo después me alejé del Sur pensando que ya no volvería.  Trabajé unos años, mientras hacía el secundario nocturno, en la carpintería de mi tío en Buenos Aires.  Al tiempo me casé y empecé a escribir.  Nunca más pasó por mi mente el recuerdo de aquella sepultura.  Trabajé hasta hace unos meses en la redacción de dos de los diarios más grandes del país y he publicado un par de novelas y varios tomos de relatos… pero, no creo que nadie, menos yo mismo, me considere un gran escritor.  Y llegó el tiempo del retiro para este viejo viudo, sin esperanzas… y precaria salud.

 

Hoy cumplo los años que tenía papá cuando murió; he quedado solo en la vida, viudo y sin hijos.  Sin entender el motivo, el recuerdo de la tumba ha vuelto a mi mente con viva intensidad y ya no me abandona.  Supe, en el mismo momento del recuerdo de la niñez, que debía volver, nomás fuera una vez.

 

No puedo evitar el pensar que hay una clara relación entre el recuerdo de esa vieja tumba y el quebranto de mi salud… son extraños los caminos de la mente y, más aún, las malas jugadas que nos hace.  Sin querer me puse a hacer el balance de mi vida, con sus más y sus menos… en realidad poco para destacar.  Tal vez todo hubiera sido distinto de vivir mi único hijo, pero a los siete añitos su corazón de problema congénito dijo basta, dos años después se fue Estela que no pudo sobreponerse a la pérdida del amado Julián.  A partir de esas pérdidas es como que he pasado por la vida como distraído… y ahora no hay más tiempo.  Los días de mi niñez en mi cada vez más querido Chubut, son el único recuerdo grato que mastico una y otra vez desde hace años… ¡debo volver!

 

Pongo en orden mis papeles… no sé bien para qué, hago un cheque con la mayor parte de mis ahorros para el Patronato de la Infancia y ya firmé en la escribanía con un apoderado de la Institución la cesión a su favor de mi departamento de la Avenida Santa Fe y Bulnes… queda sólo el auto, pero en él voy a rumbear para el Chubut.  Sin apuro, tengo un viajecito de mil setecientos kilómetros por delante y poco aguante para el volante, así que lo haré en tres o cuatro días; y por medio de la buena hotelería y restoranes me iré despidiendo como un Señor.

 

Solitario sí, pero señor al fin y al cabo.

 

Medio que me saqué manejando como demasiado deseoso de llegar.  El primer día hice mil kilómetros y llegué tarde en la noche a General Roca, estaba fundido.  Como muerto antes de tiempo, así que paré en el primer hotel y decidí quedarme dos días, no estaba para seguir al volante.  La segunda etapa, más liviana, llegué a Neuquén… ya estaba ahí, a un par de cientos de kilómetros de Cholila… y de la tumba olvidada primero, recuperada en esta etapa de mi vida.

 

…Volvimos de la luna de miel plenos y felices, ambos.  Tanto Estela como yo somos introvertidos; tal vez por eso no llegamos al año de noviazgo, nos aferramos el uno al otro como náufragos a la tabla salvadora.  Ella es una chica hermosa sin exageraciones y nos llevamos bien.  Pocas discusiones y, por suerte, como  a ninguno le gustan los gritos, no gritamos.  Tengo que pensar la forma de solucionar nuestra vida social.  Ninguno de los dos tiene amigos “de antes” ni de ahora.  Y como no nos gusta demasiado salir, a mis treinta y los veintiséis de Estela, hacemos vida de ancianos, salvo alguna salida a cenar y un cine a las perdidas.

 

…Todo cambió de golpe, estamos embarazados y llenos de felicidad.  Por supuesto, más solitarios que nunca, pero ahora no nos molesta.  Nació nuestro Julián y la alegría fue tremenda.  Aunque le detectaron una pequeña malformación del corazón, el médico dice que con cuidado no tendrá mayores problemas.  Estela se detesta porque es la herencia que le deja a nuestro hijo, ella tiene el mismo problema desde chica.  La consuelo como puedo.  No tengo éxito.

 

…Salimos a cenar los tres a Recoleta, la excusa: mi cumple treinta y siete, que por tres días no coincide con el número siete de Pipo, sobrenombre muy querido y cuyo origen sus padres ignoramos.  Tal vez fueron sus primeras palabras inteligibles; a los postres, mi chiquito está pálido y dice no sentirse bien.  Disparamos hacia el Sanatorio Mitre.  No me quiero extender en ese resabio de amargura grande.  Al mediodía siguiente, nuestro Pipo, irreemplazable, se apagó como la llama de una velita de torta.

 

…A partir de ese día, mi Estela se empezó a extinguir física y anímicamente.  Dos años después me dejaba definitivamente solo.

 

…Yo repito su ciclo, con la diferencia que lo mío se arrastra desde su partida, ya hace veinticinco años.  Y ahora está en culminación.  Voy hacia el Chubut.  Aunque no hay nadie que me espere, solamente esa vieja tumba del camino de ripio.

