por C. Fernández Rombi – 20 mar 2019

 

 

“El nombre viene de la historia que cuenta el estafador de que ha recibido una abundante herencia de un tío lejano.  El estafador pide dinero a su víctima para poder hacer un viaje, con la promesa de que se lo devolverá en una cantidad varias veces superior al monto prestado.  El estafador se va y nunca más aparece”.  Wikipedia.

 

A pesar de la indicación de la Wiki en el sentido de que esta variante de estafa es originaria principalmente de la Argentina (¿raro, no?), yo creo que esta historieta nació con el hombre civilizado.  Doy un ejemplo: El gran Sócrates muere en Atenas en el 399 a.C., ingiriendo un veneno mortal, la cicuta.  La historia aceptada es que la Autoridad se lo ordenó y él, fiel a sus enseñanzas, la ingiere por voluntad propia.  Discrepo; creo que es una antigua versión del “cuento del tío”.  La historia fue así: un colega envidioso del maestro de la filosofía, lo convenció de que disponía de un néctar maravilloso hecho en base a arándanos, frutillas y grosellas rojas.  Convencido, nuestro buen filósofo se bebió la cicuta sin imaginar maldad alguna (característica propia de los que creemos en cualquiera de las miles de versiones de que dispone esta modalidad “estafatoria”).

 

He zafado tres veces en mi vida de caer en este  cuento que siempre resiente en el bolsillo.  La primera, en el John F. Kennedy International Airport, en el cual un hombre muy bien vestido y educado y con acento madrileño me iba a vender a “precio de ganga” dos camperones de antílope (similares al que él lucía).  Zafé en el último instante; un inesperado brillo de triunfo en su mirada “me avivó”.  (Me iba a entregar dos trozos de arpillera con la forma apropiada, cada uno en su percha y lujosa funda de raso estampada).

 

Unos años más tarde, en el lobby del Hotel Trevi Palace de Roma (recién llegado a Italia) se me acercó lo que pensé que era un verdadero galán del cine italiano a ofrecerme un reloj Rolex de una belleza increíble (aclaro que no soy experto en relojes y menos, en la marca Rolex) a un precio también increíble, sobre todo para nuestro dólar de ese momento (regalado).  Hago constar que había leído y releído los avisos en el Aeropuerto Fiumicino: “No compre orologio d’oro a vendedores ambulantes”.  Me dije a mí mismo, lo estoy robando al tano este...  Esta vez lo que “me avivó” fue la forma subrepticia del sujeto de mirar sobre su hombro.  (Al día siguiente, hablando el tema con el recepcionista, me comentó que lo estaban corriendo todo el tiempo al imbroglione ese que vendía Rolex truchos a turistas en todos los buenos hoteles de Roma).

 

Cuento del tío.  Argentina.  Versión 31002

La tercera y última, por ahora, fue días atrás en mi barrio de Lomas de Zamora.  A media mañana del lunes voy caminado por la calle Laprida (la más comercial de mi zona).  Pensando abstraído en vaya saber qué estupidez, cerca de la pared como es mi costumbre, cuando se estaciona en el cordón próximo un Peugeot 208 nuevo.  Desde el interior, la señora que viaja como acompañante (mediana edad, bien vestida y agradable de ver) me saluda hecha un mar de simpatías (el joven conductor se acopla agitando su brazo derecho.

-¡Hola...! ¿Cómo le va...?  Recién acabo de hablar con su hija... (Increíble y estúpidamente me acerco a la ventanilla, forzando a mil por hora a mi cerebro para recordar a “esta” amiga de mi nena -a punto de cumplir los 40-  Extiendo mi mano y...)

-¿Natalia...? (Vive a dos cuadras de mi casa)

-¡Sí, soy Cristina la amiga de “Naty”...  ¿Cómo anda usted... me recuerda?

-Nunca olvido a una mujer hermosa... (¡Pedazo de pelotudo! Por supuesto no recordaba esa cara y su nombre ni por aproximación!)

-Este es mi hijo Julián (Estrecho la mano del muchacho), viajo en un par de horas hacia Río de Janeiro y hablé con “Naty” para que me tuviera unas cosas de mucho valor en su casa... Me dijo que ahora estaba en el trabajo y no se podía acercar, que se las dejará al papá que era de confianza...

 

(Total, unos tres minutos de conversación y yo me había tragado el anzuelo y el piolín también.  No desconfiaba para nada.  Simplemente me resistía porque no quería cambiar mis planes de ese momento...  Además, mi Natalia es una especialista en alterar mis programaciones.)