 

El último día de mí viaje en la mañana, tomo la Ruta 40 y voy hacia El Bolsón, aunque no llegaré a la ciudad en la cual ya quedan pocos de los hippies que la pusieron de moda hace un cuarto de siglo.  Busco el viejo camino de ripio.  Está más abandonado que nunca: ya sólo lo usa algún lugareño y, cada tanto, una competencia en la cual unos cuantos audaces recorren los 500 kilómetros del camino de ripio en bicicross.  Entre las piedras sueltas crecen duros pastos.  No puedo sacar los ojos del costado del camino buscando el mojón de la cruz.

 

¡Llegué!  Saco el auto del camino y estaciono sobre el costado de tierra.  Lento voy hacia la cruz, como cuando era chico, me persigno.  Hecha de troncos de algarrobo, pareciera estar más inclinada que antes.  Mucho.  Me detengo frente a la tumba por primera vez en mi vida.  Una vieja piedra permite leer apenas su mensaje: Mary MacGouh 1900–1921.

 

Con seguridad, pienso, una descendiente de los galeses que llegaron a Esquel en 1877.  Pobrecita morir tan joven.  Me siento sobre una piedra y mi mente se pierde en un desvarío de recuerdos que abarcan desde mis primeros años hasta el mismo día de hoy.  Mi tristeza habitual parece agravarse, pesando sobre mis hombros… y mi propio corazón.  Es cierto que tuve mala suerte, pero también que no puse empeño alguno en reponerme y volver a la vida, obligación moral de todo hombre que se considere tal; ahí mi culpa.

 

He pasado horas en este lugar, el sol está bajando, debo irme.  No puedo… la tumba o, tal vez, su voz, parece sonar en mi interior suave y persistente…

 

No te vayas, te esperé mucho tiempo.

 

 

por C. Fernández Rombi – 13 jul 2019

 

Primero, fue el temporal.  De inusitada violencia y fuertes vientos que arreciaron durante horas interminables.  Un tornado azota Bragado; hay inundaciones en Luján, San Fernando, Tigre, González Catán, Laferrere, Berisso, Ensenada, La Matanza, La Plata…

 

Hay cientos de miles de hectáreas anegadas… la gente sufre, el campo también.  Miles de evacuados deambulan en medio país, algunos morirán.  Muchos tristes, demasiados.

 

Ahora, y desde hace cinco días, es una lluvia permanente, sin desmayo; hasta el aburrimiento; copiosa y detestable.  Puedo sentir el peso y la insidia de la humedad dentro de la casa.

 

El encierro se hace inevitable… ¡no aguanto más!  ¡No me gusta la lluvia!  Nunca me gustó; me pone eléctrico, inestable.  Enervado.  Me causa ─cuando es así: interminable y sucesiva─ un desasosiego que altera mis nervios.

 

Además, sufro por toda esa gente con el agua dentro de sus viviendas, sobre todo los chicos y los ancianos.  Es muy difícil recuperarse.  Mi desazón ha llegado al punto máximo tolerable.  ¡La paz no me puede alcanzar…!  Ni un instante…

 

Voy al sótano.  Sacudo el polvo de la tapa del baúl que guarda mis elementos de caza.  ¡Ahí está él!  Mi cuchillo Bowie.  Lo sopeso y lo miro con el cariño de siempre.  En mi mano, me retrotrae a tiempos más heroicos del hombre… ¡que no viví y, sin embargo, añoro!

 

Con un liencillo blanco, le saco la capa de aceite protector, lo coloco en su funda y luego en mi cintura.  Estoy listo.  A las seis de la tarde, la miserable luz solar, que ha fracasado a lo largo de toda la semana, irá hacia su muerte diaria desde el inicio de los tiempos.

 

Me calzo un impermeable, una gorra de lluvia y salgo.  Camino las calles desiertas, salvo excepciones que son eso, excepciones.  Busco una de ellas.  La puta, bien vestida y arreglada, se ofrece y guarece bajo la protección de un alero.  La luz tangencial de la luminaria pública la insinúa y realza su figura de ensueño.

 

¡Es realmente muy bonita!  Impactado como nunca, sufro, y sufro más…  ¡Ay… si yo pudiera!  Me acerco ─a quien pudo ser mi novia─, como un cliente interesado.  Mi cuchillo se entierra en su pecho…  Caerá con un suspiro… apenas insinuado.

Por fin, lentamente, mi angustia empieza a ceder.

 

 

por C. Fernández Rombi – 29 jun 2019

 

Ni aun los más viejos de los viejos del pueblo recuerdan a su centenaria iglesia sin la silenciosa e inalterable presencia de la sacristana.  Los párrocos van cambiando cada diez años pero ella es inmutable parte integrante del mismo templo; como el sagrario, el cáliz o los crucifijos.  Delgada y mucho, con el pelo estirado hacia atrás y atado de cualquier forma, vestida apenas un poco mejor que la pordiosera del lugar.  Se ocupa de mantener limpios el templo y los ornamentos propios de las celebraciones, tocar las campanas antes de la misa y mantener ordenada la humilde vivienda del sacerdote.  Es imposible calcular su edad…  Igual sucede con el timbre de su voz, ya que solo habla si la interpelan y lo hace en voz muy baja, casi inaudible.  Su presencia en las misas es acontecimiento de un par de veces al año, para la Navidad y la Pascua y siempre en un lateral recóndito en el cual sólo algunos de los presentes la pueden ver.