-Señor, lo llevamos en el auto hasta su casa y lo traigo de vuelta en cinco minutos. (Interviene Julián en la conversa.  Una espléndida sonrisa de la atractiva mujer refrenda el ofrecimiento del hijo.  ¡Estoy ahí...! A un paso de subirme al desconocido vehículo... y ellos lo notan).

-Señor, lo llevamos en el auto hasta su casa y lo traigo de vuelta en cinco minutos... ¡Dele!

 

¡Otra vez me salva la campana!  El reiterado ofrecimiento del hijo, ahora, con el triunfo a la vista, con mayor urgencia en el tono de voz y un tinte imperativo, me espabilan y el reconocido sonido de una aguda alarma suena en mi cerebro.  Tomo aire y empiezo a preparar mi vuelta a la pared:

-¿Por qué no me hacen un favor...?  ¡Y se van los dos a la c... de su madre!

 

Fin de la historia.  El muchacho mete primera, me putea y disparan.

 

Una hora después, ya volviendo a casa, me detengo en el kiosco habitual.  Mientras compro, le comento al dueño mi aventura.  Este sacude la cabeza como signo de resignación:

-Hace un par de meses que andan por la zona, atrás va otro secuaz en un F100 carrozada... siempre buscan hombres mayores (traduzco: viejos pelotudos), los convencen con ese cuento y los llevan hasta su casa... en media hora le “pelan” el living y disparan... ¡Malnacidos de mierda! Incluso le han dado algunos golpes a los que se resistieron.  En fin... ¡es lo que hay!

 

Marcho a casa más que contento.  ¡De la que me salvé!  Pero no puedo dejar de pensar en lo cerquita que estuve de entrar con patas y todo el resto.  Yo, el rey de los piolas, el escritor de cien tramas de relatos plenos de engaños y mentiras.  No cabe dudas, la acumulación de años vividos nos hacen más crédulos, distraídos y... ¡pelotudos!

por C. Fernández Rombi – 11 mar 2019

 

 

Camino por la Av. Entre Ríos hacia San Juan.  La llovizna sigue imperturbable, la pobre luz del crepúsculo se torna más miserable aún ante el encendido del alumbrado público y de los negocios.

 

Lunes, pocos transeúntes y mucho tránsito.  Buenos Aires es propiedad de automóviles, camiones y colectivos.  A escasos treinta metros de llegar a San Juan veo, horrorizado, un esqueleto apoyado en un árbol.  Quedo un par de minutos sin saber qué hacer.  Miro a los pocos que pasan, todos encerrados en sí mismos ocultando el rostro de la lluvia.

 

Finalmente y de puro impresionable, doy un rodeo para no rozar siquiera el esqueleto.  Avanzo unos metros aguzando la vista en busca de un agente de policía.  En la esquina, protegido bajo la marquesina del bar Gardel, encuentro a uno de servicio:

 

-Buenas tardes agente…  No sé cómo explicarlo, pero a treinta metros de aquí me tropecé con un esqueleto apoyado en un árbol…

-No se haga problemas señor, hace quince días que anda por ahí y no molesta a nadie.

 

 

por C. Fernández Rombi – 24 feb 2019

 

 

Tardó en llegar.

 

Se hizo esperar demasiado.

 

Pero… ¡llegó por fin!

 

Los seres humanos somos complejos.  En este caso, la referencia viene por el lado de nuestras interminables y sufridas esperas por un anuncio o acontecimiento determinado y que, cuando se produce, se nos va de las manos, de la vivencia, del disfrute de ese anuncio tan ansiado…  En minutos a veces; cuando mucho, unas horas o un par de días.

 

Luego, transcurrido ese lapso, es como si comenzara rápidamente a perder trascendencia.

 

Luego ─de inmediato─ pasará a ser recuerdo.

 

Ya no está; quedarán las fotos, tal vez algún video y una especie de regusto que se va perdiendo inexorablemente.

 

Luego, pasado un tiempo, comenzamos a esperar un nuevo anuncio.

 

Ad infinitum.

 

 

por C. Fernández Rombi – 04 mar 2019

 

 

Hoy se cumplen trece años de la publicación de mi última novela...  Ahora, escribo muy poco y sólo relatos.  La novela, a pesar de haber parido ocho, se me hace un esfuerzo grande.  Demasiado.

 

 

Es también aniversario de mi vida en soledad.  Decido, con un dejo de propia ironía, festejar ambas situaciones.  En la noche de sábado me dirijo al Rodizio de la Costanera.  Esta, ha perdido el  brillo de los 90’; sin rebuscar demasiado, el celebérrimo Clo Clo, restaurante insignia de Costanera Norte durante treinta años, cerró en 2018.  Ya va para un año.  El mismo Rodizio, según tengo entendido, está en convocatoria de acreedores... ¡La pucha!

 

 

Estaciono.  En el boliche, poca gente y menos mozos, la parrilla se sigue viendo atractiva.  Me castigo con un bifacho de chorizo (400 gramos), ensaladita y un Rutini Cabernet de prima que, de seguro, será el punto alto de la adición.  Terminando mi solitario festejo, mi atención es requerida por una discusión a un par de mesas de la mía.  Sin importarme demasiado, miro con disimulo.  Una joven pareja (a mis sesenta y..., los demás son todos jóvenes) discute cada vez con más enojo y tonos de voz en alza.

 

 

La pelirroja, de unos treinta, es fuertemente atractiva., su belleza es realzada, creo yo, por un apéndice nasal algo más prominente de lo considerado “belleza clásica” que le da a su rostro un gran atractivo.  Sus ojos verdes profundo, en este momento, tienen el brillo adicional de la discusión...  Que termina abruptamente.  El hombre se levanta con violencia y se retira; símbolo de su despedida, una servilleta en el piso.

 

 

Ahora sí, quedo enganchado a full en mi observación.  Noto como ella, tan airada como su pareja, va cambiando de estados de ánimo; de enojada a preocupada ─en el ínterin, traen mi cuenta y pienso que es este, el pago, el motivo de su preocupación─.  No vacilo, me acerco como un caballero solícito y:

─Buenas noches muchacha, casi sin darme cuenta he observado tu discusión de pareja y ahora, por tu expresión, tengo la impresión de que estás en algún  problema con el pago de la cuenta...

─¡Hola...! Sí, mi expareja se fue, me dejó sin un centavo y a pie... (Su tono mezcla de frustración y enojo me cae simpático...  Acentúo mi sonrisa y:)

─Bueno, pobre (todavía ignoraba la calaña del adefesio malnacido), ni se debe haber dado cuenta, disculpalo y, volviendo a tu presente de este momento...  Yo ya terminé mi solitario festejo...  Si no te molesta u ofende, compartimos un café y me hago cargo de tu cuenta y traslado a casa.

 

Sonríe asintiendo a mi doble oferta, por lo cual tomo asiento y comenzamos a charlar.

 

No han pasado quince minutos cuando comienzan a sonar en mi mente oxidada los primeros acordes de una vieja melodía.  Esa vieja melodía que escuché repetidas veces durante cuarenta años ─entre mis quince y mis cincuenta y cinco.  Esa misma que, fiel y reiterada, me avisaba que empezaba a enamorarme.

 

 

(¡La pucha...! Pasó una década de la última vez).  Pasada una hora y un par de cafés, estoy perdido...  ¡Totalmente enamorado!  Ya salió en nuestra charla el tema de la diferencia de edades.  Laura (¡hermosa y bondadosa Laura!) me manifiesta que no le parezco “tan viejo” (¡Aleluya!) y que compenso con mi calidad de caballero gentil, educado y fino; que no está acostumbrada a hombres como yo, especialmente el que acaba de marchar, “que es basura total”, que le ha pegado duro unas cuantas veces en sus tres años de relación, que ya lo ha dejado dos veces y él la persigue...  “¡Y vuelta a empezar... pero esta es la última... maldito cabrón!”

 

 

Esa vieja melodía suena cada vez más intensa.  Me asume íntegro y total.  Creo que han pasado unos minutos (en realidad, unas tres horas) cuando se empieza a notar la inquietud de los mozos (somos la mesa final).  A los dos nos pasó lo mismo (creo), el uno deslumbrado con el otro.  La llevo hasta la puerta del edificio de apartamentos de Caballito donde ella vive sola desde la muerte del padre.  En el último instante, nos despedimos con la promesa de vernos al día siguiente (en realidad, hoy mismo) en la noche y un beso tan intenso como no recuerdo otro.  Inesperado.  Visceral.

 

 

Y así fue, cenamos juntos el domingo y el lunes.  Cada noche la dejé en su puerta...  La noche del martes fue igual, con una diferencia: al regresarla a su hogar me hizo pasar.  Directo a su lecho...  ¿Noche única, especial...?  ¡Inolvidable!

 

La noche del miércoles tendría una sutil diferencia.