 

En el inicio de ese verano, regresa del internado suizo el heredero de la única familia de prosapia que aún habita en el lugar; sostenedora de antiguo de la mantención de la capilla.  El joven Víctor Hugo tiene veintiuno y viene a pasar el verano con su madre para luego ir a estudiar a una universidad de Ginebra.  Aunque viste en forma sencilla, su presencia destaca en cualquier lugar del pueblo.  Alto, delgado, de piel pálida de tan blanca, muy rubio y más entre el linaje curtido e indígena propio de su pueblo natal.  No  hay dudas que las señoras sienten una atracción maternal inevitable hacia el muchacho y las otras, las más jóvenes, la mismísima atracción… pero de distinta naturaleza.

 

Cada domingo, inexcusablemente, la madre y el muchacho acuden a la misa matinal de las once y, a pesar del contraste de ambas figuras (la cincuentona señora parece tener marcada atracción por los dulces que se elaboran en su estancia), nadie puede dudar del amor que une a la madre y a su único hijo…

 

Después de la segunda misa juntos de ese verano, el observador imparcial de las cosas y las vivencias del pueblo, el distinguido escribano jubilado, Don Julio F., observa el hecho inusitado: la presencia en el templo de la sacristana; como rejuvenecida, arreglada y casi, bien peinada…  Claro, sus años siguen siendo muchos e imposibles de descifrar.

 

A más y dado que madre e hijo ocupan por derecho propio el primer banco frente al altar, la sacristana se queda de pie en la misma puerta de la sacristía.  Un poco más adelante del joven y en forma lateral a él… la pobre mujer lo puede observar a todas ganas.  Sin quitar un segundo los ojos del dulce muchacho.

 

Durante todos los domingos del verano de Los Reartes, el observador imparcial repite la reiterada observación… sin poder agregar ni quitar nada… ni siquiera un gesto.  Menos aún llegar a notar, ni aún una sola vez, que el rubio heredero tome nota de ser el foco de la fija mirada de la sacristana durante toda la hora de la misa dominical.  Finalmente, la observación pasa a ser un registro más en la memoria del escribano jubilado; sin más importancia que la de cualquier certificación, trámite o escritura que hubiera realizado en su antigua vida profesional.

 

El largo verano de ese año de gracia de 1936 llega a su fin.  Al terminar la misa y previo a la bendición final, el sacerdote hace una invocación especial: “Para que nuestro querido hijo y amigo Víctor Hugo de Olazábal, que parte mañana de retorno a Europa para continuar sus estudios, tenga un viaje venturoso y que Dios Nuestro Señor proteja e ilumine su vida durante el largo período que va a estar separado de su querida madre y de nosotros, sus amigos.  Que nuestra Virgen Santísima lo ayude, aparte de todo mal y le brinde a manos llenas la fortaleza necesaria para vivir lejos de sus seres queridos.  Amén.”

 

La gente de la villa serrana, como respondiendo a ignota e ineludible convocatoria, se va reuniendo frente a su Iglesia, hecho inusitado para una mañana de lunes.  El cuerpo sin vida y cubierto con uno de los inmaculados manteles de ceremonias, yace al pie del campanario.  Con la primera luz del día fue avistado por un paisano, transeúnte habitual en camino a sus labores.  El agente policial de consigna y el cura párroco, parados a ambos lados del cadáver, muestran la misma consternación e impotencia…

 

El murmullo sostenido del gentío que aumenta a cada momento comienza a formular un único interrogante.  ¿Por qué?  ¿Por qué?  ¿Por qué?  Pero, ese murmullo no sabe darse respuesta a sí mismo.

 

A unos metros, Don Julio F. es el único que no se suma al murmullo generalizado.  Él ha sabido en un instante lúcido y total el porqué: la sacristana se mató de puro amor.

 

(Víctor Hugo cada domingo repara un poco más en mí; hoy me ha mirado varias veces durante la celebración…  Sé que este desconocido sentimiento, esta creciente ilusión, este galopar de mi pobre corazón son verdadera locura; que mis sueños, un desvarío total, pero es así y no lo puedo evitar.  Cada noche es él, el cálido habitante de mi vigilia y de mis sueños; sus manos y sus labios me recorren total e íntimamente, se me aparece noche tras noche en forma única e inevitable, pronto a ser el más dulce de los amantes, el  amo y señor de mi amor y de mi vida toda.)

 

Nota: Los personajes de “La sacristana” son ficticios.  No así el pueblo de Los Reartes, ni su pequeña Capilla fundada en 1738 e inmortalizada por el artista Dante Silva.  Dedico este relato a los amables habitantes de ese pueblito encantado.