 

 

Nuestro cuarto día, el miércoles, pasé a buscarla a eso de las 20.00 horas.  Toqué su P. E. y esperé.  Estaba intrigado por lo que me venía pasando: me sentía hombre joven, renovado y feliz...  La duda: saber si como, cada día, me parecería más atractiva.  ¡Y se dio!  Sencilla y elegante, estrenando en el cuello la cadenita labrada de oro (mi único regalo).  Nos saludamos con ligero beso (después, al regreso, habría tiempo para “los otros”).  Fuimos a tomar una copa a un barcito de Palermo Soho; al  terminar, a un Restó de su barrio, Clap.  Comimos rico y ligero y sin postre, el cual, tácitamente, dejamos para el lecho que compartiríamos en un par de horas. No pasaría.

 

 

Volvimos alrededor de las dos de la madrugada.  Laura baja y va, llave en mano, a abrir la puerta del edificio.  En el justo momento en que abre y entra (voy un par de pasos detrás, más feliz que nunca) y entra, yo no llego a pisar el umbral de la entrada.  Recibo un salvaje golpe en la cabeza.  En el momento que doy contra la pared, alcanzo a ver que Laura llegó a entrar y cerrar la puerta.  ¡Gracias a Dios!  Ese será mi último pensamiento por tres días...

 

Internado en el Hospital Fernández, recupero el conocimiento días después.  Ya una enfermera solícita me ha dado “su” parte médico.  “Don, estuvo el primer día en Terapia y creían que no salía; tres costillas, la clavícula y el brazo rotos...  ¡Fue una paliza terrible...  ¡Ese animal le pegó hasta que llegó el 911 que había llamado su hija!  Ahora está un poco mejor... ya el médico le va a explicar...  ¡Ah, y al hijo de puta no lo pudieron detener!”

 

 

¡Sí que me explicó!  Daño permanente en la base de la columna (parece que en adelante caminaré en falsa escuadra e inclinado como buscando moneditas en el piso.  Y de frutilla del postre, no oiría más del oído derecho por la rotura del tímpano.

 

¡Una joyita total... joderse!

 

Le pregunto a la enfermera y al médico si saben algo de la joven que llamó al 911 (“mi hija”).  La buena mujer asume una  expresión de opa; el médico (con clase) le indica que salga.  Luego, me explica la situación:

─Su novia (¡ah, caímos!) estuvo varias horas los dos primeros días sin soltarle la mano.  Me contó la situación con expareja y recalcó que “temía por su vida”; además me suplicó que le dijera que se marchaba del país y que ya no podrían comunicarse.  Que le explicaba todo en el mensaje que dejó en su móvil...  ¡Lo siento mi amigo...!  Pero la vida es así, nos da y nos quita...  ¡Ánimo y resignación!  (¡Joderse, digo yo!)

 

El mensaje de Laura en mi contestador decía: “Mí querido, lo siento mucho...  Creo que íbamos más que bien.  No pudo ser.  Tengo miedo por mi vida...  ¡Ese hijo de puta es capaz de cualquier cosa!  Lo nuestro no pudo ser.  Por favor, no trates de buscarme.  Un beso enorme y lamento muchísimo lo que has sufrido y, desgraciadamente, aún vas a sufrir por mi culpa. ¡Adiós!”

 

 

Estuve veinte días internado y tengo para seis meses de kinesiología...  ¡Viva la joda!

 

 

En el primer aniversario del día en que conocí al amor de mi vida, camino por la placita de mi barrio.  El bastón, orgulloso en mi mano, es mi nuevo y fiel compañero.  Pienso en ese romance postrer y me debato entre dos posiciones.  Una: decir, a pesar de todo no me arrepiento de nada.  Otra: viendo como quedé, simple piltrafa humana, cuatro días de gloria no lo justifican...  No sé, realmente, no sé.

 

Han pasado veinte años, anciano y dañado, nunca más he vuelto a escuchar esa vieja melodía.

 

 

Sigo, día tras día, dando un par de vueltas a la plaza y, como siempre, mirando el piso.  Nunca encontré una puta moneda.  ¡La pucha!

 

 

 

por C. Fernández Rombi - 12 feb 2019

 

 

Introducción

Estamos a cumplir un siglo de los sucesos de Azul, en la Provincia de Buenos Aires ocurridos el martes 18 de abril de 1922, que hicieran tristemente famoso en todo al país a Mate Ocho o Don Maté8.  Los hechos que vamos a relatar son rigurosamente ciertos, no así las elucubraciones mentales que “prestamos" a Don Maté8, las cuales son de nuestra elucubración.

 

El hombre de setenta y siete años, se registró en una pensión humilde del barrio de Flores con el nombre de Eduardo Morgan.  Horas después de instalado y con la toalla y jabón en mano, se dirigió al baño común al final del pasillo.  Al tomar su ducha, se resbaló en la bañera dando con la nuca contra el grifo del agua.  Murió instantáneamente.  Era el año 1949.

 

El anciano fallecido fue identificado como Mateo Banks; unos años antes había merecido que se le dedicaran dos tangos: “Don Maté8”, de Cristino y Ponzio; y “Doctor Carús”, de Martín Montes de Oca.  Ambos tangos, hoy una rareza, aludían a los hechos del 18 de abril de 1922, día elegido por Banks para entrar en la leyenda.  Y no por ningún hecho digno de elogio o hazaña deportiva alguna.  Simplemente ese día había realizado un raid asesino sin parangón en la historia de nuestro país.

 

Había asesinado a tres de sus hermanos, dos sobrinas, una de sus cuñadas y dos peones de la estancia “La Buena Suerte”.  Con poco observar este listado -ocho víctimas fatales- fácil será darse cuenta del apelativo que se ganó en buena ley.

 

El más grande de los asesinos múltiples de Latinoamérica -con la peculiaridad de que todos sus crímenes los cometió el mismo día- era descendiente de irlandeses, su padre había emigrado hacia la Argentina en 1862.  La familia Banks adquiriría prestigio en Azul  como inmigrantes destacados y triunfadores dedicados al cultivo agrario.

 

Mateo era socio del Jockey Club y de varias ligas de beneficencia, vicecónsul de Gran Bretaña y representaba a la marca de autos Studebaker en la provincia de Buenos Aires.  Había contraído matrimonio con una mujer de sociedad, Martina Gainza.  La vida parecía sonreírle al chacarero descendiente de irlandeses y con toda su familia bien posicionada económica, y socialmente; llegando a detentar el cargo -muy reputado en la época- de Consejero Escolar.  Pero…  En 1922, a sus cuarenta y cuatro años, aunque seguía manteniendo su rumbosa vida de hombre de la oligarquía argentina, su pasión -soterrada y destructiva- por el juego había destruido su fortuna.  Aunque, aún no se había hecho público, su chacra ya le pertenecía a sus hermanos por los constantes préstamos hechos al futuro asesino, Don Maté8.

 

"Banks, con su vida de ‘rico artificial’, pensó que todo se arreglaría y perdió toda noción de sentimientos humanos.  No vaciló en sacrificar su apellido.  Es una víctima de los vicios humanos que destruyen la dignidad, la honradez y hasta el amor de la familia”.  Nota en el diario de Azul durante el proceso.

 

Su estrategia para el día fatídico era tan sencilla como demencial.  Matar a sus hermanos y no dejar testigos a la vista, y en forma posterior hacer recaer todas las culpas en los peones, Claudio Loiza y  Juan Gaitán.

 

“Yo mismo voy a hacer la denuncia… va a ser muy fácil…  ¿Quién va a dudar de mi palabra?  Lo que voy a hacer no me gusta mucho… sobre manera por las chicas, mis pobrecitas sobrinas… pero no veo otra.  A los cuarenta y cuatro no me voy a convertir en un hombre pobre.  Voy a decirles que a Loiza y Gaitán los habían despedido ayer y que quisieron vengarse, matándonos a todos, tal es así que Gaitán me disparó en el pie… por suerte lo pude desarmar y los maté en defensa propia…  ¡Muy fácil!  ¡Mi palabra es santa en Azul!”

 

Era tanta la soberbia y la propia seguridad en el valor de su palabra en la sociedad de Azul -y en la de su policía-, que el bueno de Don Maté8, seguramente por miedo a lastimarse un dedito, ni siquiera se disparó en la bota.  Se limitó a hacerle un agujero con un punzón.  Luego de un largo juicio que tuvo en vilo a la ciudad de Azul y al resto del país, fue condenado a perpetua.  Sin embargo, veintidós años más tarde sería liberado.  Así, Don Maté8, muy suelto de cuerpo, volvió a Azul intentando rehacer su vida.

 

“Con la cantidad de amistades y relaciones importantes que tengo, me va a ser muy fácil rehacer mi vida y fortuna. ¡Ya van a ver esos pueblerinos!”  Dadas las serias intenciones de la población azuleña de lincharlo, escapó a Buenos Aires y fue a parar a esa habitación sin baño del Barrio de Flores.

 

En la caja fuerte de la cárcel había dejado un manuscrito con sus memorias, de unas 1200 páginas, con instrucciones para su publicación.  Sin embargo, este se perdió; con lo cual la literatura argentina ha experimentado la pérdida de lo que, seguramente, hubiera sido una obra inmortal.